Reducir al escritor madrileño Luisgé Martín (1962) a mero ‘negro’ de los discursos del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y su última novela Cien noches, ganadora del Herralde de Novela, como un simple experimento literario en torno a los coitos ‘de amor’ que caben en la cama de una pareja más allá de un centenar de noches, es lo mismo que decir que ya está todo dicho y reflexionado sobre el amor, y sobre el sexo, literariamente hablando. Y ahí es donde precisamente el autor de otras certeras y aplaudidas obras como La mujer de sombra, La vida equivocada, El amor del revés o La misma ciudad escarba en la llaga hasta provocar un grito de reacción al dolor.
Martín, con alma de provocador nato, bucea como pez en el agua en las corrientes turbulentas del amor menos aceptado sociocultural y religiosamente hablando, aquel que está ahí pero los convencionalismos impiden un límpido disfrute y análisis en igualdad de condiciones con el amor higiénico y biempensante aprobado por los macarras de la moral, que diría Serrat. Él lo tiene claro: queda mucho por decir en torno al sexo, y por supuesto también respecto al amor, que a veces tanto monta, monta tanto, y otras muchas nunca jamás encaja así como lo harían las piezas de un reloj suizo.
¿Queda todo dicho en el siempre goloso tema del sexo con las dos anécdotas iniciales que recoge en su novela, la del presidente estadounidense Coolidge y la del experimento de las ratas a mediados de los cincuenta para comprobar su comportamiento sexual?
Ni mucho menos. En el asunto del sexo creo que nunca queda dicho todo. Yo, como la protagonista de mi libro, investigo sobre la conducta humana, leo libros sobre sexualidad e investigo lo que puedo. Y sigo llevándome muchas sorpresas. Cuando se mira por el ojo de la cerradura, se descubren cosas fascinantes.
“En el mundo de la política, los intercambios eróticos deben de ser bastante intensos. Además es una ocupación muy absorbente, de modo que, como en los seminarios y en los conventos, uno recurre a su entorno más próximo”
¿Está sobrevalorada la infidelidad, deslealtad, fornicario… o como quiera llamarse, por encima de sus posibilidades?
Yo creo que está sobrevalorada la fidelidad. La fidelidad es lo que tiene límites, normas y controles. La infidelidad, en cambio, es infinita, de modo que es difícil sobrevalorarla. Lo que sí es cierto es que hay muchas personas que tienen infidelidades mediocres, completamente carentes de interés.
La máscara y la impostura, ¿son fundamentales para una saludable relación conyugal, o más bien todo lo contrario?
Me parece que, como siempre, no hay un blanco y un negro absolutos. La máscara es importante en cualquier relación cercana, y mucho más en una relación conyugal. Pero tiene que ser una máscara casi transparente, que deje ver bien el rostro de la persona. Sólo debe ocultar algunos rasgos o algunas arrugas que afecten a la propia relación. Si la máscara es como una máscara de carnaval, de las que disfrazan completamente la personalidad, la relación conyugal en cambio está muerta.
¿Debemos a nuestra tradición judeocristiana el decisivo peso que otorgamos conscientemente a la infidelidad en la pareja o hay algo mucho más allá de la fe en un ataque de cuernos?
Solo hay dos razones posibles: por un lado, en efecto, la tradición judeocristiana, y en realidad yo creo que cualquier tradición religiosa, pues todas las religiones se apropian del cuerpo, del amor y por supuesto de la sexualidad. Y no se apropian para liberarlos, sino para reprimirlos. La segunda razón es más intrínseca e inamovible: yo creo que el miedo a perder a alguien a quien amamos siempre nos atenaza, y todos sabemos que la atracción sexual es una de las cosas que puede llevarnos a cometer errores graves y a desestabilizarnos emocionalmente. Por eso nos da miedo que nuestra pareja comparta la intimidad erótica con alguien, y no nos da miedo que se apunte a un curso de escritura o de cerámica.
