Escribir desde la herida, nombrar lo indecible

Clarice Lispector y Sylvia Plath

Eduardo Garrido Pascual
27 de Julio de 2025
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Clarice Lispector y Sylvia Plath

Figuras centrales de una literatura que se adentra en lo íntimo, en el desgarro, Clarice Lispector y Sylvia Plath se sumergen en lo místico y lo femenino como vía de redención. Dos voces al límite de la escritura desde lugares radicalmente personales.

Hay literatura que no se lee sino que se intuye, se percibe. Clarice Lispector (1920-1977) y Sylvia Plath (1932-1963) no escribieron para ser entendidas, ni siquiera para ser admiradas. Las dos lo hicieron para mantenerse vivas, como quien se aferra a una tabla en medio del naufragio, a la manera de quien escribe sobre un vidrio empañado para recordar que aún respira. Sus voces no dialogan en la superficie, pero al zambullirse en sus textos, en sus biografías, algo emerge como un eco subterráneo, una sintonía secreta entre mujeres que convirtieron el lenguaje en supervivencia, en acto de transgresión íntima, como se invoca una plegaria en silencio en busca de sentido.

Ambas hablan desde el lugar donde el lenguaje ya no alcanza, donde la palabra es insuficiente aunque imprescindible. Escribir fue para ellas una forma de habitar la fisura sin sellarla, de convivir con la herida sin analgesia. Leerlas o, por mejor decir, intuirlas, penetrar en su mundo, se convierte en una experiencia de despojo, como quien se desprende de todas sus vestiduras y, más allá del cuerpo, atisba un aliento incierto.

La vida de Clarice Lispector arranca como mito trágico. Nace en Ucrania bajo el signo del éxodo, hija de padres judíos que huyen hacia Brasil. Desde su origen, su cuerpo se inscribe como símbolo. Fue concebida para sanar a su madre, violada durante un pogromo. Pero no lo logró. Y esa herida, la imposibilidad de cumplir su misión, se volvió el germen abisal de toda su obra. Clarice no escribió desde la biografía, pero toda su literatura está atravesada por esa aflicción original. En La hora de la estrella, una joven como ella, pobre, desolada, anónima, se encamina hacia la muerte mientras el narrador lucha por otorgarle una voz: “¿Qué sabe ella? No sabe que está en mí. No sabe que su historia me está haciendo nacer”.

Sylvia Plath también escribe desde la herida, aunque con otro matiz. Su vida, marcada por la pérdida del padre, la lucha contra la depresión y una lucidez intolerable, no es una simple sucesión de hechos, sino una tensión constante entre lo vivido y lo escrito. En sus Diarios completos, confiesa: “Yo no quiero ser una mujer común. Yo quiero ser terrible”. Como en Lispector, la muerte aparece no como fascinación morbosa, sino como presencia constante, como telón de fondo que todo lo enmarca. Estar viva, para Plath, implica asumir el peso del tiempo, del cuerpo, de la identidad, y en ese desasosiego el lenguaje se convierte, con mucha frecuencia, en la única trinchera.

Pero no es sólo la biografía lo que las entrelaza. En ambas hay una forma de pensar laescritura como acto de búsqueda espiritual, como intento de acceso a lo inefable. No es casual que el lenguaje de Lispector haya sido comparado con el de místicos como San Juan de la Cruz. Y tampoco lo es que Plath buscara en el mito, el de Lázaro, el de Electra, una forma de expresar lo innombrable.

Lenguaje como exilio, escritura como revelación

Clarice Lispector no escribe desde un idioma, sino desde el borde del lenguaje. Su portugués es extraño, roto, casi extranjero. Su fraseo es disonante, como si buscara romper el orden lógico para vislumbrar el instante genuino previo a la forma. En Agua viva, confiesa: “Lo que quiero es escribir lo que está más allá del pensamiento. Lo que quiero es escribir el momento anterior a la palabra”. No hay argumento, no hay trama. Hay vértigo, desconsuelo del que sabe que su búsqueda no puede dar fruto. Leerla es adentrarse en una experiencia física, sensorial, donde lo importante no es lo que se dice, sino lo que se roza, lo que se intuye entre palabra y palabra.

