Tímidamente, con la exquisita suavidad y el cuidado propios de la madre naturaleza, como pidiendo permiso, fue filtrándose el sol otoñal a través de la celosía para llamar discretamente su atención.
Se había despertado incomodo. Algo adolorido, como se dice en mi Colombia. Mientras se estiraba perezosamente antes de abrir los parpados para alzar el telón de sus pequeños, aunque vivarachos ojos de ardilla, se sintió entumecido. Ampliamente rebasada la hora de las brujas y acunado en la fatiga de una dura jornada, como tantas noches, dio en acariciarle Morfeo cuando, sentado en un sillón y con un libro en el regazo, su cansada vista se había negado a continuar.
Así, somnoliento aún y tambaleándose al compás de discretas molestias articulares, se dirigió a la cocina para prepararse un café, mientras pensaba, en su interior, cómo su colchón le agradecería el inopinado regalo de una jornada de vacaciones con que le había sorprendido aquella noche.
Mientras el alegre gorgoteo de la cafetera confirmaba un buen trabajo manifestado por el aroma, se entretuvo Jacinto en recordar aquellos cafés espesos y robustos de su juventud que sustentaban sus exámenes. Ya no son tan fuertes, se dijo, entonces soportaban mis horas de estudio, ahora el que no los soporta soy yo.
La centenaria mesa de madera de roble dio la bienvenida a la taza mientras que él, fiel a sus manías, recorría con la mirada el interior del frigorífico preguntándose qué podría desayunar. Cerró la puerta como casi siempre, un tanto frustrado, sin haber dado con algo apetecible que llevarse a la boca, en una nevera llena.
Mecánicamente, con la seguridad de quien conoce su entorno aún con los ojos cerrados, abrió la alacena para reclamarle un poco de azúcar y una cucharilla. Se sentó después en una rancia silla de enea, de la misma quinta que la mesa, para perderse en el infinito a través de los deslustrados cristales del ventanal que daba al porche.
¡Cómo había cambiado todo desde que se fue María! En cuestión de semanas un linfoma se la llevó sin avisar antes de cumplir los treinta y cinco. Desde entonces no había sido capaz de recuperar la ilusión. Buscaba cada día, entre la desidia y el desánimo, una motivación que no aparecía nunca. Habían pasado diez años y, como el armazón de un viejo barco oxidado encallado en una playa solitaria, se convencía a sí mismo de que le daba igual ocho que ochenta. Había dejado de llorar porque no le quedaban más lágrimas. Casi sin ser consciente de ello, se fue alejando de los amigos porque, a pesar de ser un gran conversador y de una lealtad probada, le carcomía la desazón al verlos tan felices con unas familias como la que la vida le había negado a él.
La ausencia de María le sumió en un bloqueo tan atroz que, en palabras de Kipling, las lágrimas no le dejaban ver las estrellas. Tan pesada era la losa que desde hacía una década soportaba su alma, que inconscientemente se había transformado en un huraño eremita incapaz de reaccionar ante los múltiples estímulos que le enviaba la vida, más allá de dormir, comer, trabajar, leer…y, en ocasiones, soñar.
Fueron pasando los años sin que Jacinto remontase. Solo con su soledad rodeado de recuerdos y de libros en la casona que habían comprado hacía ya quince años pensando llenarla de esos hijos que jamás pudieron tener. Desmotivado, abandonó su trabajo como economista consultor de una prestigiosa empresa, subsistiendo porque disponía de una economía suficientemente saneada como para mantener al huraño recalcitrante en que se había transformado.
Con la mirada perdida a través de la ventana fueron pasando los minutos. Cuando llevó el café a los labios ya estaba frío. Aun así, lo bebió mecánicamente como para demostrarse que todo le daba igual.
Indolentemente se incorporó para rellenar su taza con café caliente para resarcirse del mal trago anterior. Esta vez no dio lugar a que se templase, comenzó a beberlo con avidez mientras se acomodaba de nuevo en la silla para volver a ensimismarse con la vista de lo que otrora fue un jardín convertido ahora en un secarral abandonado al albur de la desidia de su dueño.
Nada hacía pensar que en ese instante un pequeño detalle generaría un terremoto emocional de tal magnitud que cambiaría para siempre la actitud vital de Jacinto. Frunciendo el ceño, fijó la mirada, hasta entonces perdida en el horizonte, sobre un punto fijo y dos surcos de lágrimas comenzaron a bañarle el semblante.
Cómo impulsado por una ignota fuerza interior que le arrancó una sonrisa y, sin desviar la vista de aquel baldío que en su día fuera un oasis de cariño, atravesó la galería para salir. Avanzando entre hierbajos fue a ante las reliquias de lo que fue un frondoso rosal que, trepando sobre la tapia y agradecido a pesar del abandono, le regalaba una magnífica rosa de pitiminí a finales de septiembre, a las puertas del otoño.
Aturdido, regresó a la casa intentando enjugar en el antebrazo de su camisa las abundantes lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Buscó un pequeño búcaro de arcilla que rellenó con agua hasta la mitad y tomando unas tijeras volvió al ajado rosal.
Después de tanto tiempo, pensó mientras la acomodaba en el centro de la mesa, ¡una rosa de Pitiminí! ¡las que más le gustaban a María! en su rosal favorito, tan suave y delicada como ella... rosada y, para él, cargada de simbolismo.
Les gustaban las rosas a los dos. Espontáneamente cada mañana uno de ellos se ocupaba de colocar una en el salón de la casa. Desde abril a septiembre, cuando los rosales florecen, se había establecido como un espontaneo ritual que solo el otoño marchitaba.
Aquel día en que una diminuta flor removió sus más profundos sentimientos, se convirtió inesperadamente en una larga jornada. Sus emociones comenzaron a aflorar ordenadamente por primera vez en los últimos años estremeciendo lo más profundo de su ser entre un desenfrenado torrente de lágrimas. Se olvidó de comer siquiera un bocado, mientras que fundido con la silla y sin perder de vista su rosa en primer plano con la imagen borrosa del rosal del muro al fondo, dejaba discurrir sus recuerdos en medio de una asombrosa serenidad únicamente matizada por un rictus de tristeza.
