Un día fui yo la que se marchó para no vivir más en esa casa. Y el barco se quedó vacío, con el olor de mi perfume en la almohada, el armario vacío, la cama sin deshacer hasta la próxima vez y las maletas llenas de ganas por un nuevo destino.
De eso hace más de veinte años. Sus copas brindaban por mi nuevo comienzo, sin embargo, sus corazones quedaron acongojados por la incertidumbre de cómo me iría, si lograría mis metas, si me rompería en el intento, si sería capaz.
Y caminaron junto a mí desde la distancia, como lo siguen haciendo hoy desde donde estén, desde lo más hondo de mi corazón.
Hoy soy yo la que ve partir, la que tiene el corazón repartido entre la ilusión por su nuevo comienzo y el sentimiento de nido vacío. Una parte de mí se ha ido con todas sus ganas a vivir una nueva etapa, la universitaria, y yo, mientras miro el reloj, veo que las horas son eternas sin su sonrisa diaria, sin su abrazo, sin su olor a hija del alma, sin ella.
Y es ahora cuando soy plenamente consciente de lo que sintieron ellos cuando, hace ya varios lustros, decidí buscar mi camino. Mi yo más íntimo dice que no es lo mismo y mi cabeza me recuerda que debo dejarme de comparaciones, que ahora es más fácil y que ella está totalmente preparada para volar.
El ciclo de la vida, que se hace patente en las distancias —esas que cada vez serán mayores—, sigue su curso; pero el amor se hace cada vez más verdadero, porque cuando el barco se queda vacío regresan a borbotones todos los momentos vividos, todos los sentimientos se imprimen en secuencias que tú ya has llevado a tus espaldas. Y tu ser entiende que antes que tú ya lo hicieron ellos y que, ahora, es su momento. Todo se repite, por mucho que evolucionen los tiempos.
Dejar ir, con todo lo que ello supone, sin soltar de la mano, sin desaparecer, sin dejar de ser lo que durante diecisiete años has sido, es tan difícil como fácil, es tan intenso como el nudo que sientes en el estómago y que solo se aplaca cuando oyes su voz feliz.
Y el barco sigue navegando, con su propio rumbo, el que le marcaste hace años. Y me cuestiono si realmente todo lo vivido, que ha sido una enseñanza para ambas, ha sido suficiente para prepararla para su nuevo camino, y para el mío sin tenerla cerquita. La respuesta viene sola. Mis ojos de madre caminan por senderos de experiencia vivida, de experiencias vitales hechas a fuego lento, y abrasador en ocasiones, y que nada tienen que ver con sus bellos ojos cristalinos que ven el mundo sin mi protección, desde esa preciosa juventud.
Caminaremos con ritmos desacompasados, sin juzgarnos y comparando qué opciones nos entrega la vida, decidiendo y entregándonos con todo el sentimiento que nos habita, como hasta ahora lo hemos hecho, pero esta vez desde su propia vida independiente.
Por eso, debo entender y aceptar que la vida son vientos, de levante y poniente, del sur, del este u oeste, y que estos vientos hincharán las velas de nuestras vidas, nos llevarán hacia donde convenga a nuestros corazones, que van en busca de lo que verdaderamente es importante, el amor a uno mismo, a la familia y a los demás.
Permitidme que esta carta que hoy comparto sea para ella. Ese apéndice que ha llegado la hora de separar de mi cuerpo, pero que jamás se irá de mi ser de madre.
Feliz camino universitario hija mía.