Como todo tratamiento taumatúrgico que intenta curar nuestros males, o crees en él o te entregas irremisiblemente a la corriente que nos precipite al vacío. Elige. Cada encuentro con el tahúr de New Jersey y su legendaria banda de rock posee ese inapelable ser o no ser. Las miles y miles de almas que se dieron cita en el segundo concierto de Bruce Springsteen y la E Street Band en el estadio Metropolitano de Madrid este viernes acudían en busca de esa pócima sanadora, mágica por supuesto, que solo este hombre de 74 primaveras sabe regalar a raudales sin hallar explicación terrenal a tal torbellino de fuerza electrizante, así pasen las décadas, ya más de medio siglo sobre los escenarios llenando grandes estadios. Sin ir más lejos, tres noches consecutivas el Metropolitano madrileño.
No nos preguntemos, una vez más, cómo lo consigue, cómo logra esa comunión total con sus fieles y entregados pacientes. El hecho es que cuando -después de tres ciclónicas horas sin respiro de apabullante concierto, con una voz y sonidos impecables- la comitiva de fieles abandona aún en shock las bocas de salida del estadio, entre agotada, deslumbrada, traumatizada, emocionada y agradecida, sigue sin tener respuesta la pregunta: ¿cómo lo consigue?
Somos nosotros, sus millones de pacientes repartidos por todo el mundo, los que envejecemos con él, con su música, con su medicina rockera. Él permanece impasible
Cuando todo hace indicar que el paso de los años es inapelable y pasa su factura, el paciente que acude en busca de este elixir de la eterna juventud se da de bruces con la realidad mientras disfruta de una treintena de himnos rockeros bailados y tarareados de generación en generación entre abuelos, padres y nietos: el mago nos hace hincar la rodilla en el polvo, acercarnos la palma de la mano al corazón, limpiar esa lágrima que cae por la mejilla y reconocer que todos estamos engañados.
Somos nosotros, sus millones de pacientes repartidos por todo el mundo, los que envejecemos con él, con su música, con su medicina rockera. Él permanece impasible. Las articulaciones cada vez responden peor a los botes de alegría y felicidad contenida entre sones inmemoriales como Something in the night, Prove It all night, las desopilantes Dancing in the dark o Glory days, The ties that bind o la épica Born to run.
El demiurgo y sus secuaces de la E Street Band han firmado sin duda un pacto con el diablo. Bendito pacto. Porque, en definitiva, se trata solo de eso: de que el tahúr gane la partida una vez más y sus discípulos salgamos de aquel aquelarre con el alma encogida, brazos y piernas entumecidos y la sensación acongojante de que, probablemente, sea la última vez que comulgamos en este canto infinito a la amistad, a los amores contrariados, las ilusiones perdidas y el paso ineludible del tiempo. Menos para el tahúr, el mago, el demiurgo, que una vez más nos estará esperando en la próxima para hacernos la encerrona de nuestra finitud. Allí nos veremos, truhán.