La tarde casi otoñal fue languideciendo para abrir paso a un cielo pulcro y estrellado. Después de años de tristeza y soledad, ¡por fin!, comenzaba a vislumbrar el final de su lóbrego túnel. Cuando el cansancio comenzó a invadirle, agotado, se retiró a dormir.
Bien entrada la mañana despertó con una sonrisa de oreja a oreja y con un hambre canina después de un día de riguroso e inesperado ayuno. Abrió la nevera y, en esta ocasión sin andarse con remilgos, se preparó un espléndido almuerzo.
Saciado su tan voraz como justificado apetito, se calzó unos raídos y desastrados pantalones chinos con una vieja camisa y salió al jardín con ánimo de ir recuperando su tono físico mientras le iba devolviendo su antiguo esplendor.
Había pensado que por algún sitio había de empezar y ¿por dónde mejor que por adecentar el ya agónico jardín de que tanto disfrutaba María? Así, mientras trabajaba iría dando forma en su cabeza a cómo reorientar su vida en positivo. Ella, reflexionó, jamás habría creído en él sin un proyecto de vida. Así pues, era llegada la hora de ir diseñando uno nuevo, adecuado a las circunstancias, con ella en el pensamiento. Se lo debía a ambos. A ella y a sí mismo.
Los días fueron pasando mientras desbrozaba el jardín, reparaba el riego, podaba, limpiaba, abonaba, pintaba, restauraba y…no dejaba de pensar. Comprendió que sus amigos no eran los responsables de lo que a él le había deparado la vida. En su ofuscación se había aislado bajo su caparazón para defenderse, ¿pero de quién?, ¿de quienes mejor le comprendían?
Jamás en su vida había dedicado tanto tiempo a dialogar consigo mismo, aunque había dispuesto de la soledad, no de la paz interior necesaria para hacerlo serenamente.
Poco a poco, con exquisita prudencia, humildad, lealtad y cariño se esforzaba en recuperar a sus amigos, los incondicionales, que, aunque nunca habían dejado de estar ahí, no se merecían un abandono similar al de los rosales.
Trabajaba duro con el ánimo de concluir la tarea antes de que llegasen los fríos rigurosos. Se sentía especialmente cansado, pero profundamente satisfecho. Se aproximaba el otoño y había refrescado. El jardín recuperaba su personalidad a pasos agigantados. Como le gustaba a María pensó mientras lo recorría con la mirada.
Aquella tarde se había sentado a descansar en el rincón más soleado del porche, bien pertrechado con una rancia cazadora por la tibieza de un sol ya en declive, cuando le sorprendió un movimiento bajo el rosal de pitiminí que trepaba por el muro. Sin moverse, escrutó la zona atentamente advirtiendo un bulto menudo. Enfocando la mirada pudo descubrir a un niño de corta edad rubio como un querubín de Murillo que, recostada la espalda sobre la cerca del jardín y los pies sobre la arena, jugaba tan ensimismado como ausente con una maquinita entre las manos.
Recreándose con la imagen del chiquillo dio en pensar cómo había ido cambiando todo en las últimas décadas. Pensar que fue ayer, se comentó, cuando unas canicas de barro, una pelota de goma o juegos como el pillapilla o el tú la llevas bastaban para hacernos felices a coste cero, en palabras de un economista. Ahora una maquinita como la que maneja ese niño cuesta un sueldo. De repente se sintió mayor en la edad media de su vida, La dificultad de adaptación del ser humano, conservador por naturaleza, para adaptarse adecuadamente a los vertiginosos avatares que le impone el progreso tecnológico, comenzó a filosofar, le empuja a envejecer.
Sonrió mientras se repetía que el ser humano es conservador por naturaleza…anda que, si esta afirmación me la escuchase un progre de nuevo cuño, ya la teníamos liada, se dijo. Ahora bien, ese tipo de personas que tanto se esfuerzan en conservar la naturaleza, el planeta, la salud y una larga retahíla de mantras ecologistas rehúyen ser tachados de conservadores y, ¿qué son sino melancólicos del homo erectus? mientras se tildan de progresistas. ¡El homo sapiens y sus sempiternas paradojas, dogma para unos y blasfemia para otros!
Aparcando, un poco hastiado ya sus cavilaciones, sujetó las manos sobre los brazos de mimbre del sillón y lentamente, mientras lubricaba sus articulaciones sutilmente entumecidas por la fresca y el reposo, se dirigió en silencio hacia el rosal.
Tan ensimismado estaba el niño, de unos nueve años, con el juego de su consola que no se apercibió de la llegada de Jacinto que apoyando su hombro sobre el muro se limitó a observar el espectáculo, porque de un auténtico espectáculo se trataba, ver con que habilidad y soltura, con los cinco sentidos sobre el juego se manejaba aquel “pelao”, en jerga colombiana.
Aquello era una fiesta. No paraba de hablar, ¡dale!, ¡vamos!, ¡Ahora tú! ¡venga! Ya, ya, ¡ahora!, mientras pulsaba los diferentes botones con frenética pasión a una velocidad de vértigo. De súbito un profundo silencio. Los brazos del niño se desplomaron dejando caer suavemente el juguete sobre el césped.
Al descubrir a su lado los zapatos de Jacinto hizo intención de levantarse dando un respingo con la intención de escapar corriendo, pero una fornida mano le sujetó con delicadeza el hombro derecho.
La mirada infantil, entre el susto y la sorpresa, del chiquillo fue analizando metódicamente la silueta del dueño de la casa que con una sonrisa comenzó a hablar al niño mientras se agachaba para ponerse a su altura.
- Ven conmigo – le dijo – no tengas miedo. No has ganado la partida, ¿verdad?
Como si se le hubiera comido la lengua el gato, que decían nuestros abuelos, con la mirada fija en el suelo, el chaval negó con la cabeza. Jacinto volvió a la carga para preguntarle su nombre obteniendo la callada por respuesta. No se achantó.
- Con el disgusto que acabas de llevarte perdiendo la partida y el susto que te he dado sin querer… ¡seguro que te apetece un refresco!, ¿verdad?
