No es oro todo lo que reluce

Reseña de Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez Mantecón, poeta español y Premio Nobel de Literatura de 1956

08 de Abril de 2025
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No es oro todo lo que reluce. Platero y yo

«Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro».

Si no me falla la memoria —es lo que tiene utilizar el cerebro como diario—, corría el verano de 2007. Estaba en Galicia, disfrutando de unas buenas vacaciones en el pueblo natal de mi padre, cuando una mañana de esas sabrosas, de luz y calor agradable, lo descubrí. Al fondo del patio de la casa familiar —una finca de tres plantas, estrecha y alargada, pero profunda—, estaba el hogar de Platero. El armario intentaba ocultarse sin éxito tras el pozo, vacío y hueco, como el burrito de Juan Ramón Jiménez: «fuerte y seco por dentro, como de piedra». Ahí, en una de sus estanterías, estaba él, esperando que yo abriera las puertas para librarlo de las telarañas que, avariciosas, se habían apoderado de las esquinas del armario.

Con su «trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabelero ideal…» salió a mi encuentro, con un disfraz de papel y una armadura regia de cartón sobre la que se podía leer «BRUGUERA». Por supuesto, en ese instante, el nombre de la editorial no captó mi atención y, todavía menos, que se tratara de una segunda edición de 1982. En aquel momento, que Platero y yo fuera un billete de ida y vuelta al pasado de mi padre o al de alguno de sus hermanos o al de a saber quién —qué persona había comprado un libro que se mantenía en forma, pero que ya no podía competir con la frescura de la juventud— no me importaba mucho, seamos sinceros. Más tarde sí, pero el amor a primera vista vino por otro camino.

Fue el disfraz que Platero llevaba cuando lo conocí lo que me causó impacto: una portada sencilla, pero bonita; discreta, pero llamativa. El magnífico perfil de un burrito al frente miraba hacia la derecha con una carita que no inspiraba nada que no fuera ternura.

Ahora mismo, el libro lo tengo sobre la mesa y, cuando le echo un vistazo mientras escribo en una caja cuadrada con teclas, observo que una extensión de cielo amarillo mostaza ha perdido la batalla: los tejados morados de las casas de Moguer (Huelva, Andalucía) y las fachadas blancas de estas

«okupas» del paisaje cubren la bóveda dorada. Aquí no podemos decir que la bóveda sea celeste: afirmar semejante barbaridad sería faltar a la verdad, pues

el pueblo donde nació Juan Ramón Jiménez se ha teñido de oro en la portada de BRUGUERA. Pero no es oro todo lo que reluce, la plata también tiene valor.

El traje de mi Platero de papel cobra su máximo esplendor cuando se desmonta su armadura y se despliegan los flancos laterales. En ese momento, todo adquiere sentido: las solapas de la sobrecubierta enseñan cómo Platero no pasa desapercibido, él es algo más que un burro, él es un individuo de la sociedad, la gente lo conoce y lo señala con la mirada. Si no, ¿por qué esa mujer de la esquina, que anda con la niña del brazo, gira su cabeza hacia este niño andaluz, que «Tien’ asero… […] Acero y plata de luna, al mismo tiempo»?

Desde que encontré a Platero, en aquel armario de Galicia, hasta que me decidí a leerlo, pasaron casi 16 años. Y es que Platero y yo, en mi infancia, tuvo que competir con Geronimo Stilton y Bat Pat, dos poderosos oponentes a los que dejé vencer año tras año.

Finalmente, le llegó el turno.

Introducción escrita el 04/04/2025 para una reseña de marzo de 2023, modificada y ampliada sobre el borrador original en abril de 2025.

«Platero y yo»

Juan Ramón Jiménez era tan andaluz como mi yaya materna. Nació en Huelva, concretamente en Moguer, el pueblo que eligió como lugar de abrigo para Platero y yo. ¿Pero quién es el «yo» al que alude el título? ¿Y ese tal Platero? La segunda pregunta tiene fácil contestación: Platero es un burrito, un burrito que «acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas…». Es un burrito que compite con la luna en su color, satélite estoico que «viene con nosotros grande, redonda, pura» y que Platero «no sé si con su miedo o con el mío, trota, […] pisa la luna y la hace pedazos». Es el metal de su pelo el que lleva al narrador a bautizarlo como Platero.

