Literatófugos

23 de Noviembre de 2024
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Literatófugos

Los buenos libros, ingenios impagables, van siendo abandonados, depuestos, como las armas de los vencidos, en diversos puntos originalmente proyectados para el intercambio, igual que se abandona a un viejo a la puerta de un hospital o una residencia, a un perro en un «refugio». No se les quiere. Ocupan sitio en casa. Hay que limpiarles el polvo y eso lleva tiempo. Mejor deshacerse igualmente del viejo armario que les da cobijo. Todo resulta viejo a los ojos del ingrato.

Agarro otro libro, y no os lo vais a creer, pero Mr. Henry Miller se ha vuelto a cruzar en mi camino, esta vez con su «Sexus», el cual encontré, de nuevo, abandonado en una de esas cunetas a las que aludía. Menudo ladrillo para el otoño. A lo que iba. El caso es que ya es mío. Lo tomo y siento la suavidad de su cubierta, e imagino dónde pudo encontrarse antes, muy atrás en el tiempo, en qué manos, a qué hora. ¿De qué acontecimientos fue testigo? Quizás, en la misma habitación donde reposaba sobre una mesita de noche o cómoda, dos o tres amantes gemían y se acariciaban confesando privacidades y durmiendo, finalmente, con semejante libro allí, apuntándoles en la oscuridad. Tal vez este libro permaneciese sobre o en el interior de un maletín mientras su dueño, un diplomático, una ministra (lo dudo), un juez, un empresario de altura, firmaba un ilícito contrato verbal que hubiera dado pie al escándalo más sonado de su década. Y pensar que este libro, abierto, para más inri, contempló la desnudez de una diosa como tú, oh, sí, desconocida, y escuchó atentamente el «frufrú» de tu ropa subiendo y bajando, contigo frente a un espejo enorme, alumbrada tu cadera por un sol de media tarde que atraviesa el visillo de punto y entibia tu piel y la cubierta de este baqueteado ejemplar… No. Lo que acabáis de leer es pura ficción. Probablemente, el «Sexus» que tengo entre manos pasó la mayor parte de su existencia en un estante privado, quizás sin llegar a ser leído al completo.

El asunto es este. Hay un desprecio por los libros y, en general, por las pertenencias de otras épocas. Pero fijaos qué curioso: únicamente por las propias. Pues ya veis cómo os lanzáis a comprar cosas viejas, ropa usada online, y os matáis por fotografiar y autorretrataros de espaldas a ese amasijo de ruinas en vuestro obligado turisteo, y, en definitiva, os sometéis a lo que todo el mundo hace, porque «se hace». Pero los buenos libros, los que costó sudor y nervios escribir (no toda esa basura comercial que puebla ciertas estanterías) no guardan relación alguna con las tendencias. Requieren ser abiertos y leídos, de principio a fin, para que proporcionen todo el alimento que portan en su mensaje. Son tesoros, más valiosos que el dinero, a la altura del tiempo que requiere consumirlos. Constituyen la clave, la llave, el secreto. Por eso los gobernantes se empeñan en desacreditarlos con suma tenacidad encubierta: no les conviene que dispongáis de asideros, de argumentos, de conocimiento. Pero ¿qué partido puede sacar a Internet, grosso modo, aquel que se deshace de buenos libros con la excusa de que le sobra con el Google? Su acción delata su mentalidad: probablemente esos libros reposaron en la correspondiente estantería como simple adorno, y ahora su ex dueño, arrastrado una vez más por «lo que se hace» (lo que ve hacer a otros), los abandona definitivamente, y aumenta su particular cuota de pantalla, como buen integrante de la masa convencional, «normal», obediente a los mandatos tendencia.

¿De quiénes habla Mr. Henry Miller en sus páginas? De donnadies, desheredados, parias, bichos raros, sin «futuro» en la sociedad convencional. Casi irreales, ficticios para la mayoría, porque la mayoría desconoce tales submundos: no puede ni hacerse una idea. Pero ahí están los personajes, en esas páginas, por décadas y casi una centuria ya.

Hoy algunos se apuntan al carro de escribir sobre gente «de lo más normal», con «problemas cotidianos». Menuda hazaña. Así cualquiera. ¿O es una vil acción de cobardía, de conformismo y, al tiempo, una estrategia de mercado? Y es que molesta, siquiera nombrar, dar a conocer la existencia de sediciosos. No hay voz para el individuo inconformista hoy día, no queda sitio, ni siquiera para el marginal a secas, porque representa la mayor amenaza: es el portador de un contagioso virus llamado deserción. El individualista, el superviviente y todo lo que pueda rodear y sustentar su independencia, como son los buenos libros, o una guitarra con la que ganarse el sustento en la calle, todo eso provoca miedo, pánico, como todo lo que inspire liberación de falsas necesidades: tecnológicas, meteorológicas, políticas, sanitarias, militares, que continuamente os venden en las pantallas. Un pobre con buenos libros sería, como quien dice, el Anticristo en persona. Imaginaos a una prostituta con buenos libros, a un traficante, un artista, una arpista, un indigente, con buenos libros. Qué amenaza, qué mal ejemplo, qué peligro, en un mundo de burócratas, de funcionarios y ministros sin mundo, de lo más integrados en su gran Sistema Estafa.

Corred, corred, corderitos digitales, a refugiaros en vuestras pantallitas, bien calladitos y anónimos, con ese anonimato que proporciona el exhibicionismo redesociomaníaco, cuando todo el mundo lo practica, y dejad de pensar, de cuestionar, de hablar y actuar con sentido común incluso. Eso es exactamente lo que quieren de vosotros, que huyáis de los buenos libros, del conocimiento de la vida, del demonio, malo, malo, y os convirtáis a la nueva religión del Estado Estafa: la Idiocia, por la Gracia de Cobertura, «y véndenos el Giga nuestro de cada día», etc.

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