Con la mirada entre el susto y la sorpresa, volvió a negar con la cabeza y, ofreciéndole la mano, se dejó llevar hacia el interior de la casa, que el frío ya se hacía notar.
No es un niño fácil, pensó Jacinto, y decidió que se sintiera importante, protagonista.
- A ver, campeón, ¿qué te apetece beber? - Consciente de que no tendía respuesta decidió continuar – tengo refresco de naranja, limón, cola y zumos naturales.
Con un rictus entre la seriedad y la desconfianza señaló una lata de refresco de naranja con el índice de su mano derecha. Por lo menos sé que es diestro se dijo mientras se acomodaban en un sofá con vistas al jardín.
Después de un dilatado silencio tan solo interrumpido por los espaciados sorbos de naranjada, volvió a la carga Jacinto. Decidió entrarle por aquello que, a priori, era su afición favorita.
- O sea… perdóname, pero no me has dicho tu nombre, ¿cómo te llamas?
- …Álvaro – tardó unos segundos en responder, pero lo hizo alto y claro
- O sea – retomó el diálogo – que lo que más te gusta es jugar a las maquinitas…
- No – respondió el niño, un poco cortante, con mucha formalidad no carente de autoridad – a mí lo que me gusta no es mi Nintendo, es jugar en el ordenador…y ganar, obviamente.
- Ah no – le respondió como un resorte – una cosa es jugar y otra muy diferente ganar. No siempre se puede ganar.
- Yo sí – rebatió el rapaz muy seguro – además soy muy bueno.
- ¿Ah sí?, pues yo creo que como, en la vida, unas veces se gana y otras se pierde. No siempre se puede ganar, depende de la suerte, de lo bien que lo hagan tus compañeros de juegos, de tus habilidades…de muchos factores Álvaro. Tú no eres Dios y no siempre vas a poder ganar por bien que se te dé.
- Pues mi padre dice que soy el mejor y yo quiero ser gamer, obviamente.
- ¿Qué, que quieres ser…qué? – le interrumpió Jacinto con voz de asombro
- Gamer, señor. Además – respondió el arrapiezo con mucho aplomo – ganan mucho dinero.
- Ni todo en la vida es dinero, chaval – comenzó a responderle Jacinto, un tanto turbado y preguntándose cómo explicarlo a un crío de la mejor manera posible – ni tampoco es todo ganar, pero, eso sí, Álvaro, cualquier padre piensa que su hijo es el mejor.
Tomó buena nota y decidió pasar, temporalmente esa página.
- ¿Vives por aquí?
- Sí – respondió secamente el niño sin mirarle abducido de nuevo por su pantalla.
Después de un rato de cuidadosa observación Jacinto volvió a la carga.
- ¿Vas al cole?
- Inglés, obviamente.
- Pero si yo no soy inglés soy más españ…
- Yes, le cortó como un rayo. I study at an english school, Saint Ann’s school.
Le había respondido en un inglés tan fluido como bien construido y pronunciado, dejando perplejo a nuestro personaje que dio en pensar que, lejos de tratarse de un niño haciendo pellas, se había topado con un muchachito muy inteligente pero un tanto introvertido.
Un rato después y, ni que decir tiene, un poco cansado de ese complicado diálogo monosilábico, cuando terminó de caer la tarde, Jacinto rompió el silencio
- ¿Vives cerca, Álvaro?
- Aquí al lado
- Vamos, te acompaño a casa. Tus padres deben estar intranquilos.
Curiosamente, el “aquí al lado” era literal. El niño era el hijo de sus vecinos, a los que después de tanto tiempo viviendo allí no conocía. No en vano la casa de Jacinto era para el vecindario “Villa soledad” por la sensación de abandono que daba desde hacía años, desde que faltaba María.
Saludó a los padres de Álvaro, un tanto preocupados por su ausencia, y, después de ofrecer su casa al niño para que volviese cuando quisiera, se despidió.
Después de cerrar la cancela de sus vecinos e inmerso en el silencio del ocaso otoñal, sus oídos percibieron cómo el acompasado crepitar de las hojas secas a cada pisada, componía una irrepetible sinfonía natural con un ritmo tan reiterativo como el Bolero de Ravel.
Sin saber por qué, por primera vez en diez años, continuó deambulando al compás de la melodía de la naturaleza muerta bajo la mortecina luz de las farolas, en lugar de entrar en casa. Era incuestionable que el niño le había impactado. Había algo en él que había despertado su atención, aunque no alcanzaba a saber qué.
Quizás, pensó, aquel aire de suficiencia revestida de un mohín de seguridad más propio de una persona mayor que de un chiquillo alrededor de los ocho años; a lo mejor el uso abusivo de la expresión obviamente o sus respuestas monosilábicas, sí o no, como ignorando situaciones intermedias; quien sabe si el elevado tono de sus réplicas, posiblemente buscando mayor seguridad o, tal vez, ¿sería su infantil ingenuidad al albur de una imagen tan ausente como la que él mismo había proyectado desde la muerte de María?.
Un súbito escalofrío le sacó de su abstracción recordándole que con solo una ligera cazadora no aguantaría el, ya recio, frío de las noches y regresó a casa. Se frotó las manos y los brazos para entrar en calor y encendió la chimenea. Sentado en una mecedora al calor de la lumbre desplegó su portátil para emprender una dilatada navegación por Internet…
Amaneció una mañana brillante que invitaba a salir a trabajar al jardín. No lo dudó y comenzó a trabajar con la fuerza que genera ver próximo el final del prolongado túnel en que se había encerrado tantos años de su existencia. Ya estaba casi todo preparado para que después de un crudo y tedioso invierno la primavera le permitiera disfrutar de nuevo del oasis que María y él diseñasen años atrás.
Sonaba la campana de la parroquia llamando al Ángelus cuando, entre campanada y campanada, le pareció percibir el sonido del timbre de la puerta. Secándose el sudor de la frente con el antebrazo de la camisa abrió la puerta topándose, sobresaltado, con los padres de Álvaro. No sin cierto aturdimiento, pidiendo disculpas por su desaliñada apariencia, les invitó a pasar.
