Playboy

21 de Mayo de 2020
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Carolina abre la puerta del portal y sale a lacalle. Reconoce el barrio como si hubiera nacido en él. Apenas hay un puñado devecinos que tranquila y ordenadamente han salido a tomar el aire, mover elesqueleto o darse un baño con la vitamina de la luz del sol. Los rayosultravioletas a estas horas atraviesan el cielo despejado y brillante de Madriden busca de pieles vírgenes que alimentar. Caricias de luz, que despiertan lossentidos y calientan el alma.

El viento juega con los mechones sueltos de lacoleta de Carolina. Revolotean mansamente sobre sus pestañas, su boca y sunariz provocando en la piel un cosquilleo imposible de ignorar. Retira elmechón rebelde de delante de los ojos y se frota la cara con alivio.

El día pinta perfecto y Carolina anhela unarecarga de energía. Enchufarse al manantial y sentirse bien. El músculoelevador del ángulo de la boca tira de su sonrisa dibujando bajo la mascarillael gesto ideal, que inmediatamente se proyecta hacia el exterior a través desus expresivos ojos verdes. Apenas son las diez de la mañana. Su idea escaminar a buen ritmo durante al menos una hora por los alrededores. Se demoraunos minutos en el portal recolocándose la mascarilla.

La primavera extiende sus alas por los jardinesdel barrio, que a estas alturas del mes de mayo se exhiben preñados de floresde colores. Aprovechan la ausencia de intervención humana, abandonados durantemeses a una polinización natural, antojadiza pero eficaz.

Los perros travesean en las parcelas, ajenos alajetreo de los horarios, las mascarillas y las distancias de seguridad. Retozanen los charcos, olisquean y se dejan olisquear sin complejos humanoides en posde la procreación, la subsistencia de la especie y el instinto animal. Sereconocen, se gustan y se paladean a través del ano; dulces labios del amorperruno.

¡Ay, quien fuera perro en el escenario actual!

Carolina reconoce al chiguagua de la vecina deenfrente, un diminuto animal de no más de dieciséis centímetros de altura a lacruz, aparentemente inofensivo, que cuando abre las fauces se transforma enGoliat; como su dueña. Ambos se mimetizan a modo de siameses, hasta el punto deque en ocasiones cuesta reconocer quien es quien. El perro lleva una sudadera rosachicle a juego con la de su dueña. La capucha se menea sobre su cabecita alcompás del movimiento de sus cortas extremidades, invadiendo intermitentementesu ángulo de visión, lo que no impide que el animal avance primoroso con menosatino que urgencia, directo a quien sabe dónde.

La primera vez que Carolina vio a “Playboy” -así es como se llama-, llevaba zapatitos de colores sobre las pezuñasy pensó que podía tratarse de una alucinación a causa de los altos niveles decontaminación del aire de grandes ciudades como Madrid. Carolina estaba recién llegaday es posible que la confusión de los primeros días y el estrés de la mudanza,le estuviesen jugando una mala pasada.

Pero no, no fue una alucinación. Lasexcentricidades se repitieron a lo largo de los años en forma de: chiguagua conesmoquin y pajarita, con equipamiento militar o chiguagua con chubasquero. Tuvoocasión de ver al chucho con visera y gafas desol en verano, con orejeras y bufanda en invierno y hasta montado en un cochecitoad hoc paralos días de pereza y gandulería.

El pasillo del quinto recuerda una pasarela demoda perruna que aunque a primera vista puede resultar graciosa, Carolina entiendees perversa e innecesaria. Animales travestidos de personas, domesticados ycondenados a comer, vivir y comportarse como algo que no son. Una nueva modaprofundamente arraigada en las citis, que parece no incomodar a nadie; nisiquiera a aquellos que se erigen defensores de los derechos de los animales yse hacen llamar animalistas.

Playboy olisquea obsesivamente las equinas deljardincillo tratando de encontrar el lugar idóneo para levantar la patita ydepositar su chorro de oro líquido con olor a amoniaco. Un acto en absolutobanal, teniendo en cuenta que le proclamará soberano del territorio recién conquistadoy marcado.

Carolina observa la jugada desde el portal. Sabeque no les cae bien, ni al can ni a su propietaria. Una cuestión puramenteanimal; olores incompatibles o algo así. La mujer y ella nunca han hablado,aunque el chucho se comporte como una piraña enajenada dispuesta a clavarle lasfauces y arrancarle la yugular, cadavezque se tropiezan en el pasillo. Decide evitar la ruta que pasa por delante deljardín donde juguetea distraído Playboy.

De pronto el pequeño depredador, capaz de olfatearla sangre a kilómetros de distancia alza la mirada y la clava en Carolina. Doscientoscincuenta millones de células sensoriales caninas, capaces de detectar lahemorragia que en esos momentos se desliza imparable por su vagina. El machocazador ha detectado a su presa y ya solo piensa en degollarla; acometer cuantoantes la faena de darle muerte, para proclamarse el rey de las bestias. Playboyestá fuera de sí, corre y ladra al mismo tiempo explotando al máximo sus reservasde oxígeno en vena, hasta llegar a su altura y abalanzarse sobre ella.

-Estúpidochucho, expele con desprecio Carolina mientras le patea con fuerza y saña.

El aforo completo de amantes perrunos quemerodean por los alrededores, la observan con desaprobación.

-Meha bajado la regla, ¿Y qué? ¿Tengo que ponerme una mascarilla roja o unapegatina en la solapa?

El can dolorido ataca el bolso de Carolina, alque por descuido consigue encaramarse, desparramando el contenido por el suelo.Al carajo con las llaves, la cartera, el colirio y también los tampax.

-Mierda-, maldice Carolina justo cuando el guapo de Carlosirrumpe en escena a lomos de suprecioso pastor alemán pura sangre, de líneas perfectas y orejas erguidas. Unanimal elegante y hermoso, guardián, protector y poderoso que ha llegado de lamano de su vecino preferido para rescatarla.

Playboy y el pastor alemán luchan a muerte porel tampón de la hembra joven y fértil, atractiva y follable. Mientras Carlos yCarolina sencillamente se reconocen y sonríen.

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