Plath, en cambio, posee una precisión quirúrgica. Sus imágenes son nítidas, afiladas, cargadas de símbolos y metáforas que hieren y revelan. En Ariel, su último libro, la poeta se despoja de toda máscara. Desde el grito, su poesía se entrega al exorcismo y la revelación: “Los ojos de los ciegos / serán abiertos, los oídos / de los sordos serán destapados”. Su escritura no pretende ser bella, persigue la verdad exacta, aunque duela. En Lady Lazarus, escribe: “Morir / es un arte, como todo lo demás. / Lo hago excepcionalmente bien”. Como si de su epitafio se tratara, este verso condensa su precisa lucidez.

Sin embargo, los senderos por los que transitan estas dos mujeres se tocan. En su búsqueda de un lenguaje revelador, en su resistencia a la claridad superficial, en su deseo de decir lo que no se puede nombrar. Clarice, con su escritura que tiembla como una plegaria. Sylvia, con su poesía que arde como una visión.

Maternidad, soledad

Las dos vivieron la maternidad como una forma ambigua de anclaje. Madres de hijos con dificultades, atrapadas en casas donde el deseo se disolvía entre pañales, platos, silencios. Clarice volvió a Brasil con un hijo esquizofrénico y una biografía que la obligaba a fingir normalidad. Plath, tras su matrimonio con el poeta Ted Hughes, marcado por las infidelidades de él, escribía poemas entre la cocina y la cuna, cuya transparencia brutal refleja la asfixia del encierro. En Metaphors retrata el embarazo como una metamorfosis ominosa: “Soy un acertijo de nueve sílabas, / Un elefante, una casa pesada”.

Sus escrituras son territorios en lucha entre el yo que siente, el yo que escribe y el yo que se espera que sean. En ambas hay una fragmentación esencial. El narrador no es fijo, no es confiable, no es pacífico. Es un espejo astillado que multiplica rostros, reflejos que desafían al lector a habitar ese desorden. En La pasión según G.H., Lispector indaga: “¿Quién soy yo? Yo soy antes de mí misma. Yo soy la materia prima del yo”.

Esa escisión interna, esa conciencia del desgarro, las convierte en escritoras radicalmente modernas. No por su estilo, que también, sino por su coraje de habitar el vacío, de permanecer a la intemperie, de escribir sin red ni consuelo.

Complicidad más allá del tiempo

No sabemos si Lispector leyó a Plath, ni si Plath supo de Lispector. Pero eso es lo de menos. Hay entre ellas una complicidad que trasciende el tiempo y la geografía, como si ambas observaran lo mismo desde ventanas distintas: el alma cuando se quiebra, la palabra cuando no alcanza, el cuerpo cuando arde. Hay pasajes que podrían haberse intercambiado como si se susurraran desde sus libros. Cuando Plath escribe en Edge:“La mujer se ha perfeccionado. / Su cuerpo muerto luce la sonrisa del logro”, resuena la misma resignación inquietante que Lispector imprime al decir: “Si todavía escribo, es porque no tengo nada más que hacer en el mundo mientras espero la muerte”.

Ambas se acercaron al abismo. Pero no se arrojaron sin antes regalarnos su mirada. Una mirada que no consuela, pero sí acompaña. Porque cuando alguien ha escrito lo indecible con una belleza rotunda, nos recuerda que no estamos solos.

Leer a Lispector y a Plath es adentrarse en una habitación sin ventanas, donde una voz nos habla desde la penumbra. Es un acto de escucha, de espera, de reverencia. Ambas han hecho de la escritura una forma de contacto con lo absoluto, con lo inasible, con lo que está más allá del sentido. En sus últimos libros, parecen escribir desde un umbral. Plath, con Ariel, construye su última invocación, como un canto antes del salto. Lispector, con La hora de la estrella, regresa a lo concreto, como si necesitara anclar su visión final en una historia sencilla, en una muchacha que no sabe que está a punto de desaparecer.

Clarice y Sylvia nos acompañan no como autoras canonizadas, sino desde la honestidad de su presencia. Como un susurro continuo. Sus miradas nos acompañan en la introspección, en el temblor que precede a la revelación, de tal manera que al leerlas algo se reescribe en nuestro interior.

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