Ella, le entregó una bandeja con frutas que llevaba entre las manos.
- Para nuestro nuevo vecino – le dijo – como bienvenida y en agradecimiento por ocuparse ayer de nuestro hijo Álvaro.
- Un momento, un momento. ¿Cómo que la bienvenida a nuestro nuevo vecino?, pero ¡si llevo quince años viviendo aquí!
Ojipláticos, como diría un joven actual, se quedaron los vecinos. Resultaron llamarse Eva y Javier y habían comprado su casa hacía diez años, dos antes de nacer su hijo, y aún no se habían enterado de que la casa de al lado estaba habitada.
Aquella visita, protocolaria, en principio, que se fue dilatando hasta que al acercarse la hora de recoger al niño obligó a levantar la reunión supuso el nacimiento espontaneo de una profunda amistad que inopinadamente iba a generar los cimientos de un importante regalo de Navidad…unos años más tarde.
Al paso de las semanas, la relación entre los vecinos se fue afianzando. Al hilo de una buena conversación, y ayudados por el humeante café colombiano que Jacinto acostumbraba a preparar y disfrutar, fueron tendiendo puentes con una naturalidad que no soportaba barreras.
Como cabía suponer, una tarde Álvaro se convirtió en el centro de la conversación. Sus padres se mostraron preocupados por las rarezas que su hijo presentaba, tanto de carácter como de comportamiento. Según ellos era un niño huraño y, en palabras de Eva entre sollozos, taciturno, callado, distante y poco comunicador, que en ocasiones huía de las caricias y los mimos, molesto cuando se le regañaba por rehusar, casi a diario, las tareas de aseo personal.
Javier, veía el problema con otra mirada. Con toda serenidad, aceptaba con naturalidad que su hijo era un niño especial, que no es lo mismo que ser raro, aclaró. Yo, afirmó, fui un niño rarito según mi madre y ahora aquí me tenéis. En el colegio te han dicho que es muy inteligente, pero muy selectivo, Vamos, que se esfuerza cuando el tema le gusta, ¡como todos a su edad! No es para montar un drama. Quizás necesite tener un hermano, pero, de todos modos, ya veréis como cambia cuando llegue a la adolescencia.
Como se aproximaba la hora de ir a buscar al niño al colegio, Jacinto, se sintió obligado a aportar algo de sosiego para aliviar las emociones aquel algo agitado café y para conseguirlo se comprometió a contactar con su amigo Ricardo, compañero de bachillerato en el Colegio Chamberí de los Hermanos Maristas de Chamberí, en Madrid, a quien no veía hacia años, y que podría aportar luz a la cuestión.
En todos los barrios, aún por muy residenciales que estos quieran ser se dan los cotilleos, y esta no iba a ser la excepción que confirmase la regla.
La noticia de que “Villa soledad” nunca había dejado de estar habitada y desde siempre se había llamado “Villa María”, corrió como la pólvora entre el vecindario. Claro que después de “diez años de soledad”, la décima parte de los cien que describió el “Gabo”, García Márquez en su más afamada novela, era algo comprensible, pero los vecinos, sobre todo los más antiguos no eran cegatos…
Sin prestar oídos al revuelo mediático, nuestro amigo continuó caminando por la senda que había iniciado la tarde que conoció a Álvaro, abrir la ostra en que se había convertido su corazón para llevar una existencia normal. María siempre iba a permanecer en su memoria y en su vida. Aunque bosquejaron un camino juntos, la vida les impidió recorrerlo de la mano, pero nunca, durante los últimos años sin ella, había dejado de sentir su aliento.
Como psicóloga, avezada exploradora de los complicados recovecos de la mente humana difícilmente habría entendido en Jacinto una reacción como la que tuvo, tomando el equivocado modelo bíblico de Edith, la mujer de Lot, convertida en estatua de sal por echar la vista atrás, en lugar de mirar al futuro, como Ruth y Booz.
En cualquier caso, lo que era indiscutible es que el encuentro con el niño en el rosal de María generó una revolución en los más profundos sentimientos de Jacinto. A nuestro amigo, un tanto simbolista desde siempre, le afloraron algunos recuerdos sin pedir permiso, y es que las de pitiminí son las rosas más pequeñas que existen, por esa razón además de que le encantasen las flores, al ser María muy menudita y vivaracha, acostumbraba él a apodarle, cariñosamente, Piti.
Pues Piti, que por su profesión era muy observadora, había contribuido, sin proponérselo, a que Jacinto adoptase la misma actitud indagadora ante la existencia. Desde que descubrió la visita de Álvaro a su jardín percibió que se trataba de un niño un tanto especial, aunque no alcanzaba a entender por qué.
Sencillamente había llamado su atención más allá de que se tratase de un chiquillo guapo e inteligente. Le pareció entrever en aquel primer encuentro cierto grado de introversión, como si viviese un poco aislado dentro de su propia burbuja, para intentar defenderse así de la realidad. Aunque él no fuese psicólogo, le gustaban los niños, como añorando esos hijos que nunca pudo tener.
Con el paso de las semanas Jacinto fue normalizando su existencia después de aquel largo y negro túnel de casi diez años de duración que acababa de atravesar. Se volcaba en cada iniciativa, como si no hubiese un mañana. Como intentando recuperar en cada intento todo el tiempo perdido.
Recobró su costumbre de acudir a la Iglesia con cierta asiduidad, participando en las actividades que el párroco le proponía. Se esforzaba en establecer relaciones sociales con sus vecinos de la urbanización y comenzó a hacer deporte, pero siempre encontraba un momento para bromear con Álvaro, y de paso le observaba, al tiempo que progresaban las relaciones con los padres del chaval.
Jacinto se mostraba más tranquilo, sociable, abierto y relajado, con un semblante más sereno subrayado por una inalterable sonrisa.
Con la aquiescencia de sus padres invitaba al niño a pasar a su casa de vez en cuando para merendar, charlar o jugar con él, a cualquier cosa que no fuese informática, fomentando la conversación entre ambos.