Ese «yo» no es otro que el propio autor del libro: Juan Ramón Jiménez Mantecón, todo un poeta, es cierto. Platero y yo no es una recopilación de poemas construidos verso sobre verso, sino una sucesión de textos muy breves (algunos ocupan apenas tres párrafos) por cuyos renglones —embellecidos por una sensibilidad que hiere con placer y buen gusto— fluyen palabras dulces y tiernas que acarician con mimo y suavidad a niños y ancianos, sin discriminación de edad.

Juan Ramón Jiménez desnuda ante nosotros a Platero, nos muestra con honestidad su entrañable relación con este burrito de acero; de acero inoxidable, porque sobrevive a la vorágine del mundo exterior. Platero entra por la puerta grande: ya en la primera página, el poeta deja patente el amor tan transparente que le profesa. Su burrito es sólo algodón coronado por dos ojos negros de cristal.

A lo largo del libro, las descripciones físicas (prosopografías) que Juan Ramón ofrece sobre aquel al que «Cuando paseo sobre él, los domingos por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo» se alternan con descripciones no menos bellas de su pueblo natal, Moguer, que es el que lo ha visto nacer.

Las casas que visten de novia, el rojo molino de viento, las colinas —que se insinúan como senos femeninos bajo el manto de la tierra—, la fuente de agua, y los caminos por donde Platero y él andan a sus anchas, evocan en el lector Las cuatro estaciones de Vivaldi.

Platero y yo es un desfile de imágenes primaverales, estivales, otoñales, invernales y, una vez más, primaverales que se turnan a medida que lo hace una prosa que se pasea de primavera a primavera. Platero, «yo» y las mariposas —que son un personaje más— permanecen inmutables a pesar del cambio de estación. Con sus alas, revolotean allá donde está el narrador y, como también hacen las casas de Moguer, se encorsetan un traje blanco antes de acompañar a Platero por los vaivenes del texto.

Platero y yo… y las mariposas

Sin duda, las mariposas de Juan Ramón Jiménez son bailarinas de tul claro con un marcado valor simbólico. El poeta convivía con un miedo a la muerte tan intenso, tan atroz, que sufrió varias crisis motivadas por este terror.

Seguramente, las mariposas fueron la válvula de escape, las señales de humo de las que se valió para compartir su inquietud bajo una luz más amable para el lector.

Los antiguos griegos creían que, una vez las personas morían, el alma se escapaba por la boca. El nombre de la diosa Psique, a la que se representa con alas de mariposa, significa «alma». Por esta razón, Psique vuela con alas de mariposa y «psicología» quiere decir, literalmente, «estudio del alma». He ahí el motivo por el que opino que Juan Ramón Jiménez introdujo las mariposas en el libro: son la representación de su alma, que —lejos de unirse a otra persona— sale de su cuerpo para volar junto a la de Platero.

Por eso, cuando una noche «un hombre oscuro, con una gorra y un pincho, roja un instante la cara fea por la luz del cigarro, [...]» le pregunta: «¿Ba argo?» (posiblemente, una forma vulgar de decir «¿Quién va?»), «yo» le responde: «Vea usted… Mariposas blancas…». A mi entender, la contestación de Juan Ramón Jiménez es una manera de decir que son dos almas puras e inocentes las que «El camino sube[n], lleno de sombras, de campanillas, de fragancia, de yerba, de canciones, de cansancio y de anhelo». Dos almas puras que no son otras salvo las de Juan Ramón y Platero.

Otro texto que evidencia una sincronización y una empatía tales entre «yo», que hemos quedado en que es Juan Ramón Jiménez, y Platero es, sin duda, La miga. Este maravilloso poema en prosa (no hay otra forma de definirlo) muestra con qué bondad Juan Ramón Jiménez le otorga a Platero un espacio propio e intransferible en cualquier contexto. La vida sin Platero no se concibe. Para él, Platero es otro niño: «Si tú vinieras, Platero, con los demás niños, a la miga [a la escuela], aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes […] Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡eres tan grandote y tan poco fino! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, en qué mesa ibas tú a escribir, […]?».

