Atrás quedaron aquellos eufóricos años ochenta en que los autores, ebrios de libertades recién conquistadas, podían escribir y dibujar lo que les venía en gana. Aquella era una forma de comprobar gozosamente que, por mucho que pusieran a prueba el sistema coqueteando con la transgresión, el mecanismo de la censura ya no se ponía en marcha: aquella aborrecible máquina política que mutilaba la expresión artística había quedado inutilizada de una vez para siempre. ¿He dicho para siempre? Pues me temo que no, porque en nuestros días la situación es bien distinta. Bajo la dictadura de lo políticamente correcto, atemorizados por la posibilidad de que las todopoderosas redes se vuelvan en su contra por haber ofendido a alguna minoría o por no seguir el discurso moral dominante, hoy los autores de la vieja Europa viven sujetos a una insidiosa forma de censura: la autocensura. Es en este clima enrarecido en el que Diábolo Ediciones publica en España La verdad sobre el caso Vivès, un testimonio tan incómodo como necesario que nos invita a repensar los límites actuales de la libertad de expresión. Para ponerlo en contexto debemos aclarar primero quién es Vivès y cuál es su caso.
Es un lugar común para críticos y divulgadores de cómic referirse a Bastien Vivès (París, 1984) como el enfant terrible del nuevo cómic francés. Contaba solo veinticuatro añitos cuando arrasó en Angulema con su extraordinaria novela gráfica El gusto del cloro (2008), una narración contenida y minimalista que transcurría en su totalidad en una piscina. Continuó su ascenso con Polina (2011) e hizo equipo con Balak y Michaël Sanlaville para revolucionar el mercado del cómic en Francia con Lastman (2013-2019), una serie en formato manga cuya acción se desarrolla en un improbable mundo medieval lleno de magia, artes marciales y motos de carreras. En la actualidad, junto al guionista Martin Quenehen, es responsable de la serie que recupera el personaje de Corto Maltés trasladándolo al siglo XXI; ya van dos tomos, Océano negro (2021) y La reina de Babilonia (2023), y el tándem amenaza con sacar de forma inminente un tercero en el que el icónico marino se verá implicado en plena crisis medioambiental y en el torbellino de las protestas ecologistas. Y aunque a los puristas cortomaltesianos nos rechine ver a nuestro héroe favorito hablando con el móvil, pagando en euros y cambiando su gorra de capitán por una vulgar beisbolera, siempre es un placer para el córtex admirar el trazo resuelto y contundente de Vivès.
Paralelamente a estos trabajos, a Vivès le ha dado por poner a prueba la libertad de expresión en su país dibujando cómics cargados de sexo explícito y situaciones grotescas; me refiero en concreto a Los melones de la ira (2011) y Petit Paul (2018), protagonizados por la joven Magalie y su hermano pequeño Paul. Magalie es una adolescente dotada de unas tetas hiperbólicamente descomunales, y en el caso de Petit Paul lo de “Petit” es irónico, porque se trata de un niño de diez años con un sexo de ochenta centímetros, incómodo atributo que no para de meterle en todo tipo de situaciones embarazosas. No creo que la intención de Vivès haya ido nunca más allá del sano gamberrismo, como reivindicación de ese espíritu transgresor que es consustancial a un medio popular e iconoclasta como el cómic, pero la gente tiene la piel muy fina y han llovido sobre Vivès los escándalos, arreciando hasta convertirse en persecución y escarnio público. Denunciado por asociaciones de defensa del menor, se le ha acusado de banalización de la pedofilia, cuando no de pedofilia a secas. Petit Paul ha sido retirado de numerosas librerías en Francia y el autor ha sido blanco de agresiones físicas y amenazas de muerte jaleadas por el cibergallinero de las redes. El efecto #metoo se ha cebado con él, extendiéndose a una descalificación de la totalidad de su obra, a la que se han colgado los sambenitos de “sexista” y “machista”. El culmen llegó en 2023, cuando la organización del Festival de Angulema, presionada por los nuevos guardianes de la moral, decidió cancelar una exposición retrospectiva dedicada a Vivès. En un comunicado muy representativo del actual clima político, se exigió a los organizadores que desde ese momento en adelante “firmen una carta de compromiso, a fin de que las futuras selecciones y programaciones del festival sean realizadas desde el respeto a los derechos de los colectivos vulnerables y a la representación igualitaria de estos.” Además de todo esto, Vivès ha transitado un viacrucis judicial: la Fundación para la infancia lo ha llevado este mismo año a los tribunales bajo la acusación de que Los melones de la ira y Petit Paul son pornografía infantil. El juzgado resolvió el pasado mes de mayo declarándose incompetente, y la denuncia ha quedado en suspenso… por el momento.
