Título: El proceso. Autor: Franz Kafka. Versión y dirección: Ernesto Caballero. Intérpretes: Felipe Ansola, Olivia Baglivi, Jorge Basanta, Carlos Hipólito, Alberto Jiménez, Paco Ochoa, Ainhoa Santamaría, Juan Carlos Talavera. Escenografía: Mónica Boromello. Música: José María Sánchez-Verdú. Espacio sonoro: Miguel Agramonte. Caracterización: Sara Álvarez. Movimiento: José Luis Sendarrubias. Vestuario: Anna Tusell. Iluminación: Paco Azorín. Coproducción: Centro Dramático Nacional y Lantia Escénica. Escenario: Teatro María Guerrero.
El proceso, de Franz Kafka, escrita entre julio de 1914 y enero de 1915, es una de las creaciones cumbres de la literatura del siglo XX. Ahora, con dramaturgia y dirección de Ernesto Caballero, sube una nueva propuesta a las tablas del Teatro María Guerrero para hacernos patente la tragedia absurda en la que se mueve, nos movemos, el hombre moderno. Se han realizado diversas versiones escénicas, la más antigua que recuerdo es la de André Gide. Todas ellas, cada una con su punto de vista y con sus fidelidades al original kafkiano, dejan en el aire ese sentimiento de angustia, a veces casi insostenible, que nos deja el contenido de esta obra, ya que no es posible, como lector o como espectador, dejar de decirnos continuamente a nosotros mismos: “este ser cazado soy yo”.
El proceso es un libro sugestivo al que tenemos que acercarnos eliminando las explicaciones demasiado racionales. Si nos detenemos en el realismo de sus descripciones, vemos que entra continuamente en lo imaginario. Los saltos del universo realista a lo extravagante son continuos. Llevar esto, que en la lectura de la novela nos parece perfecto, al escenario y no perder ni un ápice del contenido es arriesgado, si no se es tan inteligente como lo ha sido Ernesto Caballero con su propuesta y si no se dispone de un actor como Carlos Hipólito, que le hace un traje a la medida a Josef K.
Es evidente que, en las obras de Kafka, y ente ellas El proceso, existe una cierta teatralidad que favorece la adaptación a la escena. Evidentemente es una teatralidad de un teatro narrativo, que se da en un espacio y un tiempo en el que las situaciones se concretan en relaciones interpersonales caracterizadas por la conflictividad y que se manifiestan mediante la dialogicidad y la gestualidad. Es claro este narrativismo en la propuesta del María Guerrero y está muy patente en escenas como la del pintor Titorelli, por ejemplo.
Ya la escena inicial de la dramaturgia (que coincidirá con la fina), ofreciendo el hecho de la muerte, más bien asesinato, de Josef K. por parte de los dos agentes que lo llevan de los brazos, nos induce a pensar que el procesado K. va realizar un verdadero proceso de autopsia ante su propio cadáver. Y cuando el bisturí no encuentre ya un solo nervio que tenga la sensibilidad vital, entonces solo queda la resignación de la muerte. Enmedio de todo ello están las sucesivas escenas del proceso mismo.
Con las elipsis precisas para llevar a la representación la densa narración de Kafka, cuyo gran valor reside tanto o más en lo descriptivo minucioso que en lo narrativo, Caballero ha hilvanado muy bien las diversas acciones del “viacrucis” de Josef K. en ese proceso al que se le somete sin saber nunca el porqué.
Ese “viacrucis” incluye la mañana en que dos individuos se presentan en la pensión donde vive el empleado de banca Josef K. que le declaran que han venido para arrestarle en nombre de un misterioso tribunal, notificándole que se está preparando un proceso contra él. No le revelan la culpa cometida. Ahí empieza la angustia, la desolación que irá creciendo, la soledad, la incomprensión de lo que sucede y la negación de la objetividad de la justicia, tanto la institucional como la social. La detención no es una verdadera detención, pues podrá seguir desempeñando su trabajo en el banco. Solo de vez en cuando recibirá una notificación para declarar en el juzgado. A partir de ese momento, la vida de K. se va a ver atrapada en un absurdo e interminable proceso que, como indica uno de los miembros del tribunal, incluye en sí mismo la propia condena del acusado.
