Hay libros difícilmente clasificables. Libros que son libres porque son valientes y pensantes y porque se resisten al corsé de los géneros.
La Ternera, de Aurora Freijo Corbeira, recientemente publicado por la editorial Anagrama, es uno de estos libros raros y valiosos. Escrito con una prosa donde el lirismo vibra en cada palabra, nos cuenta una melodía dura y triste, una historia sobre el abuso infantil pero, ante todo, una historia acerca de la soledad de la niña que sufre dichos abusos.
«No me leas más poemas, Madre. Nos ensordecen». Una madre que soolo dedica su atención a leer poesía y un padre que tiene muchas cosas en que pensar y al que «se le llenan las sienes de tareas». El lenguaje va creando códigos y complicidades entre el lector y el libro. Su padre la llama liebre, su madre gacela, pero ella se siente como un pedazo de carne. «Carne de primera vez», dice el texto. Como una ternera. «La luz interna del frigorífico parece estar allí como un foco, exclusivamente para iluminarla. A la carne. A ella. A veces son la misma cosa».
Porque el verdadero dueño de su soledad es él, el hombre que abusa de la niña. Él también es el dueño de su silencio. Uno de los fragmentos más perturbadores es el dedicado a ese silencio precisamente. «Cómo limpiar unas ancas de rana: solo es necesario –dice el recetario- una rana, unas tijeras y una manguera” […] “Creyó que las ranas eran mudas y no podían aullar cuando las torturaban. Qué inquietantemente silenciosos y quietos están los animales a veces».
El texto está desprovisto de cualquier elemento sobrante. No hay adornos innecesarios. Es una prosa desnuda, descarnada, visceral, que va al tuétano de los asuntos.
Me interesa el proceso de gestación del libro, en plena pandemia y durante una estancia que pasaste en la Sierra de Guadarrama. Háblame un poco de eso.
«La ternera nació en un verano. Sin mucho propósito. Es extraño que siendo una narrativa tan funesta, se fuese tejiendo sin embargo con sol, en un Madrid de piscina y noches ociosas. Quizá así fuese más soportable relatarla. Escribía poco a poco, adelgazando las frases, recortándolas, para intentar ser fiel a ese secreto que iba imponiéndose revelar. No creía que fuese a ser un libro. De hecho, al final de ese agosto, La ternera tenía una extensión mucho menor. Y ahí quedó. Fue meses más tardes, animada a seguir por quienes la leyeron, en especial por Juan Barja, que continué trabajando en ella para ser que lo que es hoy. Escribía atendiendo a imágenes, a pequeñas escenas y a palabras que me llevaban de unas a otras. Creo que es un modo de escritura bastante acorde a la asociación libre, a una escucha poco atenta a las estructuras canónicas de la gramática. Vengo de una familia de psicoanalistas en la que Lacan está siempre sentado a la mesa, como si fuese de casa. Eso debe tener su peso. Por otro lado, ese juego en que se convierte el sonido de las palabras me recuerda en grado menor a aquello que decía Brisset de las palabras, su naturaleza de asociaciones fonéticas, o Raymond Roussel.
Por otro lado era consciente de que estaba escribiendo un dolor, una dureza, y no sabía si sería capaz de contarlo sin explicitar esos momentos en que el carnicero toca a la ternera como nunca debe hacerse. Pero sucedió que los silencios y la sobriedad me permitieron decirlo, y con más verdad. Se hizo verosímil».
La prosa de La Ternera está desnuda, casi miniaturizada y, a la vez, pone una lente de aumento sobre un tema con el que nadie se siente cómodo. Herta Müller dijo “nadie codicia el miedo que otro se hace”. ¿Crees que se ha abusado de un tipo de literatura que tan solo busca agradar y entretener a los lectores?
«Todo tiene su hueco, su momento, su lector. Se trata de elegir. Podemos retomar aquello que decía R. Barthes acerca de las lecturas de placer, esas que tienen que ver con un entretenimiento, un agrado, y la lecturas de goce, las que resultan ser de carne, las que nos inquietan, nos hacen ser otros al terminarlas, las que apuntan a nuestro ser más ontológico. Me parece que a estas últimas le corresponde más el estatuto de la escritura, de la literatura. Si leo a Sebald, por ejemplo, sé que estoy en eso. Lo mismo me ocurre con J. Winkler. Esas son las lecturas que elijo. Pero también busco, por ejemplo, a Fred Vargas, y me dejo llevar entonces por el placer, por otro modo lectura, sin duda más cómoda.