Gracias a esto, poco a poco, había ido captando más detalles del comportamiento del rapaz. Un niño tranquilo y muy inteligente y con dificultades en su vida de relación, al que costaba mucho exteriorizar sus emociones. Muy introvertido y especialmente selectivo en la elección de amigos, que se mostraba interesado por temas muy concretos e ignoraba cuanto escapaba de su reducido ámbito de interés. En casa, aun sintiéndose cómodo, era muy escueto en sus respuestas y algo repetitivo, casi obsesivo sobre los temas que más le atraían.
Jacinto, había preparado una libreta en la que iba anotando sus observaciones sobre las propiedades y la conducta del chaval, y eran muchos los ratos que dedicaba a darle vueltas.
En estas se encontraba nuestro personaje la noche en que, inopinadamente, recibió la providencial llamada de su compañero del colegio de los Maristas de Chamberí que, con el paso de los años, se había convertido en un referente en Neuropsiquiatría.
Había sido durante una interminable conversación cargada de recuerdos, en la que después de dedicar un rato a intercambiar sus inquietudes y a ponerse al día, desatrasarse como se dice en mi Colombia, abordó Jacinto su preocupación por su pequeño y nuevo amigo, que a su juicio recordaba al autismo, pero él era un economista que gracias a María había desarrollado cierto interés por la Psicología. En fin, que le faltaban conocimientos y sobraba voluntarismo para ir más lejos, pero le preocupaba el niño.
Concluyeron que en el plazo de un mes Ricardo vendría a pasar un fin de semana con él a casa y aprovecharían para valorar el posible caso de Álvaro.
Le faltó tiempo a Jacinto a la mañana siguiente para comunicárselo a Eva y Javier que, como no podía ser de otra manera, se mostraron muy ilusionados.
Durante esas cuatro semanas que en ocasiones se les hicieron muy largas mientras que en otras los tres hubieran jurado que el reloj corría a una velocidad de vértigo, las conversaciones entre los tres proliferaron, tanto en frecuencia como en intensidad hasta que una tarde, mientras tomaban un café al amor de la lumbre, Jacinto les espetó, quizás en un tono algo cortante:
- Pero vamos a ver, que os percibo muy tensos a los dos, me gustaría aclarar algunas cosas. Dentro de unos días vendrá a visitarme un querido y viejo amigo del colegio que, a la sazón, es una autoridad en Neuropsiquiatría, pero me parece que planear una visita no es preparar un examen.
Como hace unas semanas os adelanté esta visita tiene para mí una doble vertiente, retomar una amistad que, en mis diez años de soledad, después de morir María, había desatendido y por otro lado vuestro hijo.
Perdonadme, y si me he mostrado un poco tajante hace un momento os pido disculpas – se explicó mientras ellos se miraban un tanto sorprendidos – desde que nos conocimos, Álvaro se ha ido convirtiendo en algo así como un icono para mí, como si se tratase de aquel hijo que habíamos deseado María y yo y nunca pudimos tener. Claro que, si el azar le convirtió, sin él saberlo, en punto de inflexión de una vida en barbecho después de años de abandono y sequía emocional e intelectual, podréis comprender que yo me sienta tan agradecido a vosotros como en deuda con el niño, y conociendo preocupaciones que os afligen me he propuesto echaros una mano si me la aceptáis. Por esa razón se me ocurrió invitar a Ricardo, como sabéis, con la idea de que os pudiese orientar con respecto al niño y no voy a ocultar a estas alturas, que también a mí me inquieta.
Sin que os sintáis obligados a responder ahora, hace tiempo que vengo dando vueltas en mi cabeza a una propuesta. Hace unos días que Álvaro me contó, en su peculiar manera de expresarse y como si de un secreto se tratase, que se había quedado sin su padrino. Entonces me vino la idea de que, si no os parece mal, me permitieseis convertirme en padrino suplente o como queráis llamarme. Cada día le tengo más cariño al niño y creo que él se siente cómodo durante los ratos que pasamos juntos. No pretendo nada en concreto, solo estar ahí compartiendo y si puedo, ayudando. Tomaos el tiempo necesario ya me diréis…
Mientras terminaba su perorata Jacinto se levantó con la intención de servir otro café. Como impulsados por un resorte abandonaron sus asientos Eva y Javier y tal que si del ensayo de una obra de teatro se tratase respondieron al unísono:
- Pero ¡no te vayas!
Había que ver el desconcertado semblante de nuestro personaje al no comprender aquella reacción más propia de una comedia cómica que de una conversación entre amigos. Fue al fijarse en las caras de sus vecinos cuando tomó conciencia del malentendido, ambos mostraban un rictus entre el asombro y la extrañeza, que hizo caer del guindo a un Jacinto que entre balbuceos comendo a hablar.
- Pe…pero si únicamente iba a buscar más café, ¿qué os ha sobresaltado?
- Ha sido un error – respondió Eva ahora ya con facciones relajadas – pensamos que algo te había sentado mal…por el tono tan formal, tomaos el tiempo que necesitéis, y todo eso con que acabaste de hablar. Además, a mi me parece que poco penemos que pensar Javier y yo. El padrino del niño, que era mi padre, murió hace casi dos años. Álvaro, que le adoraba, le echa mucho de menos. Todos los fines de semana venía para estar con su nieto. Desde que falta, el niño se ha mostrado más taciturno y menos comunicativo. ¡Claro que te vamos a aceptar como padrino! - le dijo con una sonrisa – eso sí, suplente, porque mi padre, aunque desde el Cielo lo bendecirá, es insustituible…
- Naturalmente – interrumpió, no sin sorna Javier – no pretendemos nada en concreto más que ayudar. Tómate el tiempo necesario y ya nos dirás
Una extraordinaria carcajada a tres llenó la estancia.
El fin de semana siguiente llegó Ricardo en su coche poco antes de comer. Habían pasado muchos años sin verse, semanas antes de la muerte de María se vieron por última vez, se dieron un largo abrazo.