¿Y realmente es para tanto? A ver, yo he leído las obras que han causado la polémica y corroboro que son ofensivas y políticamente incorrectas: ¡claro que lo son, ahí está la gracia! Se trata de un humor gamberro que busca deliberadamente escandalizar, herir sensibilidades, o como dicen los propios franceses “épater la bourgeoisie”; pero comparado con el humor gráfico de la revista El Papus o los tebeos transgresores que publicaba El Víbora en plena movida, Los melones de la ira y Petit Paul son casi discretos y elegantes. Acordaos del RanXerox de Liberatore y Tamburini, donde la novia del protagonista era una niña de doce años ninfómana y adicta a la heroína, o de las planchas de Les oreilles rouges de Reiser, que seguían las andanzas de un mocoso pajillero. Pero ya no estamos en los ochenta, y ya no vale todo. ¿Queréis una muestra? Actualmente Vivès publica en la editorial Charlotte, fundada por Vincent Bernière en 2024, que saca la revista de cómic Charlotte Mensuel (el homenaje a la irreverente Charlie Hebdo ya es visible desde el mismo título). Pues bien, esta revista ha sido oficialmente clasificada por las autoridades francesas como “pornográfica” ¡por reeditar cómics clásicos de los ochenta de Georges Pichard, Andrea Pazienza y de nuestros Enrique Sánchez Abulí y Jordi Bernet! Esta clasificación es una excusa para retirarle las exenciones de impuestos que se aplican a la práctica totalidad de las publicaciones periódicas en el país vecino. Parece que la Marianne ya no sonríe al espíritu libertario de Charlie Hebdo, y que se impone un repunte generalizado de la censura.
En este panorama, Bastien Vivès ha decidido desahogarse publicando con Charlotte un libro en el que habla sin pelos en la lengua de su experiencia como blanco de una caza de brujas mediática e institucional que puso en su contra a la biempensante opinión pública francesa y a los paladines de la corrección política. Y lo hace con un tono ácido, sarcástico e incisivo, en un formato más cercano al humor gráfico que a la bande dessinée al uso: secuencias garabateadas de plano fijo en las que solamente cambia el texto de los diálogos. Este estilo visual, carente de viñetas y deliberadamente desprovisto de elementos superfluos para focalizar la atención del lector en el gag, me recuerda a autores como Jules Feiffer. El libro en cuestión, La verdad sobre el caso Vivès, es una colección de sketches hilarantes que recrean escenas del calvario personal del autor vistas a través de la lente deformante de la sátira. Vivès nos muestra en ellas lo kafkiano de su situación, presentándose como víctima de una maquinaria institucional ridículamente paternalista cuyos métodos punitivos entran de lleno en el humor absurdo.
Quienes amamos el cómic tenemos el imperativo moral de defender voces como la de Bastien Vivès: es una auténtica mosca cojonera para la sensibilidad woke, pero sus provocaciones son hoy más necesarias que nunca para recordarnos que la expresión artística será libre o no será. La protección de los menores, la defensa de la igualdad de género y la no discriminación hacia las minorías son fines loables hacia los que debe tender nuestra sociedad, pero no deben condicionar y determinar los temas de la creación artística. El arte no es educativo ni debe ser edificante, y mucho menos el cómic. Por paradójico que les parezca a algunos, la libertad para producir obras aberrantes es uno de los requisitos de una sociedad sana y plural, de una sociedad verdaderamente abierta en el sentido en que la definió Karl Popper. Voy a invocar como ejemplo algo tan francés como los escritos del Marqués de Sade. No es casual que Sade viviera en los tiempos de la Revolución Francesa; Sade fue el aristócrata que supo reventar el Ancien Régime desde dentro, erigiéndose en héroe de la libertad al ejercer de escritor libertino, en cuyas obras los niños son sodomizados y despedazados por centenares para el lúbrico disfrute de sus torturadores. Que Francia no deje de hacer ejercicio de aquella libertad conquistada con sangre y tinta; que la renueve y la celebre con cada reedición de Los 120 días de Sodoma, de los Cantos de Maldoror de Lautréamont o de la Historia del ojo de Bataille, igual que con cada nuevo número de Charlie Hebdo o de Charlotte Mensuel. Para que la retórica de lo políticamente correcto no devenga pensamiento único necesitamos autores como Vivès.

La verdad sobre el caso Vivès, de Bastien Vivès. Diábolo Ediciones, 160 páginas, 15,15 €.