Una serie que lleva años en el radar de los aficionados al manga es la singular propuesta de Akihito Tsukushi, Made in Abyss, que Ivrea ha ido publicando puntualmente en España y que ya va por su décimo tomo: más que suficiente para evaluar esta rara avis en el panorama del cómic japonés. La premisa principal en torno a la cual Tsukushi construye su oscura epopeya es el topos de la atracción del abismo: aquí aparece como una inmensa sima que se hunde en el subsuelo, un hostil sistema de cavernas, repleto de prodigios, tesoros y monstruos, donde no rigen las mismas leyes naturales que en la superficie. Este abismo, metáfora de la aventura, atrae a exploradores, aventureros y cazatesoros de todo pelaje, que se adentran en sus entrañas desde la ciudad que rodea su boca. Pero el pozo sin fondo de Made in Abyss tiene una peculiaridad. Sobre él pesa una maldición que impide regresar a quienes se atreven a internarse en sus capas inferiores: el ascenso conlleva una serie de síntomas físicos que comienzan por simples náuseas y alucinaciones, pero acaban llevando a hemorragias severas, la pérdida de rasgos humanos y, finalmente, la muerte. El viaje al abismo es un viaje sin retorno.
Con este planteamiento sólido y rotundo, idóneo tanto para una historia de aventuras como para una de terror, Made in Abyss se lee como una deslumbrante actualización del Viaje al centro de la Tierra, pero también de El corazón de las tinieblas: según acompañamos a los protagonistas en su viaje a lo desconocido, alejándose de la luz y de la civilización, nos vamos encontrando antiguos exploradores que han echado raíces en sus feudos abisales y que, como el Kurtz de Conrad (o el de Coppola en Apocalypse Now), han perdido toda traza de humanidad.
La protagonista de la historia es Riko, una huerfanita dickensiana de doce años cuya ambición es encontrar a su madre, que desapareció sin dejar rastro en las fauces del abismo. Es, por tanto, la historia de una niña que se lanza a la aventura en busca de su mamá. Pero hasta aquí las semejanzas con Marco. Hacedme caso: Made in Abyss es para adultos con reparos. Al principio da la sensación de que el librero se ha equivocado colocando en los anaqueles del seinen las coloridas cubiertas de este manga, cuyos protagonistas son criaturitas apeluchadas y niños dibujados con un estilo cuqui y adorable, irresistiblemente kawaii. Pero este es un perverso recurso de su autor para que nos encariñemos con unos personajes a los que arroja a una oscura odisea subterránea en la que la crueldad y los horrores son llevados al extremo. Además el muy ladino cocina la historia a fuego lento: va introduciéndonos poco a poco en la trama, cosquilleándonos los sentidos con las rarezas y las maravillas del abismo, y las atrocidades no se empiezan a desatar en toda su plenitud hasta bien entrado el tercer tomo. Al lector empático, encandilado con las andanzas de estos héroes infantiles que son como muñecas Barriguitas, se le pone el estómago del revés cuando despiadadas mutaciones y mutilaciones empiezan a salpicar de sangre y vísceras las viñetas.
El gore no es la única razón para mantener este manga fuera del alcance de los niños, en el estante de los nolotiles y el raticida. Made in Abyss, como cuenta el propio Tsukushi, viene del mundo del dōjinshi, el mercado no oficial del manga (hecho por otakus, para otakus) donde todo está permitido, apenas existe la censura y los fans se complacen en compartir los contenidos más transgresores y políticamente incorrectos. El dōjinshi es la cuna del lolicon (Lolita complex), perversión nacional de Japón, y los niños que protagonizan Made in Abyss, como los de Balthus,están sutil pero turbadoramente sexualizados; las tetillas incipientes de Riko despertarían la libido de un Humbert Humbert, y su robótico compañero Reg experimenta embarazosas erecciones cuando acaricia el pelaje de las peluchosas niñas del abismo, auténticos fetiches furry. Con sus niños, sus peluches orgásmicos y sus discretas ráfagas de sado (véanse los castigos de los niños en el orfanato), Made in Abyss está impregnado de una tenue dimensión erótica, preñada de transgresión, que incomoda no poco al lector; lo cual, por otra parte, refuerza poderosamente el efecto de otredad, fascinación y espanto que ejerce este relato de catábasis. Todo en esta historia es ajeno y sorprendente. Y magnetiza.
