Chocolate y aceite

09 de Octubre de 2022
Actualizado el 02 de julio de 2024
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chocolate

«Mamá quiero merendar». Permanezco de pie junto a la encimera de mármol y miro fijamente los bollos de pan de leña que dicen «cómeme». Casi sin darme cuenta, comienzo a vaciar de migajón uno de ellos y a mojarlo en aceite, saco de la nevera una onza de chocolate y digo las palabras mágicas: «Hijo lávate las manos, ya tienes la merienda»; y me siento igualita que mi madre, cuando me esperaba con la merienda preparada después del colegio. Miraba de soslayo la encimera y ya sabía que tocaba un hoyo de aceite con una onza de chocolate. La historia se repite, con el mismo amor.

La comida es amor. ¡Vaya si lo es! La delicadeza con la que una madre mezcla los alimentos y decide qué se va a comer es un abrazo invisible que cuida y protege. Preocupadas por alimentar cada día a su prole, tiran de la ruleta de elecciones adaptada a una economía hoy prohibitiva en muchos de ellos. Y, aun así, rebuscan en los estantes del supermercado y se privan de sus apetencias y necesidades por ellos.

 ¿Recuerdas las natillas de los domingos, o esos guisos de carne que olían desde primera hora de la mañana? Se preparaba el cuerpo con un hambre atroz hasta que llegaban las dos de la tarde y raudos, poníamos la mesa. Devorábamos cual Carpantas y nuestra madre nos miraba esperando unas palabras muy concretas —«gracias, está buenísimo»—, que olvidábamos pronunciar casi siempre. Sin embargo, nuestras sonrisas y la alegría de la mesa ya eran respuesta clara y contundente de que el amor de madre en la comida estaba conseguido. 

Sí, la comida es amor. Y ese amor sabe a gloria cuando la persona que amamos nos seduce y sorprende con un delicioso desayuno. El olor a café recién hecho, el pan tostado, la naranja exprimida como el beso jugoso que lleva implícito un te quiero. Y no debemos olvidar lo seductora que puede llegar a ser la comida cuando deseas ser el bocado que se lleva a la boca el otro…

Y es verdad que todos los días desayunamos y comemos, pero no nos dedicamos ese cortejo de baile culinario pensando en el otro. Y es una pena, nos amamos muy poco a nosotros mismos cuando nos cocinamos en soledad. ¡Hay que quererse más cuando de comer se trata!

Compartir el misterio de la mezcla de verduras, carnes, pescados, frutos secos, pan y miel en compañía de un brindis con una copa de vino o una cerveza bien fresquita, mientras hablas de lo divino y humano, es el éxtasis de la cotidianidad más preciosa. 

Así es, hay amor en la comida, un amor más fuerte y profundo del que pensamos. Provoca y seduce, sacia necesidades esenciales y multiplica las emociones. Anestesia enfados y las miradas son aún más cercanas, las piernas se rozan bajo la mesa y son el preludio de encuentros furtivos y apasionados.

La comida hace amigos, los colecciona en el colegio y los trabajos. Prepara equipos, celebra los éxitos y calma tempestades. Una vez más, comer es amor. 

Y así podría seguir enumerando momentos vitales en los que la comida es el eje de infinitos momentos inolvidables; prólogo de la propia vida e imprescindible subsistencia. 

Y si ese amor diario hace que en días señalados como Navidad, en Semana Santa o en bodas, bautizos y comuniones las barriguitas se agranden, pues así sea, ¡bendito sea el amor compartido, porque de él se acumulan kilos de felicidad! 

Comamos, a sabiendas de que comer es un acto de puro amor. Y valoremos las manos de quienes preparan los alimentos, sea dentro o fuera del hogar, nos guste o reguste más o menos.

Que Dios le dé pan al que tiene hambre y hambre al que tiene pan. 

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