Así comienza el bolero, con preguntas incontestadas y respondiéndose el enamorado a sí mismo lo importante que fue un instante lleno de amor, de ardor, de locura. Momentos de esos que, tras ser vividos, provocan las ganas de más, insomnios de mil fantasías, anhelos de encuentro, suspiros al aire.
¡Qué pocas veces acontecen momentos así! Y cuánto nos gustan, cuando las cosquillas de un verdadero recuerdo nos alborotan la piel y los adentros sin ser capaces de dominarlo. ¿Y para qué someterlos si nos hacen temblar? Y lo más importante, ¿para qué sesgarlos y dejarlos de lado si, por mucho que pase el tiempo, al recordarlos los atraemos de nuevo? Entonces, por arte de magia, se repite esa frase en tu interior: «no sé tú, pero yo siento aún aquel instante».
Benditos recuerdos que, por mucho que pasen los años, siguen haciéndonos sentir, vibrar, anhelar. Esa es la gran verdad, que si sentimos, recordamos y volvemos a vivir en nuestro presente. Porque recordar lo que nos hizo bien nos anima a seguir intentándolo y a no dejar que se hiele nuestro corazón. ¿Qué es eso de que el amor se apaga? Entonces, volvamos a mirarnos, a buscar en el otro lo que es para nosotros y lo que nunca dejó de ser. Y si ya no está, zarandeemos nuestro propio ser para que no olvide, para que siga recordando que sabe apasionarse hasta niveles casi olvidados, y dejemos que el amor nos empape de nuevo como lluvia fresca tras el estío, olvidando lo que no pudo ser para hacer nacer un nosotros diferente y engendrar un nuevo recuerdo acurrucado en pañales.
Así de impredecible es el amor, esquivo y piadoso que, con una simple canción, viene de vuelta con toda su intensidad y nos atrapa en emociones que, al recordarlas, vuelven a nuestra piel como un bumerán.
Si el escuchar una canción, leer un libro o mirar a la naturaleza me abre, nos abre, las entrañas de lo bueno que es sentir, dejemos que el gozo nos atrape en esa pasión por lo que verdaderamente deseamos. Hoy, escribiendo esta carta, siento que dejo volar mis «no sé tú, hazlo tú conmigo». Respiremos hondo y contemplemos ese gustoso escalofrío que nos recorre la espalda cuando recordamos lo felices que fuimos; da igual si estás acompañado o no, lo importante es que no se nos olvide que estamos rellenos, como una bamba de nata, de pasión y amor, y que respirar en esa alegría de sentir ya nos hace estar muy vivos, derramándose nuestras emociones por cada poro de nuestra piel.
No quiero olvidarme, ni un solo día, de valorar esos instantes que revolvieron mi melena y, como descarga eléctrica, trastornaron mis pensamientos para que únicamente hablara el sentimiento y la agitación del cuerpo y el corazón.
No sé tú, pero yo no quiero perderme en desatinos que el propio día nos trae, en pensamientos irreconciliables con el corazón por ininteligibles, en cansancios acumulados y perdones a medias. Cuanto más tiempo vivo, más entiendo que esos momentos tan preciosos de la vida se esfuman si no los traes de vuelta a ti y los regalas a los otros para que no se les olvide que lo único y verdadero es lo que emociona hasta el punto de removerte por dentro.
Los que al leerme seáis del grupo de los realistas diréis: ¿para qué buscar tanta emoción si la vida es más llevadera sin tantos inputs? Sin embargo, yo siempre defenderé que lo que mi corazón y mi ser entienden y sienten es increíble, pero lo que mi corazón adereza con plena libertad y amor del bueno (como me gusta calificarlo) se convierte en una pasión desmedida, de esa que transforma las escenas vividas en momentos oscarizados para no olvidar.
No sé tú, pero yo soy feliz no olvidando.