“Hay muchas personas que tienen infidelidades mediocres, completamente carentes de interés”
Su literatura en general siempre intenta meter el dedo en la llaga. ¿No le han dicho que eso duele? ¿tiene alma de provocador?
Me lo han dicho muchas veces, y quizá sea cierto. Pero yo no lo veo como un reproche, sino como un halago. Creo que vivimos demasiado ensimismados y con demasiada pereza, y que una provocación nos empuja a menudo a reflexiones o a tomas de conciencia que son provechosas. Soy un provocador literario y un provocador de sobremesa, no uno de esos provocadores pendencieros que necesitan la gresca para vivir. A mí, por lo demás, como lector, la literatura que más me interesa es la que me hace tambalear alguna de mis convicciones o de mis sentimientos más arraigados. Me ayuda y me estimula.
Su protagonista decide comprobar en carne propia los comportamientos sexuales del ser humano. ¿No le parece un trabajo de campo demasiado agotador que puede llegar incluso a ser banal?
No, en absoluto. La vida entera es banal, eso es cierto, pero partiendo de esa premisa, y sabiendo por lo tanto con qué jugamos, creo que los comportamientos sexuales del ser humano no son solo comportamientos sexuales, sino mucho más. Nuestra conducta erótica desvela con bastante transparencia nuestra actitud ante la vida. Por eso me parece tan interesante. De todas formas, no creo que haya que buscar justificaciones: el placer es una de las pocas cosas indubitables que tenemos.
¿El ser humano es realmente fiel a alguien o algo más que a su propia almohada?
Esa es una pregunta metafísica que no estoy en condiciones de responder, porque nos llevaría a hablar de la libertad y de la responsabilidad ética, cosas demasiado complejas. Pero dejando al margen esas limitaciones, yo estoy convencido de que sí existen personas o ideas tan metidas dentro de nosotros que nos despiertan un sentimiento verdadero de identidad y de adhesión. Somos fieles a ellas.
¿Qué ha buscado al comprometer a un original y promiscuo cameo literario en su novela a otros reputados y reconocidos colegas?
Pues he buscado justamente eso: promiscuidad. Me parece que algunos textos se benefician siempre del mestizaje. Poder contar en las páginas de una de mis novelas con José Ovejero, Lara Moreno, Manuel Vilas, Edurne Portela y Sergio del Molino es un auténtico lujo. Admiro su literatura y son mis amigos.
Pertenece al equipo de asesores del presidente del Gobierno. ¿Es la política aburrida, sexualmente hablando?
No te puedo responder de primera mano, porque mi promiscuidad es previa a la política, pero tengo la impresión de que no es nada aburrida. El interés sexual no tiene ámbitos compartimentados. Las personas follan con compañeros de fiesta o con compañeros del trabajo o con desconocidos. El deseo sexual es una actividad a tiempo completo. Y en el mundo de la política, que es por su propia lógica un mundo en el que se dan las relaciones de poder, los intercambios eróticos deben de ser bastante intensos. Además es una ocupación muy absorbente, de modo que, como en los seminarios y en los conventos, uno recurre a su entorno más próximo.
¿Dónde reside su morbo, el de la política, si es que lo tiene?
Tiene un morbo indudable: la posibilidad de hacer cosas, de cambiar cosas, de mejorar la vida de la gente. La política tiene una pésima fama en buena medida justificada, pero la mayoría de la gente que yo he conocido dentro de la política estaban allí por puro idealismo. A mí me parece que tiene mucho más morbo la política que la mayoría de los trabajos.
¿Y el amor? ¿tiene el sexo algo que decir al respecto?
El sexo siempre tiene algo que decir, y mucho más en el amor. Hay amores desvinculados de la sexualidad, pero nos cuesta concebirlos. El verdadero afecto amoroso siempre tiene un componente erótico. De una intensidad mayor o menor, con una perdurabilidad más larga o más corta, pero no hay amor sin carne. Por eso se produce esta confusión. No hay amor sin carne, pero puede haber carne sin amor. Yo me atrevería a decir incluso que debe haber carne sin amor.