¿Por qué atraen tanto nuestra atención las distopías? Nos presentan un futuro incómodamente próximo, o un presente alternativo, que se asemeja en gran medida a nuestra realidad actual, excepto por una alteración o desplazamiento más o menos sutil que convierte el mundo soñado en pesadilla. Esa diferencia es precisamente lo que hace tan interesantes a las distopías, porque nos invitan a una reflexión profunda sobre nuestro mundo y nuestra sociedad. Si la ciencia ficción tiende en general hacia la evasión, ocurre todo lo contrario con la distopía: esta es invasiva por definición. Así se verifica en los más ilustres representantes del género: desde las distopías clásicas, pero nunca pasadas de moda, de Orwell, Huxley o Bradbury, hasta la siniestra República de Gilead descrita por Margaret Atwood en El cuento de la criada o los desasosegantes episodios de Black Mirror, que, como su propio nombre indica, nos presentan un "reflejo oscuro" de nuestra sociedad para mostrarnos los peligros que entraña la hipertecnologización.
La novela gráfica El gran vacío, de Léa Murawiec, ha sido uno de los bombazos del cómic europeo de los últimos años, y merece un hueco por derecho propio en tan granada tradición de distopías. Llama la atención que la ópera prima de esta joven autora, publicada en Francia por una editorial independiente (Éditions 2024), haya cosechado un éxito tan explosivo. Se ha llevado de calle el premio del público en Angulema, los críticos de medio mundo le hacen la ola, y en este momento está nominada en varias categorías de los premios Ignatz. Todo ello es doblemente asombroso teniendo en cuenta que El gran vacío es cualquier cosa menos un cómic comercial: es vanguardia high brow desde la cubierta hasta el código de barras, pese a su apariencia engañosamente naif. ¿Creíais que los dibujantes de tebeos no tenían cultura libraria más allá de Sandokán y la saga Crepúsculo? Pues aquí tenéis a la Murawiec, que cita entre las lecturas que inspiraron su obra Funes el memorioso de Borges o la Historia de la muerte en Occidente de Philippe Ariès. Ahí es nada. ¿Y cuál es el tema elegido por esta precoz intelectual para tejer la urdimbre de su distopía? Uno que nos afecta a todos, y que por tanto no nos dejará indiferentes: el nombre.
Para ciertas tribus el nombre propio tiene propiedades mágicas. La relación entre el nombre y el ser, lejos de arbitraria, es un vínculo tan estrecho que quien conoce el nombre secreto de la persona tiene poder sobre su alma: por eso hay que vigilar con quién compartimos nuestro nombre. En el fondo, esta concepción mágica no anda muy desencaminada: de todos los símbolos que conforman la cultura, uno de los primeros y más poderosos es el nombre como canalizador de la identidad, como herramienta para distinguir a Fulano de Mengano, al yo del tú. El nombre es un cuchillo que separa al individuo del magma indiferenciado de las cosas. Pero ¿hasta qué punto somos esclavos de nuestro nombre? ¿Somos porque sí o somos porque nos llamamos? Esta es la reflexión que da pie al guión de El gran vacío.
Léa Murawiec imagina una inmensa ciudad regida por el principio de presencia, según el cual cada quisque existe en la medida en que los demás conocen y recuerdan su nombre. En esta metrópoli distópica, quienes descuidan la publicidad de su nombre dejan de existir en sentido literal además del figurado: aquella persona que no alcanza una cota mínima de popularidad entre sus conciudadanos muere de un paro cardíaco. Partiendo de esta premisa, el cómic sigue las tribulaciones de Manel Naher, una joven ciudadana del montón que busca su lugar en esta urbe imaginada, reflejo no solamente de la dinámica de las redes sociales sino de nuestra sociedad en su conjunto. ¿No predijo Warhol un futuro en el que la existencia de cada cual se vería justificada por los quince minutos de fama que le corresponden? A lo largo de las páginas del cómic, Manel Naher gravita sucesivamente entre el olvido y la fama, soñando con la existencia de un lugar, más allá de los suburbios de la ciudad, donde la vida no está regida por el principio de presencia. Quienes se atreven a hablar de este lugar lo conocen como "el gran vacío".
La propuesta de Léa Murawiec no solo es atípica en lo que al guión se refiere, sino también en el apartado gráfico. Mientras en la industria todo bicho viviente se pasa al digital, Murawiec reivindica "dibujar en tinta china para no perder el vínculo con el gesto y el papel". Para esta obra, apuesta por un estilo minimalista, de líneas simples, que expresa las estridencias de la ciudad con una paleta reducida a tres colores planos: negro, rojo y azul (curiosamente, la misma elección de Jillian Tamaki en Roaming, otro de los tesoros indie del último año, que reseñé hace no mucho en esta misma sección). Cuando se le pregunta por sus influencias, Murawiec trata de presumir de moderna y solo menciona a dibujantes de su quinta del circuito alternativo, como Jérôme Dubois, Michael DeForge o Juliette Mancini, y a Yuichi Yokoyama, un artista contemporáneo reciclado como mangaka, cuyas viñetas de resonancias cubofuturistas están en las antípodas del shonen comercial que inunda las estanterías de medio mundo. No os preocupéis si no habéis oído hablar de ninguno: son artistas de minorías, nombres arcanos que intercambian los galeristas para demostrar que están a la última, o los estudiantes de Bellas Artes para presumir de referencias gourmet. Lo paradójico es que El gran vacío intenta ser tan vanguardista en su estética que me retrotrae al pasado: al fin y al cabo, las vanguardias históricas fueron un movimiento artístico que hace cien años ya había pasado de moda. Yo me inclinaría, por tanto, por llamar "retaguardista" al esquemático estilo de Murawiec, en el que encuentro ecos de la infancia del cómic, autores como Cliff Sterrett o el primer Hergé (el de Tintín en el país de los soviets), o incluso de los cortos de animación de Richard Fleischer, Ub Iwerks y el Disney primitivo de las Silly Symphonies.
Sin duda el gran hallazgo visual de El gran vacío son sus paisajes urbanos, una selva de líneas rectas y letreros luminosos proyectada en perspectivas despiadadamente axonométricas. Como en los cómics de François Schuiten (salvando la diferencia de estilo), la arquitectura imposible de la ciudad es la verdadera protagonista, por encima de la pobre Manel Naher: una mera víctima del principio de presencia, que, como tantos de nosotros, va dando bandazos en un incomprensible laberinto urbano, su destino ligado inexorablemente al destino de su nombre.