Hay tantos Flaubert en Flaubert que probablemente está de más echar mano, por enésima vez, de aquella mítica aseveración del escritor francés: “Madame Bovary soy yo”. Porque Gustave Flaubert, del que este pasado 12 de diciembre se ha cumplido el 200 aniversario de su nacimiento en la ciudad normanda de Ruan, es también aquella joven Félicité, la emocionante y enternecedora criada de Un corazón simple, uno de sus emblemáticos Tres cuentos escritos en el ocaso de su vida, y qué decir del Flaubert insertado hasta el tuétano en aquellos dos oficinistas que filosofan sin fin sobre la vida moderna que les tocó vivir, Bouvard y Pécuchet… o Frédéric Moreau, aquel joven acomodado protagonista de su vilipendiada La educación sentimental, que llegó al París de 1840 para comérselo de cabo a rabo, supuestamente.
Todos ellos sin excepción son Flaubert, porque el genio de Ruan sobrevuela de principio a fin todas y cada una de las páginas que escribió en un afán perfeccionista obsesivo hasta su muerte en 1880. Y por supuesto no olvidemos a su loro, aquel animal disecado que hizo traer a su domicilio para poder estudiarlo cual taxidermista hasta su última pluma con el objeto de reflejarlo fielmente al final de sus días en el citado relato Un corazón simple, como recoge magistralmente en su novela El loro de Flaubert el británico Julian Barnes.
La conflictiva, contradictoria y arrasadora personalidad del genio francés deja una huella indeleble y se esparce como el perfume por su obra completa, no tan extensa como a priori se puede pensar acorde en el tiempo con una vida que no llegó a sobrepasar los 59 años de existencia. Su vida personal se inoculó gota a gota en sus personajes, en sus novelas, sus cuentos y, por supuesto, su extensa y asidua correspondencia, que la editorial Alianza ha publicado por primera vez en español en una cuidada selección recogida en el volumen El hilo del collar: Correspondencia, a cargo de Antonio Álvarez de la Rosa.
A través de las cartas intercambiadas con sus amigos, colegas, con su hermana Caterine, con sus amantes, con otros escritores de la talla de George Sand, Maupassant, Turguénev o Zola, podemos comprobar poco a poco, carta a carta, cómo el proceso de escritura y la obsesión permanente por el estilo y la creación artística lo persiguió hasta casi perder las fuerzas al final de sus días. “¿Y cuándo estará terminado mi libro? Problema. Para que pueda publicarse el próximo invierno, no debo perder ni un minuto. Pero hay momentos en que tengo la sensación de estar licuándome como un viejo camembert, tan fatigado estoy”, escribe supuestamente en año de su muerte, 1880, cuando dejó inconclusa la novela Bouvard y Pécuchet, según recoge Barnes en El loro de Flaubert.
Poco a poco, carta a carta, el proceso de escritura y la obsesión permanente por el estilo y la creación artística lo persiguió hasta casi perder las fuerzas al final de sus días
Como recoge Álvarez de la Rosa en el Prefacio de esta edición de Alianza, Flaubert fue “un escritor ‘de culto’, mayoritario para una minoría”. En una misiva enviada desde Génova a su querido amigo Alfred Le Poittevin cuando apenas era un joven veinteañero, le reconoce tras una sensual descripción de la ciudad italiana: “Todo esto no es para nosotros. Estamos hechos para sentirlo, para decirlo, pero no para tenerlo”. El experto en el escritor galo añade: “En su atalaya de observador pensante tiene un olfato intuitivo, capaz de otear por encima del esmog social en suspensión, como se irá viendo desde las cartas precoces hasta las de sus últimos días”. Por ello Flaubert no utilizaba las misivas de forma casual ni como mero trámite comunicativo. Son artefactos geniales en sí mismos, preparados para que el receptor de cada una de ellas (hoy todos sus millones de lectores, afortunadamente) tenga su dosis perfecta de erudición del proceso artístico contado al detalle del momento preciso.
Una realidad licuada
Porque precisamente Flaubert, además de cronista accidental de la convulsa época que le tocó vivir en aquella Francia del siglo XIX, es un observador atemporal que aprehende la realidad para licuarla como un limón y llevar su jugo al conjunto global de su obra, sin dejar gota. De ahí esa perfección estilística que no deja de ser estudiada por otros escritores, incluso en la actualidad, dos siglos después de su nacimiento. Flaubert encarna la modernidad de la ficción narrativa, el salto definitivo de la novela hasta la eclosión que sigue viviendo en pleno siglo veintiuno. Y Flaubert fue precisamente el autor que obró esa catarsis sin vuelta atrás.
El ‘padre’ de Madame Bovary dejó escritas más de 4.500 cartas, que se sepa. Esta cuidada selección, que no pretende ser académica, como recuerda Álvarez de la Rosa, es perfectamente válida para celebrar “la frescura de su savia literaria y la permanente hondura de su pensamiento”.
En definitiva, El hilo del collar es una fiesta para todos aquellos amantes de la literatura que disfrutan leyendo estas íntimas cartas tanto o más que los grandes autores en el proceso de escritura de sus obras universales.