En la Atenas clásica, el único lugar donde las mujeres eran tratadas en plena igualdad con los hombres era en el jardín de Epicuro. Allí brotó una escuela filosófica cuyo fin era la búsqueda de la felicidad, con un disfrute controlado de los placeres y cultivando la amistad. En la casa se filosofaba y en el jardín se gozaba de la Naturaleza. Esclavos y mujeres, que vivían sometidos en el resto del mundo, podían conversar allí y discutir sus pensamientos libremente, pues en aquel oasis se trataba con idéntico respeto a la persona, fuese cual fuese su clase social. Hermoso, ¿verdad?
Pero el tiempo ha pasado. En los jardines de nuestro cada día, todos y todas podemos hablar, opinar, manifestar, decidir… pero de qué. A lo largo de las horas escucho en la calle, en los corrillos, en el supermercado, quejas constantes y frases manidas y tertuliadas por otros. ¿Quién es el verdadero artífice de estas palabras? Sólo veo discursos que son la viva copia de quienes alzan su voz más que nadie o les dan un micrófono. Pocas veces, encuentro voces que hablen desde la soledad de un pensamiento propio sin rastros mediáticos; pocas veces me embeleso escuchando profundas ideas nacidas del conocimiento de la vida y de sus sombras. Sólo percibo clones hechizados por la voz ajena que piensa y hasta decide cómo hemos de ir vestidos, perfumados, incluso si hemos o no de beber leche de vaca por ser perjudicial para la salud. ¡Ya no somos chotillos que precisemos la teta madre!
Viendo cómo se mueven los demás, usted y yo nos hacemos la misma pregunta: ¿somos esa persona libre en el jardín de Epicuro, que vierte alegremente el aire que inspira para ser exhalado por nuestras gargantas, narrando nuestras voces lo que el ser piensa y siente o, por el contrario, mi garganta es su voz?
Tener voz propia, mi querido lector, es la consecuencia de nuestra libertad para decir y pensar lo que realmente creemos o somos. Es cierto que existen límites consabidos, como es el respeto al otro, la decencia de no herir sus sentimientos, la honestidad de no imponer y menos condenar las ideas no compartidas de los demás.
Es mi deseo para esta carta el respetar sus cuitas, pensamientos y decisiones, pero también recordarle, y recordarnos, que tenemos que creer en nuestra propia voz. La filosofía de Epicuro debería extenderse entre nosotros. Sólo así puede avanzar una sociedad. Tener voz propia y hablarnos en libertad, dentro de los límites de la armonía y el respeto, es el camino del conocimiento y del viejo sueño de ser felices.
Siempre suya.