El procesado piensa en principio que puede ser una burla organizada por los compañeros de oficina con ocasión de su trigésimo cumpleaños. Sin embargo, pronto de manera vaga siente la desgracia que le ha caído encima, y, con cierta arrogancia al principio, acude a las audiencias con la necesidad de rechazar la acusación calumniosa y aclarar en interés de todo pacífico ciudadano la corrupción e inmoralidad de la magistratura que pretende juzgarle. La propia ubicación del juzgado en un edificio de atmósfera irrespirable en el extrarradio de la ciudad ya de por sí prejuzga un universo de terror y le va dando a Josef K la medida de su insuficiencia. Todo esto está bien pergeñado por el director y bien resuelto por la escenografía excelente de Mónica Boromello. En esa lucha por lo imposible, la justicia, descuida su trabajo en la oficina, se pasa horas perdido en examinar posibilidades de salvación, va corriendo de un lado para otro de la ciudad para confiar a un abogado su defensa o para buscar ayuda en cualquier persona que conozca a los jueces. Ahí lo vemos en las escenas del tío de Josef K. que le quiere ayudar y le pone en contacto con el abogado Huld, cuyas gestiones no dan fruto. Decide hacerse cargo él mismo de su propio caso. Es entonces cuando conoce al pintor Titorelli, persona bien relacionada en los tribunales al ser retratista de jueces, quien, entre tres posibilidades de sentencia, no le garantiza una sentencia absolutoria, tan solo, y en el mejor de los casos, un prolongado aplazamiento de la causa. Decisivo es el encuentro con el sacerdote que le habla desde el púlpito de la iglesia; punto de vista esencial ese mensaje del capellán como punto de partida de esta puesta en escena. A partir de ahí, que es la última tentativa, K. descubre el aislamiento en una ciudad que se le revela como un inmenso tribunal: todo el mundo está enterado de una manera inexplicable de su proceso, miles de ojos silenciosos o maliciosamente sonrientes observan sus actos como desde un oscuro teatro. Cuando Josef K. se da cuenta de que no existe ningún intermediario entre él y su proceso, que todo lo que no es él mismo es proceso y que incluso él mismo ha llegado a ser parte del proceso, entonces no le queda más remedio que aguardar la ejecución de una condena ya sentenciada. Lo inverosímil tamizado por la reflexión nos parece algo más que una metáfora o un símbolo.
Todo lo que he escrito en el párrafo anterior, un tanto conceptual y sintético, lo desarrolla perfectamente Ernesto Caballero en su extraordinaria dramaturgia con la facilidad suficiente para que el espectador no se pierda. De ahí que haga apuestas que rompen el continuum sonoro o gestual utilizando las herramientas del grito o la gestualidad, como en las escenas con el pintor Titorelli, para que lo más teatral sea a la vez lo más dinámico.
Es ahí, en el final, con el patético y angustiado descubrimiento de la muerte, cuando nos damos perfecta cuenta de que el empleado Josef K. es un hombre cuyos actos y pensamientos están petrificados, como lo están las calles por las que camina o la sociedad que le rodea, y descubre la realidad inhumana de todo lo que hay debajo de lo que toca, y también descubre su propia realidad de hombre sin afectos y su misma muerte en vida.
Estoy seguro de que, a quien haya leído la novela, le va a gustar la versión escénica, y quien solo haya visto esta última le entrará el gusanillo de leer el relato original de Franz Kafka.
Doy por hecho que este Proceso de Kafka/Caballero es una propuesta espléndida a la vez que exigente y que respeta y mantiene todos los contenidos que anuncia y denuncia la novela inacabada del autor checo, publicada de manera póstuma en 1925; contenidos que, si entonces parecían una distopía, hoy, cien años después, casi los podemos considerar una realidad.
Supone además un verdadero trabajazo teatral de todo el elenco de El proceso. Son muchos los personajes que tienen que representar Felipe Ansola, Olivia Baglivi, Jorge Basanta, Alberto Jiménez, Paco Ochoa, Ainhoa Santamaría y Juan Carlos Talavera, y a todos ellos les imprimen el carácter apropiado para mantener el tono de desolación que se va creando en torno a la impotencia vital de Josef K. Todos, actores y actrices, están magníficos. Quizá nos llame más la atención Alberto Jiménez porque interpreta tres personajes más llamativos Franz, El pintor Titorelli y el capellán de la prisión, el segundo de ellos especialmente teatral. Y como centro de la escena, con toda la seriedad de su empaque y la profesionalidad de actor curtido, con toda la tragedia angustiosa que va corroyendo a su personaje, está Carlos Hipólito, que da vida a un Josef K. perfectamente kafkiano; esta nueva lección de interpretación es a buen seguro una más entre los grandes papeles de su vida, junto a la realizada en Arte y El método Grönholm.
Parte importante en esta puesta en escena la constituyen la música original de José María Sánchez-Verdú, que acompaña la acción y potencia las oscuras y diabólicas sensaciones dramáticas que se perciben en el ambiente, y la muy imaginativa y funcional escenografía de Mónica Boromello; son como un personaje más y complementan el contexto, el lugar en el que se mueve la acción, y el espíritu emocional que envuelve la sinrazón en la que se aboca a vivir a Josef K. La iluminación de Paco Ariza y los figurines de Anna Tusell están igualmente ajustados a la perfección a la circunstancia ambiental necesaria y potencian el correcto desarrollo de la dramaturgia.
Está muy bien que haya quien se arriesgue con propuestas teatrales profundas, como esta de El proceso, que van más allá del muy extendido decorativismo con poco compromiso que reina en la mayor parte del universo del arte en la actualidad. Y que esto se lleve a cabo en un teatro público. No solo nos actualiza una obra literaria fundamental del siglo XX, sino que, en este mundo líquido (Bauman) recrea climas opresivos, angustiantes y absurdos, tan necesarios en una época de reflexión liviana, sino que también despierta la necesidad actual del criterio y el sentido crítico. Y no pienso solo en un sistema judicial corrupto, sino en cualquier tipo de totalitarismo que se impone y condiciona nuestras vidas.