El dibujo es uno con la trama. Con un manejo personal y virtuoso de los recursos informáticos, Tsukushi se vale de una rica gama de grises para recrear sus paisajes del abismo; a veces se confunden las formas y se difuminan los contornos, como en una fotocopia defectuosa. En los momentos de mayor intensidad emocional, el trazo se vuelve impreciso y tembloroso: así, los mayores horrores aparecen esbozados entre borrones, lo que multiplica su poder de sugestión. Es el truco de Lovecraft: la descripción de lo terrorífico se detiene en los umbrales de lo indescriptible. Y es que las bestias que pululan por el inframundo de Tsukushi son tremendamente lovecraftianas, con anatomías difíciles de procesar para la retina del lector: seres líquidos, viscosos, con algo de artrópodo y algo de tumor maligno (¿los horrores del interior del abismo son una metáfora de los horrores del interior de nuestro cuerpo?). En su proteica indefinición, me recuerdan al Kaonashi, la inolvidable criatura sin rostro de El viaje de Chihiro. De hecho, el espíritu de Miyazaki permea el fundamento mismo de Made in Abyss: el abismo es un entorno hostil y envenenado donde bullen las aberraciones botánicas y zoológicas, como el feroz ecosistema posapocalíptico de Nausicaä del Valle del Viento; y en las minas de El castillo en el cielo veo un claro precedente del abismo de Tsukushi, con sus luces y sus sombras, y de la ciudad que pende de sus bordes como Cuenca sobre el Huécar. Sí, este cómic tiene mucho de relectura perversa de Miyazaki.
Made in Abyss es manga al fin y al cabo, y como tal participa de algunos de los tópicos más pertinaces del género: así, la estructura narrativa es la de un videojuego (no en vano Tsukushi venía de trabajar como artista gráfico para Konami), siguiendo el recorrido de Riko y sus amigos por un inframundo dividido en capas o niveles, cada uno de los cuales tiene sus retos y jefes finales en dificultad creciente (no diré ascendente). En este dédalo se esconden reliquias u objetos mágicos que conceden poderes extraordinarios a los protagonistas o incrementan su capacidad ofensiva en la batalla. No me digáis que todo esto no huele a videoconsola. También abunda en otros estilemas del manga comercial, verbigracia las peleas apocalípticas y el exceso de melodrama, que lastra en demasía el ritmo de la historia (sobre todo a partir del arco argumental de la ciudad dorada).
Pero junto a estas fórmulas tan manidas, Tsukushi tiene el golpe de genio de dar con recursos originales que hacen su propuesta verdaderamente única. Uno de ellos es el papel de la gastronomía como leitmotiv. Made in Abyss logra sumergirnos eficazmente en el quimérico mundo subterráneo donde transcurre su trama a través de las representaciones de lo cotidiano, describiendo con minuciosidad los sabrosos platos que improvisa Riko o las especialidades culinarias de los distintos habitantes del abismo (véase el capítulo 44, “El restaurante de las sombras”). La narrativa está estratégicamente salpicada de recetas cuyos ingredientes proceden de la fauna y flora del abismo, estimulando la curiosidad (y el apetito) del lector. Creo recordar que algo parecido hizo Laura Esquivel en Como agua para chocolate. Tsukushi apela a nuestro sentido del gusto y también al del olfato, puesto que la narración evoca constantemente los olores (lo que es cosa habitual en la literatura, pero rara en los comics, por lo común enrocados en lo visual): las fragancias que desprende el pelaje de Nanachi y las praderas de fortunas eternas, como también los efluvios de sudor, putrefacción y mierda seca que acompañan los momentos más sórdidos de la expedición. Made in Abyss se lee con todos los sentidos. Es una verdadera experiencia inmersiva, violentamente sensorial; aunque no apta, quizás, para todos los estómagos.