Cáustico, certero, mordaz. Ha vuelto el más genuino David Llorente con su última novela Tú no eres Sherlock Holmes, un libro en el que recupera tras diez años la historia el estilo y algunos de los personajes de su alabada Te quiero porque me das de comer.
La forma de presentarnos el relato resulta tremendamente original. Tanto, que el lector se ve obligado en principio a aprender a leer una obra construida a base de fragmentos breves, de pinceladas sueltas que se suceden con rapidez en un aparente desorden. La incertidumbre dura muy poco, enseguida va tomando cuerpo, nos adentramos en la trama. Los personajes, un sinfín de ellos, cobran vida ante nosotros mediante apariciones fugaces, encadenadas en párrafos que superponen sus vidas como si el escritor fuera apilando los escombros de unas existencias generalmente mezquinas.
Lejos de confundir, esa técnica narrativa, el rompecabezas al que aluden las portadas de sus libros, confiere una enorme agilidad al relato, obliga a una mayor atención, envuelve.
La atmósfera helada de la ciudad de Praga en la que ha vivido casi dos décadas el autor pide protagonismo constantemente. Por su belleza, pero también por su carácter implacable ante los españoles que llegan huyendo de la crisis de 2008 y aterrizan casi en un planeta desconocido, entre gentes a las que no comprenden, para enfrentarse a sí mismos, a su propia desesperación y a la miseria.
El Carabanchel de hace una década rivaliza con la capital centroeuropea. Sus yonquis son distintos. La pobreza, pegajosa, es la misma. Como si los emigrantes la transportaran en las maletas que arrastran de un lado a otro.
Las autoridades también. Las que representan de un modo estéril y egoísta al gobierno que desde España niega constantemente la existencia de la crisis. La embajada, el Cervantes, las aulas de Español constituyen el reducto en el que un conjunto de parásitos viven exclusivamente para sí mismos sin reconocer el drama que invade a sus conciudadanos.
Compatriotas que se buscan la vida cocinando, enseñando lugares que desconocen, dentro de los coches, en cajeros, estafando, chuleando, follando. Son muchos. Desconozco cuántos pasan por la novela. Cuántas son las historias que se entrecruzan. El resultado forma un lienzo desasosegante, pesimista, plomizo como el cielo de Praga. Triste, efímero y fugaz, como un muñeco de nieve. Poético.
Entre todos, emerge la figura del triunfador depresivo. El profesor que ha sabido integrarse en ese infierno. Un nuevo Virgilio, como el de Dante, como el de Valle-Inclán. Un escritor de teatro que sufre como nadie, irreverente como ninguno, ácido. Brillante aún en su angustia. Irresistible para las jovencitas que hacen turno ante su cama. Odioso, a ojos de las mediocres autoridades que representan en ese país al Reino de España, a las que corresponde inmutable con sus heces y su indiferencia.
También, casi se me olvida, se trata de una novela negra. Hay un asesino en serie. Un personaje que mata con un gran talento estético y eficacia. Y de nuevo, como con los yonquis, aparecen las diferencias entre Carabanchel y Praga, la rivalidad entre unos personajes cuya crueldad apenas destaca entre un fondo tan oscuro, entre tanto sufrimiento.
Una novela que pide premios. Que pide agitar conciencias. De la que hay que, sin duda alguna, disfrutar.