La violencia de vivir

Reseña de El viejo y el mar, libro de Ernest Hemingway que recomiendo leer encarecidamente

06 de Enero de 2025
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Reseña de El viejo y el mar, libro de Ernest Hemingway que recomiendo leer encarecidamente

«Decía siempre “la mar”. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces, los que la quieren hablan mal de “ella”, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban altos, empleaban el artículo masculino, le llamaban “el mar”. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o aun un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo».

Para estrenar la sección de opinión de Diario16plus, he decidido escoger El viejo y el mar. Compartiendo resúmenes, análisis y opiniones sobre las obras que leo, pretendo utilizar la literatura hecha por otros para exponer una perspectiva personal sobre diversos aspectos de la realidad que (considero) a los inexpertos también nos debería preocupar. Si con ello logro inducir a la reflexión, y establecer un diálogo indirecto con quien habrá de perdonar mi escasa experiencia en estas lides, me daré por satisfecha.

El viejo y el mar es una novela breve escrita por un hombre cuya vida estuvo marcada por un afán aventurero que le permitió disfrutar de una profesión que, para otros, habría resultado ser sólo fuente de estrés y traumas: ejercer como corresponsal para un periódico. En la obra que abordo aquí, Ernest Hemingway utiliza un vocabulario escueto, austero, rudo, sencillo…, a la altura de la cruda realidad que retrata para el lector. Con sólo dos personajes

—un hombre anciano, «el viejo», y el niño, Manolín— y un único escenario, el del mar —o como Santiago, el anciano pescador, prefiere llamarlo: la «mar» (como si de una mujer se tratara)—, el autor consigue reflejar la lucha entre las especies.

Precisamente, este pulso entre especies —y esta supervivencia en la que unos matan a otros para subsistir, que es, en definitiva, lo que el viejo Santiago hace en el libro—, es una de las características que me inquieta de nuestra realidad. Sin embargo, como suele decirse, así es la vida. Y es que la naturaleza, aunque atractiva, no deja de plantearnos situaciones complejas en las que unos pierden para que otros ganen, y viceversa.

Al adentrarse en la historia que Hemingway propone, el lector se percata de algo que es evidente, pero se olvida con frecuencia: el ser humano no deja de ser una especie más de este ecosistema al que llamamos Madre Naturaleza (con mayúsculas, porque en la novela adquiere identidad propia) y, en cuyo seno, germina la creación a partir de la destrucción.

Del mismo modo en que el viejo se alimenta de los peces que pesca, los propios peces caen en la trampa: el cebo, que fundamentalmente consiste en otros peces —congéneres, semejantes suyos— que, como ellos, fueron previamente pescados. La cadena alimentaria permanece vigente durante toda la novela: es una constante que nos recuerda, no sin sensibilidad, el trágico mecanismo por el que las especies sobreviven, aunque ello implique la muerte de otros especímenes.

El viejo, después de cumplir su día número 84 sin lograr pez que llevarse a la boca, decide salir él solo a hacer de la jornada número 85 su día de suerte. Y efectivamente, lo consigue, pero la suerte —como suele suceder cuando más falta hace— es una traidora. La lucha de la que sale vencedor el viejo, después de días y días de tira y afloja con un pez que supera el tamaño de su bote, es sólo su primera preocupación.

Después de vencer a este pez, y amarrarlo a su estrecha embarcación, el olor a sangre del que ya es un pescado despierta el ansia de los tiburones, que consiguen, en cada embestida que arremeten contra el bote, hacerse con una parte del botín del viejo. Tal llega a ser la magnitud del desastre para Santiago que, cuando alcanza la costa, sólo conserva las enormes espinas del pescado y parte de la cola del mismo (lo que nos lleva a poder afirmar, si se me permite la chanza, que el pez ha perdido literalmente la cabeza).

Las vicisitudes del viejo pescador pueden considerarse, por tanto, el instrumento que Ernest Hemingway utiliza para recordarnos la crueldad y la violencia que implícitamente existen en la Creación y en la supervivencia.

¿Es el ser humano peor que otras especies que hacen lo mismo para subsistir? Santiago buscaba alimento con el que llenar el vacío de su estómago, una necesidad probablemente igual a la del inmenso pez que picó en el cebo, y a la de los tiburones que, finalmente, se dieron el festín sin grandes esfuerzos.

Ese instante de lucha entre el viejo y el pez es clave para comprender cómo el pescador se equiparó a su presa hasta el punto de encontrar en ella a un igual; un análogo de distinta especie, pero con el mismo empeño en vencer a su rival (el pescador) en un enfrentamiento en el que las fuerzas estuvieron muy parejas. De hecho, se alcanzó tal igualdad que ambos acabaron por ser víctimas del mismo oponente: el tiburón.

Creo que la grandeza de esta obra reside en mostrar, en no demasiadas páginas, y con un argumento aparentemente sencillo, la complejidad que caracteriza a la naturaleza y que tanto define las relaciones entre los individuos de una misma especie, los ejemplares de unas y otras especies, y los propios seres vivos para con el entorno que los rodea.

Encuentro imposible no empatizar con Santiago, pero tampoco puedo evitar ponerme en las escamas del pez. Mi experiencia lectora se ha caracterizado por la ambivalencia. Por un lado, deseaba que el viejo pescador lograra su propósito: tener algo que llevarse a la boca; algo que le llenara más que unas cuantas verduras (para quien pueda estar planteándose ahora mismo esta alternativa más pacífica). Pero por el otro lado, era inevitable sentir lástima por ese pez que, nunca mejor dicho, intentaba nadar a contracorriente con tal de escapar del que terminaría siendo su destino.

Este azar burlón que se cachondea del propio Santiago, en lugar de saciar el hambre del viejo pescador, opta por aplacar injustamente las necesidades de un depredador que, esta vez sí, ha sido mayor al hombre: el tiburón, que inmerecidamente se ha llevado consigo el alimento que tanto esfuerzo le había costado al viejo conseguir y tanto sufrimiento al pez. Las criaturas marinas también entienden de oportunismo.

 

Para fugarnos de la tierra un libro es el mejor bajel;

y se viaja mejor en el poema

que en el más brioso y rápido corcel. Aun el más pobre puede hacerlo, nada por ello ha de pagar:

el alma en el transporte de su sueño se nutre sólo de silencio y paz.

«Ensueño», poema de Emily Dickinson con el que me despido por hoy.

Esta reseña fue escrita originalmente en el año 2022.

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