En previsión de lo mucho que tendrían que hablar había reservado una mesa, convenientemente extraviada, que les permitiese ponerse al día con la necesaria privacidad, en uno de los mejores restaurantes de la zona. La comida, en palabras de Quevedo, fue eterna. No tuvo ni principio ni fin, aunque más por la sosegada conversación después de diez años que, por la excelente cocina castellana regada con un magnífico vino del Duero Gran Reserva que eligió Jacinto para la ocasión.
Al salir del restaurante Richard, no pudo contener la risa para decir a su amigo:
- ¡Menos mal que hemos dejado el coche en tu casa!, porque después del vino del Duero que nos hemos soplado, ¡estamos como para que nos hubiesen hecho un test de alcoholemia!
Sonrió Jacinto para responderle:
- Evidentemente, amigo mío, ¿por qué crees que te dije que nada mejor que un paseo después de una buena comida?
Como no podía ser de otra manera, después del festín no procedía más que una buena y reparadora siesta al calor de la chimenea, que ya se hacía notar el otoño para, al final de la tarde, acercarse a cenar a casa de los vecinos.
Ya declinaba el sol, el cielo se teñía de un rabioso rojo, asombrosamente mezclado con mágicos azules y con vagas manchas de ocre, cuando llamó la atención un soplo de aire frio que acababa de vencer las, cada vez más mustias pavesas del hogar, solicitando sus cuidados.
Con una sonrisa de complicidad se desperezaron estirando sus brazos como si tuviesen quince años, aunque para algunas cosas el paso del tiempo ya se fuese haciendo notar.
Al llegar a la casa de al lado con una tarta elegida más para Álvaro que para los adultos, abrió la puerta el niño, que con la mejor de sus sonrisas al verlos gritó ¡padrino!, mientras que, al agacharse dejándose abrazar por el chiquillo, pudo ocultar unas reveladoras lágrimas que humedecieron sus pómulos al sentirse tratado así por el chaval por primera vez.
Atendiendo la petición del vecino, la cena transcurrió con normalidad, como cualquier día de la vida familiar, ahora bien, esforzándose mucho los adultos en fomentar la participación del auténtico protagonista, lo que dadas sus peculiaridades no era tarea fácil. Aquella noche el padrino se manifestó como una importante ayuda para conseguirlo.
Al postre abrieron la tarta de los invitados con un enorme regocijo de Álvaro. El pastel tenía la forma de un ordenador que Jacinto había encargado en una pastelería colombiana. ¡Menuda sorpresa! Además, en el corazón de la tarta se escondía un pequeño envoltorio con el último juego de la consola favorita del niño, que al encontrarlo cuando exclamó con un brillo especial en sus ojillos, ¡padrino, eres el mejor!
Cuando Álvaro se fue a dormir, los mayores se acomodaron en el salón. Eva les fue sirviendo café o infusiones a gusto de cada cual, y depositó en la mesa baja algunos bombones, hielo, vasos y copas, así como unas cuantas botellas de licor para que cada cual pudiese servirse si le apetecía.
Jacinto abrió el coloquio repitiendo en alto lo que había venido observando durante los últimos meses, desde que se conocían, así como las sospechas, a su juicio fundadas, de que el niño padeciese algún trastorno del espectro autista.
Los padres se mostraron acongojados, más que nada porque no podían explicarse cómo nadie antes les había dicho nada sobre lo que sospechaba el padrino. Después de múltiples y turbadoras consultas al Doctor Google estaban tan desorientados que la idea de su vecino de invitar a su amigo Ricardo les vino como agua de mayo y les pareció lo más sensato.
El médico tomó la palabra haciendo gala de una serenidad a prueba de bomba y, con una sonrisa de oreja a oreja, comenzó a hablar pausadamente.
- En primer lugar, tenéis que tranquilizaros. Aquí los más enfermos en este momento sois vosotros, no os lo toméis a mal, que padecéis el “síndrome de desolación ansiosa del Dr. Google”, pero no busquéis esta patología en vuestro ordenador porque no existe.
Al percibir sus gestos entre la confusión y el sobresalto, continuó explicándose mientras arropaba su sosiego con una sonrisa.
- Se trata de una argucia inventada por mí para que los padres que tienen un hijo con algún trastorno de este tipo aprendan que en la mayor parte de los casos consultar en Google no hace más que entorpecer y, casi siempre acrecentar el problema.
Comprendo como médico que se dedica a las enfermedades de la mente, la reacción de los padres, pero os aseguro que ante una situación como la que estáis viviendo, lo mejor siempre es recurrir a un profesional. Es lógico que os sintáis perdidos, desorientados y, por lo tanto, presas de una congoja que os genera una gran ansiedad. Tan solo os voy a pedir que intentéis evitar que Álvaro os perciba tristes y que ensayéis vencer vuestro abatimiento confiando en mí.
Vuestro hijo necesita mucho a sus padres, pero los necesita serenos para que le aporten seguridad. Jacinto me asegura que lo hacéis muy bien, pero recordad siempre que el mundo de los niños carece de límites, por eso hay que educarles y formarles. Un chiquillo, sin ningún atisbo de maldad, puede hacer daño a otro tan solo con un comentario inadecuado o colgando a un compañero un mote humillante que, como un sambenito arrastre de por vida.
Seguro que, en un rato, cuando nos marchemos, os vais a decir algo como “pero este tío no nos cuenta más que generalidades”, y este tío os anticipa que es así. Tenéis razón, ahora bien, no es lo mismo generalidad que banalidad. He entendido este primer encuentro como una aproximación, una toma de contacto con el tema que con toda lógica os preocupa. Nada de lo que esta noche os he dicho es trivial, entendedlo como una introducción. Comprenderéis que, sin un estudio previo, solo por intuición, ni puedo ni debo emitir un diagnóstico.
Envueltos en un silencio que permitió disfrutar del crepitar del fuego en la chimenea y mientras Ricardo saboreaba un exquisito Courvoisier en una copa de balón convenientemente calentada al amor de la lumbre, pudo observar los semblantes de desilusión de ambos, en contraste con la generosa sonrisa de su amigo que conocía la propuesta que les iba a hacer el médico.
Como si aquella relajada expresión de Jacinto fuese un aviso, retomó su perorata.