«Yo» sabe que la gente puede llegar a ser hostil, también con los niños, y el colegio no es lugar que escape a dicha hostilidad. Por eso, en el mismo texto, más adelante dice: «No. Doña Domitila […] te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca en las manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda […]

No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y las estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón, ni te pondrán, cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro de los ojos grandes ribeteados de añil y almagra, como los de las barcas del río, con dos orejas dobles que las tuyas».

No, Platero, no. Tú eres para Juan Ramón Jiménez, y para cualquier lector que te quiera conocer, un niño al que nadie pisoteará.

Cuando caen las brevas

Platero «Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de miel…». El poeta también dice de él que «Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña», pero no, se equivoca: es todavía más tierno y más mimoso que un niño, que una niña, y aún más indefenso. Al menos, lo es más que los niños de Las brevas.

Si no fuera así, «yo» no habría respondido por él cuando, en plena algarabía infantil, durante un juego inocente entre niños:

«Una breva le dio a Platero, y ya fue el blanco de la locura. Como el infeliz no podía defenderse ni contestar, yo tomé su partido; y un diluvio blando y azul cruzó el aire puro, en todas direcciones, como una metralla rápida.

Un doble reír, caído y cansado, expresó desde el suelo el femenino rendimiento [las niñas juguetonas se rindieron]».

Un lugar donde descansar

Ya hemos hablado de las mariposas y de su relación con el alma y la muerte en Platero y yo. Pues bien, en el texto número once (El moridero), Juan Ramón Jiménez nos avisa: Platero nunca va a correr la misma senda hacia el ocaso que sus congéneres. Es tajante:

«Tú, si te mueres antes que yo, no irás, Platero mío, en el carrillo del pregonero, a la marisma inmensa, ni al barranco del camino de los montes, como los otros pobres burros, como los caballos y los perros que no tienen quien los quiera. [...] Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus sillitas bajas a tu lado».

Estas palabras de consuelo no sólo tranquilizan a Platero, también apaciguan el alma de quienes nos encariñamos con él cada vez que lo leemos. Juan Ramón nos permite jugar a ser uno de esos niños que forman parte de «la vida alegre y serena» que acunará las horas de sueño eterno de nuestro Platero, que siempre es de acero, pero nunca perenne.

Hasta que llegue ese momento, un día sucederá a otro y, cuando visitemos a Platero, lo encontraremos como lo hace Juan Ramón Jiménez: «al mediodía, […] un transparente rayo del sol de las doce enciende un gran lunar de oro en la plata blanda de su lomo».

Opinión personal

No me queda nada por decir que no haya mencionado ya a favor de Platero y yo. Para mí es evidente que deberían ponerlo como lectura obligatoria, como me consta que se hizo en la escuela de mi madre, cuando era pequeña. El respeto con el que «yo» trata a Platero es una lección a la que todos deberíamos asistir, al menos, una vez en la vida.

Así pues, cierro esta parte de la reseña con algo que cualquier persona que tiene un vínculo profundo con un animal entenderá:

«Ya en la puerta, y cuando voy a entrar en El Vergel, me dice el hombre azul que lo guarda con su caña amarilla y su gran reloj de plata:

—Er burro no pué'entrá, zenó.

—¿El burro? ¿Qué burro? —le digo yo, mirando más allá de Platero, olvidado, naturalmente, de su forma animal.

—¡Qué burro ha de zé, zeñó: qué burro ha de zeee...!

Entonces, ya en la realidad, como Platero no puede entrar por ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar, y me voy de nuevo con él, verja arriba, acariciándolo y hablándole de otra cosa…».

Es inevitable no sentirse identificado y no emocionarse y no sonreír y que alguna lágrima no corra por la mejilla al leer semejante fragmento. ¡Qué obra maestra y en qué pocas líneas! Desde luego, estos compañeros de alegrías y penas nos hacen olvidarnos de su forma animal y, por supuesto, de la nuestra, que también es animal, aunque nos empeñemos en no recordarlo.

¡Enriquezca la lectura!

