De forma paralela al mercado oficial del cómic, copado por una tupida red de distribuidoras y editoriales que compiten entre sí bajo la bandera del beneficio, existe un mercado alternativo que en nuestro país goza actualmente de excelente salud: el de los fanzines y la autoedición. Este escenario es el ecosistema habitual de aquellos artistas que hacen las cosas exclusivamente por amor a lo que hacen, ajenos a las exigencias comerciales. El microcosmos de la autoedición es cantera del sector profesional, y no son pocos los autores consagrados que mantienen con orgullo el vínculo con sus raíces fanzineras, donde salta la chispa creadora y contracultural del cómic en toda su pureza (es el caso de Borja González con el colectivo pacense “La gofrera roja”); otros autores y editores se niegan directamente a participar en las mezquindades del gran juego editorial, que tantas veces degenera en merienda de negros, y se mantienen eternamente en el limbo de los fanzines, que son punk y son arte por el arte. A escala internacional, esta escena agrupa un espectro de creación que va desde lo banalmente amateur hasta algunas de las propuestas más osadas del panorama del cómic. Crumb, Spiegelman, Burns y los hermanos Hernández sacaron lo mejorcito de su producción en los fanzines; a Dave Sim nunca le hizo falta abandonar la autoedición para que su Cerebus se convirtiera en leyenda; y tres cuartos de lo mismo pasa en la tierra del manga, donde lo que sale de las profundidades del dojinshi tiene mil veces más interés que lo que publican en la Jump los halcones editoriales de Shueisha.
En España, este antimercado del cómic se reúne y se celebra a sí mismo en las ferias de autoedición, eventos donde autores, editores y lectores entran en contacto de tú a tú: el Graf de Barcelona, el Zorroclocos de Murcia, el Turbo de Guadalajara o el Fanzimad, que ha celebrado recientemente su tercera edición en Madrid invadiendo los espacios de la Biblioteca Iván de Vargas. Por allí estuve, charlando con unos y con otros y llenando la saca de tesoritos; y una de mis paradas fue el tenderete del sello independiente Malfario, uno de los habituales en estos saraos. En confianza, muchas propuestas de las que se encuentran en las ferias de autoedición tendrán todo el encanto del DIY pero no dejan de ser artefactos cutres; sin embargo, el material de Malfario sorprende por su consistente calidad, tanto en la forma como en el contenido, propios de una editorial de primera división. Tanto es así que alguna vez tienen problemas para ser aceptados en los encuentros más antisistema, ya que editan con exquisita profesionalidad y hasta caen en la herejía de poner ISBN a sus publicaciones. Por ello, Malfario es un sello entre dos aguas, con un pie en la bendita libertad de la autoedición y otro en el expertise de la edición pro. Aparte de su revista homónima Malfario, que tiene ya siete números en su haber, este sello ha sacado un par de tebeos de gran envergadura: Bastardos de MA, etiquetado como “primer cómic segoviano de serie B”, y el que ahora voy a comentar, Samhain de Lobón Leal, un grueso tomo de 300 páginas que me conquistó desde el momento en que vi su cubierta, como una epifanía, entre el torbellino de estímulos del Fanzimad.
El planteamiento de este cómic para todas las edades no puede ser más fantástico. En Samhain se contraponen dos mundos, separados por una volátil línea fronteriza: uno, a todo color, es el “mundo mágico”, dominado por una naturaleza exuberante y habitado por todo tipo de criaturas maravillosas con poderes; el otro, en blanco y negro, es el que el autor llama “hemisferio izquierdo”, que se corresponde con una realidad más prosaica, regida ya no por la magia sino por el dinero. Los protagonistas de la historia, que viven en la dimensión mágica, son dos niños cetáceos (los hermanos Mika y Miko) y su mascota, el pulpo Frigo. Las referencias al imaginario infantil de los helados no paran en el nombre de los personajes: su ataque combinado más letal es el twister. Un buen día, los hermanos cetáceos descubren el trineo siniestrado de Papá Noel, que ha sufrido un accidente y ha desparramado por el bosque su cargamento de regalos y unos extraños objetos comestibles hasta entonces desconocidos en el mundo mágico: chuches. Es así como Mika y Miko descubren el azúcar, e hiperactivados por el subidón de glucosa parten en dirección al hemisferio izquierdo en busca de más golosinas. Sin embargo, al cruzar la frontera tendrán que vérselas con una joven bruja capitalista llamada Díadetodoslossantos, que espera ansiosa la llegada de la Noche de Difuntos (el Samhain celta) para invocar a los espíritus de los muertos y sacar de ello una buena tajada económica. A partir de ese momento, los protagonistas se verán envueltos en un conflicto triangular de proporciones cósmicas entre Papá Noel (que es una especie de motero malasañero cargado de tatuajes), la susodicha bruja y una especie de men in black que tratan de mantener el orden a ambos lados de la frontera. Demencial, ¿no?
Algunas de las referencias de Lobón Leal son evidentes: el cuento de Hansel y Gretel, con los dos hermanitos seducidos por las chocolatinas de la bruja; la peli de El mago de Oz de Victor Fleming y su contraposición de un mundo real en blanco y negro con un mundo de fantasía en Technicolor; el conflicto entre Santa Claus y las criaturas de Halloween escenificado por Tim Burton en Pesadilla antes de Navidad; y, finalmente, el rollo épico/ecológico de Studio Ghibli (¿lo llamamos “ecopeya”?). En lo que se refiere al apartado visual, tanto el ritmo narrativo como la articulación de las secuencias de acción es shonen en estado puro: Lobón pertenece claramente a una generación de ávidos lectores de manga que ha mamado ese lenguaje en la adolescencia y ahora es capaz de reproducirlo con total naturalidad. Ojo, que hablo de secuencias y no de estética, porque los personajes de Samhain no tienen nada de japo. De hecho, el de este autor es un estilo muy personal, hiperbólicamente dinámico y expresivo, de personajes de trazo sintético y rostros desencajados. Este cómic entra por los ojos. Su estética produce un efecto sobre el lector similar al que ejercen las chuches sobre sus protagonistas. “Eye candy”, que dicen los angloparlantes: “caramelo visual”.
Por lo que he leído, además de chiclanero de cuna y dibujante de tebeos, Lobón Leal es ilustrador y concept artist para videojuegos y animación: un perfil habitual entre los autores de hoy en día, y que se nota en el dinamismo y el impacto gráfico de cada una de las páginas de Samhain. Y es que Samhain, insisto, entra por los ojos. La fantasía desbordante del argumento sirve de excusa para un despliegue visual apabullante; el autor se recrea en atrevidas composiciones de página que en ocasiones (todo hay que decirlo) priorizan el impacto estético sobre la legibilidad de las viñetas. Según avanza la historia, el argumento se va diluyendo y va quedando en segundo plano tras la arrolladora fuerza de las secuencias; e, igual que ocurre en Dragon Ball, la historia acaba por desaparecer sepultada por una avalancha de peleas. Si hay algo que se le pueda reprochar a Samhain es que rompe el equilibrio entre historia e imagen, decantándose claramente por esta última. Pero ahí está precisamente parte de su encanto: en la desproporción, en la exageración, en la desmesura.
Con este tebeo se demuestra una vez más que en la escena alternativa se pueden encontrar obras más audaces que en el panorama editorial más canónico. Al igual que ocurre con el resto de las publicaciones de Malfario, no encontraréis Samhain en Amazon, ni en El Corte Inglés, ni en la Casa del Libro. Y eso le honra. Así que moved el culo y acercaos a las ferias, que es donde suceden las cosas.