- No me gustan esas caras de perplejidad, aunque las comprendo perfectamente. Os pedí que confiéis en mi y, con toda modestia mantengo la solicitud. Solo soy un humilde médico, algo chapado a la antigua en el trato con los pacientes, pero apasionado con mi profesión y con la adecuada capacitación para ayudaros. No os preocupéis, que ahora vienen las propuestas.
En primer lugar, me gustaría invitaros a comer mañana antes de regresar a Madrid, pero querría pediros permiso para llevar a Álvaro conmigo en mi coche.
Ya hice la reserva para cinco personas, asesorado por San Google, que en estas cuestiones suele estar bien documentado. Sin embargo, en esta ocasión lo que yo busco es facilitar un espacio distendido que permita observar comportamiento y las reacciones, sus gustos y habilidades, en fin pequeños detalles sobre los que apoyarme para orientar mi diagnóstico. Por otra parte, quisiera pediros que vinieseis a mi clínica, en Madrid, ya lo he hablado con mi equipo de colaboradores y estarán encantados de ayudarnos en los días próximos al puente de la Constitución.
No hubo repuesta. Eva y Javier se cruzaron discretas miradas de perpleja turbación antes de que ella, con actitud de sorpresa comenzase a responder entre el asombro y la alarma.
- Verás, Ricardo, me acabo de quedar un poco confundida. No quisiera que pienses que no confío en ti, pero me acabas de sorprender. Lo que me ocurre es que me encuentro ante una contradicción. Te agradecemos en el alma el esfuerzo que has hecho viniendo hasta aquí para dedicarlo, y más un fin de semana en que has tenido que renunciar a tu descanso, lo que me preocupa es que si, además de invitarnos mañana a comer, es necesario ir con el niño a Madrid, es porque estás pensando en algo muy importante que, por cualquier motivo nos ocultas…
- No, no es así. Comprendo que estéis inquietos, pero en cuestiones médicas hay que respetar los tiempos para hacer las cosas bien. Creo que habría que realizar algunas pruebas imposibles de hacer aquí. Por otro lado, la visión de un psicólogo y de mi equipo me ayudaría, no solo a afianzar el diagnóstico, sino a ayudaros a vosotros, como padres, que también necesitáis ayuda.
- Ahora si que me quedo tranquilo – terció Javier – muchas gracias, Ricardo, y también a ti Jacinto por haber pensado en él, que ha sido algo providencial. Hay algo que me ha encantado descubrir, que aún queden médicos con humanidad y que sean capaces de trabajar en equipos multidisciplinares, en lugar de los fríos técnicos envueltos en una bata blanca y con un halo de autoridad, hoy al uso.
- Pues mirar, amigos, ahora me habéis dejado tranquilo a mí. Es una de esas escasas ocasiones en la vida en que me siento plenamente comprendido por mis pacientes, y eso para un médico no tiene precio. Lo mejor que hice después de terminar mi larga carrera fue bajarme del pedestal, cambiar el chip, más cuando en mi familia no había médicos. Al comienzo yo pensaba en salvar vidas. La realidad me hizo entender de la mano de la experiencia que se trataba de acompañar a los enfermos a lo largo de su proceso vital dándoles el mayor apoyo posible.
Desde entonces creo que el mayor aliado de un médico es la humildad.
Hacía horas que la noche había borrado los últimos azules del ocaso y los párpados de nuestros personajes comenzaban a manifestar signos de fatiga, así que con el mejor de los criterios decidieron, por unanimidad, retirarse a descansar.
La mañana les había saludado con un cielo limpio y sin nubes, adorando a un sol radiante capaz de convertir el otoño en primavera. Cuando Jacinto, que se había acercado a la Churrería, y Ricardo comenzaban a desayunar, un pequeño ciclón empujó la puerta del jardín y Álvaro irrumpió en el salón. Después de dar los buenos días observaron cómo se le iban los ojillos detrás de los churros y le pusieron una taza de leche con chocolate a la mesa para que los acompañase, y lo hizo con gusto.
Al decir de nuestras abuelas parecía que la noche anterior hubiese cenado rabos de lagartija. En contra de lo habitual en él, se mostraba muy inquieto, no paraba de preguntar sobre la comida, el coche de Ricardo y el posible viaje a Madrid, donde nunca había estado. Parecía otro niño, con una motivación, pensó Jacinto, muy superior a la que mostraba habitualmente.
Cuando los padres del niño acompañados por Jacinto, llevaban casi media hora entreteniéndose con un aperitivo en el jardín del restaurante y comenzaban a intranquilizarse, el pequeño torbellino llegó corriendo desde el viejo Triumph spitfire clásico, un cuidadísimo descapotable que era la niña de los ojos de Ricardo.
- No ha dejado de hablar en todo el trayecto, incluso he dado un rodeo para aprovechar la situación. Está emocionadísimo con el coche.
Terminada la comida salieron al jardín para tomar café a fin de poder charlar y cambiar impresiones mientras el niño se divertía jugando con otros en los columpios.
Como si se hubieran confabulado, después de tomar la comanda el camarero, un intenso silencio se apoderó del grupo mientras que todas las miradas confluían sobre los ojos del médico que, sintiéndose incómodo, se dispuso a hablar.
- Perdonad, no era consciente de que esperabais que os contase algo, pero observaba atento el comportamiento de vuestro hijo con otros niños de su edad. Dentro de unos días, en Madrid, me podré expresar con más seguridad, pero puedo deciros que se trata de un niño muy inteligente pero muy especial. Basta con que os fijéis no conocía a los demás niños y le han bastado diez minutos para elegir unos, descartar a otros y, lo que, es más importante, hacerse con el tobogán que es lo que más le divierte.
- Si – intervino Eva - ¿entonces?
- Entonces, se trata de un niño resolutivo, inteligente y
claramente selectivo. Durante el paseo en el coche se ha manifestado comunicativo, interesado, preguntando y respondiendo a mis preguntas. He podido conocer que le atrae el ajedrez, que es un juego que requiere una gran lucidez, le divierte la jardinería y le llama la atención la escultura… en fin, es un principio. Si tenemos en cuenta que, aunque tenga limitada su empatía tiene una excelente capacidad de ejercer el liderazgo como está demostrando en los columpios…
- ¡Qué! – le cortó Eva, vencida por la impaciencia
- Que no es un mal comienzo – le respondió el médico con la mejor sonrisa envuelta en paciente serenidad y tuvo un relajado ¡uffff! a trío al escuchar la respuesta.