Creo que nos corresponden más a aquello que somos esas lecturas de goce, pero encarar siempre los que somos es agotador y, como bien traes tú de la mano de Herta Müller, una de mis autoras de cabecera, uno no quiere otros miedos. Sin embargo, todos participamos de los mismos, y en gran medida leemos y escribimos por eso».
Más que una confesión –y aquí uso tus palabras– La Ternera es una mostración. ¿Por qué la defines así?
«Cuando digo mostración entiendo que desposeo al relato de relaciones de causas y efectos, de víctimas y culpables. La ternera es así. Sin más. Sucede. Se da. No pretendo investigar psicológicamente lo que es un abuso, ni aleccionar, ni moralizar. Me interesa esa idea de que algo es sin porqué. Los humanos preferimos atar el caos encontrando respuestas y proponiéndonos preguntas, pero para la literatura, al menos la que yo frecuento, eso no vale. En la literatura debe darse un porque sin porqué, como la rosa de Ángelus Silesius. Ahí Nietzsche y todo el camino abierto por él. Por eso me seducen menos las narrativas muy tramadas y tiendo a leer fragmentariamente escrituras ya de por sí frágilmente hilvanadas. Las historias me seducen poco, así como conocer un desenlace. Es la escritura misma la que me interesa, me fascina a veces, me inquieta. Y creo que la literatura más dicente es la poesía, sin embargo a mí me cuesta leerla, y lo hago solo ocasionalmente. Pero en estas lecturas de goce de las que hablamos está siempre, necesariamente, ese fondo poético, a la vez tan epidérmico».
En tus anteriores trabajos (Perdidos para la literatura (2011) Tanta luz. Pasolini (2015) y Cuidado, Sócrates se acerca (2016)) cultivaste el género del ensayo y la divulgación. Eres licenciada en filosofía y además eres editora en Las migas también son pan. ¿Cómo te sentiste abordando La Ternera, una obra radicalmente distinta a todo lo que habías hecho hasta el momento?
«Mi mundo intelectual ha sido y es la filosofía. Me viene de casa. Me licencié, cursé un master en ontología con José Luis Pardo, y comencé un doctorado y alguna tesis bajo la enseñanza de mi profesor por excelencia, Ángel Gabilondo. Esa filosofía en la que he trabajado, esa ontología, se entiende sí o sí con el decir literario. Resultado de ello escribí dos ensayos, y debo decir que disfruté muchísimo haciéndolo, aunque el disfrute no siempre es grato y sí muy exigente. También traduje los Ensayos de Teodicea de Leibniz, un trabajo apasionante de respetuosa reescritura. Mi apetencia incansable por los libros me llevó a gestar la editorial Las migas también son pan. Y de repente llegó la prosa con La ternera. Y me gustó. Creo que seguiré camino por ahí, sin dejar la filosofía. De hecho empiezo a investigar sobre algunos temas de Mishima y a la vez a escribir lo que podría ser una nueva novela».
Tu protagonista acaba llevando un libro siempre en el bolso. La literatura se muestra así como una especie de lenitivo. ¿Qué libro deberíamos de llevar en nuestro bolso para abordar el primer aniversario de la pandemia? Haznos una recomendación.
«Sin duda Ultrasaturados, de Juan Carlos Pérez, que acabo de reseñar para Zenda (https://www.zendalibros.com/author/aurorafreijo/). Viene presentado por Iñaki Gabilondo, y nos trae el diagnóstico del selfie luego existo, del ciclo trabajo-consumo-muerta que nos atrapa, de los excesos de los cuerpos de esta estéril posmodernidad, y de la complejidad de nuestros Eros y Thánatos, cosiendo filosóficamente actualidad, medios de comunicación, psicoanálisis y arte contemporáneo. Resalto su sabia reflexión, una invitación a dejar de ser consumisos, mientrasnos pasea, entre otros, por la biopolítica de Foucault, la inhumanidad del éxito que nos señala Byung-Chul Han, las reflexiones de Marco Aurelio en torno a la apatheia, el fracaso del modelo hegeliano, el yo sartreano como proyecto o el semblante lacaniano, imbricándolo en nuestra cultura de las pantallas. Es el libro que yo llevaría en el bolso. Toda una invitación a abandonar el pandenomium».