Dije una vez que escribir es una maldición. No me acuerdo exactamente por qué lo dije, y con sinceridad. Hoy lo repito: es una maldición, pero una maldición que salva. No me estoy refiriendo a escribir para los diarios. Sino a escribir aquello que eventualmente se puede transformar en un cuento o en una novela. Es una maldición porque obliga y arrastra como un vicio penoso del cual es casi imposible librarse, pues nada lo sustituye. Y es una salvación. Salva el alma presa, salva a la persona que se siente inútil, salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba. Escribir es buscar, entender, es reproducir lo irreproducible, y sentir hasta las últimas consecuencias el sentimiento que permanecería apenas vago y sofocante. Escribir es también bendecir una vida que no fue bendecida”, sentenció Clarice Lispector alguna vez.
A modo de confesión, debo decir que leerla y no sentir que estas palabras, sus palabras, se transforman en la definición y la intención que este libro de cuentos oculta y ostenta en cada una de sus páginas, resulta tan mágico como imposible Como si esa voz, su voz, emulara el grito silencioso de todas estas mujeres, o de todas estas historias que se filtran entre las grietas de los silencios más monstruosos, para volverse verdad y excusa. Resiliencia y rebelión.
Y digo rebelión porque, por suerte o por desagracia, este “Aquelarre de cuentos”, publicado por Huso ediciones, deja de ser un libro de relatos de terror para transformarse –insólitamente- en un pedido de auxilio. En un libro de crónicas que reflejan el espanto y el sometimiento que vivimos las mujeres desde hace siglos, y eso es lo más tenebroso. Lo más triste e imperdonable. Lo más peligroso (aunque escritoras como María Fernanda Ampuero y Mariana Enríquez, por ejemplo, hayan logrado lo imposible: reproducir lo irreproducible, como dice Clarice).
El grito silencioso de todas estas mujeres, o de todas estas historias, se filtran entre las grietas de los silencios más monstruosos, para volverse verdad y excusa
Porque este libro es eso. Es un conjuro. Un aullido y un motivo. Un ¿estigma? que se vuelve huella, camino y cicatriz. Es el mapa y el espejo de todas esas mujeres que no existen, pero son. El reflejo de una realidad que nos amenaza, nos interpela y nos duele, y que hoy se transforma en un ¿acto de justicia? gracias a la fuerza y la pluma de estas dieciséis escritoras (de México, Cuba, Puerto Rico, Nicaragua, Colombia, Ecuador, Perú, Brasil, Bolivia, Chile, Argentina y España) que, entre otras cosas, decidieron asustar al miedo y seguir. Y decir.
Inés Ordiz y Sandra Casanova, encargadas de seleccionar cada unos de los cuentos, explican en el prólogo: “Estas diferencias de género, junto con otros marcadores identitarios definidos por sistemas de opresión y privilegio, necesariamente dan forma a los perfiles de nuestros temores. Así, si bien las brujas fueron durante muchos siglos las representantes de los miedos del hombre blanco y cisgénero a las mujeres sexuales y poderosas, este aquelarre refleja los espantos vividos desde el otro lado de ese discurso opresor: reproducen terrores asociados con personas de género femenino”.
Femicidios, vulnerabilidad y destrato. La amenaza disfrazada de amparo que nos mira de reojo y nos abraza la niñez. La indefensión aprendida, obligada, ¿adquirida? Los dobles discursos y los mandatos. La ¿decisión? de hundirnos o salvarnos. La bendición, el ¿temor? y el ¿regalo? de haber nacido mujer.
Páginas que nos hacen de faro y de guía. Que sangran, que pujan, que gritan. Que se mueren, que se entierran y se resucitan. Que no se rinden y denuncian. Que se resisten a perder la fe. “Aquelarre”, un libro imperdible. Imperdonable. O una herida y una puerta abierta.