- En fin – zanjó Ricardo al ver acercarse al chaval - que, en Madrid con la ayuda de mi equipo, podremos ofreceros una salida en positivo a la angustia que estáis viviendo.
Los diez días que faltaban para viajar a Madrid se les hicieron eternos. Los mayores un tanto irascibles y el niño se mostraba inquieto, pero como en el dicho asturiano, “no hay poco que no llegue ni mucho que no se acabe” y aunque haciéndose de rogar llegó el día.
Los ojillos de Álvaro se dilataban a medida que entraba en Madrid. Como si le acabasen de cargar las pilas el chico no dejaba de hablar y de preguntar mientras miraba a través de los cristales del coche. Todo le parecía grande, las cinco torres, las calles, las plazas, los coches, las luces de Navidad, la afluencia de gente. ¡Que grande es todo mamá!, gritó al embocar el paseo de La Castellana.
El hotel se encontraba en la zona norte, el distrito de Chamartín. Próximo a la Clínica de Ricardo. Se acomodaron en el Hotel y decidieron salir a comer antes de acudir a la consulta. Una vez en la calle buscando un restaurante, Álvaro se cerró en banda. Quería, a cualquier precio, comer en una hamburguesería y no encontraron forma de hacerle ceder.
Los dos días siguientes fueron un permanente ir y venir. Análisis, consultas, entrevistas y pruebas, con el padrino de introductor de embajadores en su calidad de amigo del doctor, gracias a lo cual todo pudo ir más fluido.
Se habían planteado una semana en Madrid, que aprovecharon para que Álvaro fuese conociendo lo más característico de la capital, sin agotarle y dejando la puerta abierta a sucesivas visitas en concordancia con su edad y conocimientos. Como estaba adornado de Navidad el niño disfrutó de todo a pesar del frío.
Mostró un especial interés en ver los Belenes. Pidió ir a ver tres que conocía por la tele, el del Palacio Real, el de la antigua Casa de Correos, hoy Presidencia de la Comunidad y el del Ayuntamiento de Madrid. De eso se ocupó también Jacinto, que con sus magníficas relaciones evitó largas colas. De cada uno de ellos salió más contento, disfrutando de lo lindo, tanto como su padrino enseñándole cosas de la ciudad en que había nacido y conocía como la palma de la mano. Ninguno de ellos podía imaginar entonces que aquella visita en plena Navidad iba a marcar el rumbo de su vida.
El padrino propuso a su ahijado dar un paseo por el centro con la intención de regalarle un Misterio, pero quería que fuese tallado en madera para que le durase toda la vida.
Álvaro se mostró molesto en dos ocasiones porque le habían gustado algunas figuras de barro que Jacinto se negó a comprarle.
Mientras Jacinto y su ahijado paseaban por el mercadillo de Navidad de la Plaza Mayor, dos días antes de regresar, Eva y Javier asistían a la reunión con todo el equipo de Ricardo, y que se desarrolló dentro de un clima relajado y comprensivo, como no podía ser de otra manera dado el perfil de su director.
Cada uno de los responsables de área emitió su informe en términos muy comprensibles, tratando de suprimir sus miedos y les fueron explicando las características de los pacientes que sufren un síndrome de Asperger y de qué forma deben tratarles en el medio familiar. Se lo facilitaron por escrito junto con el informe que se había elaborado en el centro.
Para concluir, Ricardo les aclaró que el niño no podía considerarse un paradigma de Asperger, que tiene algunos sesgos del síndrome. A parte de ser muy inteligente sus problemas de relación están por debajo de la media, aunque sea tan estricto en el lenguaje también entiende algunas bromas, aunque no todas y lo mismo le ocurre con la comunicación gestual. Aunque le cuesta exteriorizar sus emociones, no se siente solo e interactúa normalmente con sus amigos y aunque sea muy selectivo al elegirlos en el fondo, socializando como el lo hace, eso no es malo.
En una palabra, lo vamos a ir evaluando una vez al año y considerad esta clínica como vuestra casa a donde podréis acudir en cualquier momento si lo necesitáis. Por supuesto que telefónicamente también.
- Doctor, ¿me permite una última pregunta?
- Naturalmente, Eva
- ¿Sería posible que las revisiones fuesen siempre en Navidad’
Ricardo no le respondió. Se limitó a dirigirse a su secretaria mientas les guiñaba un ojo a los padres del niño.
- Julia, por favor, cite a Álvaro para el año próximo la semana antes de la Navidad
Momentos antes de que esto ocurriese en la clínica de Ricardo, Jacinto y el niño habían entrado en la tienda de arte Religioso de Talleres Granda en la calle del Arenal, junto a la Plaza Mayor. Jamás y nunca podremos saber si había sido una realidad, una premonición o, simplemente, el reflejo de una luz sobre el ojo del niño Jesús de aquel misterio tallado en madera que al ver Jacinto en el escaparate guiñándole el ojo, le indujo a entrar diciendo a la vendedora “señorita prepárenos ese Misterio del escaparate que nos lo llevamos”.
No habían embalado aún su compra cuando recibió en su teléfono móvil la llamada de Javier avisándole de que habían terminado y todo fue bien. Se citaron todos en la churrería de San Ginés para celebrarlo.
Veinte años después Álvaro continuaba viniendo a Madrid por Navidad. Ya solo pasaba por la clínica para dar un abrazo a Ricardo y a su equipo, pero aquel año fue algo distinto. Trajo para Ricardo y sus colaboradores un Misterio muy especial con el ruego de que lo pusiesen cada año en la clínica. Con el paso de los años se había convertido en un reconocido artesano de la talla en madera y había realizado personalmente cada una de las piezas. Claro que el Niño Jesús de aquel Misterio les guiñaba un ojo.
¡FELIZ NAVIDAD!