Algunas cuestiones sobre Platero y yo que no quiero dejar pasar de largo:

  1. Tarde o temprano, Platero será —como todos nosotros— el sol otoñal de Juan Ramón Jiménez: «Ya el sol, Platero, empieza a sentir pereza de salir de sus sábanas, y los labradores madrugan más que él. Es verdad que está desnudo y que hace fresco». A Platero le llegará su hora y, entonces, las mariposas revolotearán aún más alto. Igual que las personas, regresará a la tierra y será otra vez polvo y, como las personas, habrá de hallar cobijo. Pero Platero no tiene de qué preocuparse, el poeta le ha encontrado ya un lugar donde permanecer: «el pino grande y redondo del huerto de la Piña». Vuelvo a mencionarlo porque, y aquí está la curiosidad, el pino es también el árbol que Alfredo —personaje de La sombra del ciprés es alargada, de Miguel Delibes— elige como futuro lugar de sepelio, para cuando le llegue su momento (la sombra del ciprés es demasiado acuchillada para su gusto).
  2. Aparte de esta coincidencia anterior, hay otro vínculo literario: el de Platero y yo con Cien años de soledad. Gabriel García Márquez también incluyó mariposas (amarillas) en su obra y, como Juan Ramón Jiménez, las hizo revolotear en torno a un personaje de su novela: Mauricio Babilonia. La diferencia está en el color: Juan Ramón Jiménez reserva el amarillo para las flores gualdas que Platero olisquea; las mariposas del poeta andaluz son blancas y negras.
  3. Juan Ramón Jiménez también hace alusiones a la mitología griega: la diosa Psique y las mariposas, Hylas y Alcides…, y a la Biblia: «Aún, bajo las grandes higueras centenarias, […] dormitaba la noche; y las anchas hojas —que se pusieron Adán y Eva— atesoraban un fino tejido de perlillas de rocío […]».
  4. Con respecto al uso de «Yo», tanto en el título como en los sucesivos textos, parece aludir directamente al autor, al poeta, a Juan Ramón Jiménez. Personalmente, estoy convencida de que «yo» es Juan Ramón Jiménez. Hay quienes, sin embargo, observan otras dos opciones: que «yo» sea el narrador ficticio del libro (dueño legítimo de Platero) y que «yo» sea el lector. De hecho, hay una propuesta que sostiene que «yo» podría adquirir tres formas a la vez, dos reales y una imaginaria: la de Juan Ramón Jiménez (real), la del narrador (imaginaria) y la del lector (real). Pero esto no se sostiene si hacemos caso al texto número 60: El sello. Aquí, Juan Ramón Jiménez, revela su identidad. Se descubre el rostro ante el lector, con nombre y apellidos («¿Quedó algo por sellar en mi casa? […] Si otro me pedía el sello, —¡cuidado, que se va a gastar!—, […] Al día siguiente, ¡con qué prisa alegre llevé al colegio todo!: libros, blusa, sombrero, botas, manos, con el letrero: JUAN RAMON JIMENEZ, Moguer». Esto no quita que Platero y yo no permita hacer ese juego de tres «yoes».
  5. En cuanto a la existencia real de Platero, es importante matizar que sí existió, pero como también existió Tom Sawyer. Igual que Mark Twain no se basó en un único niño para concebir al protagonista de Las aventuras de Tom Sawyer, Platero es el fruto de muchos burritos. En Moguer, tener burros era habitual y Juan Ramón Jiménez tuvo varios. Todos ellos, fusionados en uno solo, son Platero.
  6. Con Platero y yo, Juan Ramón Jiménez me ha recordado, por las mariposas, al realismo mágico de Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, y por la presencia del pino y los paisajes naturales que describe, a Miguel Delibes. También me ha traído a las mientes a Antonio Gala, quien en Charlas con Troylo y en Desde entonces nos emociona con la relación entre él y Troylo, su perrito. Una relación que, sin duda, se presta a paralelismos con la que describe Juan Ramón Jiménez en Platero y yo. «Los otros burros han estado mirando, cargados, a Platero, libre y vago; y para que no lo quieran mal ni piensen mal de él, me llego con él a la era vecina, lo cargo de uva y lo paso al lagar*, bien despacio, por entre ellos… Luego me lo llevo de allí disimuladamente».

* Diccionario de la RAE: Recipiente donde se pisa la uva para obtener el mosto.

Agradecimientos

[...] decía Cervantes: saber sentir es saber decir. Palabras de Luis Landero en su libro El huerto de Emerson. Yo espero haber sabido decir lo que esta lectura me ha hecho sentir. Muchas gracias por dedicar tiempo a este artículo. ¡Nos vemos en la siguiente ocasión!

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