El sábado pasado fue un día que me gustaría contarles, porque fue uno de esos en los que te das cuenta de lo bárbara que es la vida porque, no nos engañemos, lo es.
Les pongo en antecedentes, fui a una fiesta de cumpleaños, en principio nada fuera de lo común. Era de esos aniversarios que ya suman los suficientes años para poder sentir que pesan o que, por el contrario, son de agradecer por haber sido rellenados con experiencias vitales de todo tipo. Estamos hablando de sesenta y dos maravillosos años que, por cierto, le sientan genial.
Una vez saludados y provistos todos los allí presentes con su cerveza fresquita o su copa de vino, una vez que la larga mesa estuvo llena de estupendas viandas y la conversación de unos con otros sobre las vidas de cada quien o allegados estaba en plena efervescencia, me vi quieta en una esquina, observando y empapándome de algo a lo que nunca presto atención. La suma de las vivencias de los convidados multiplicaba por miles los años sumados por todos. Y qué delicia fue que me permitieran estar un rato en silencio, deleitándome de ese instante tan especial.
Se vinieron a mi mente muchos pensamientos y recuerdos. Estaba claro que con los años del homenajeado ya iban faltando seres queridos que se fueron, y otros tantos a los que les gustaría haber estado, pero por esas propias vivencias no pudieron; unos por cuidar en el hospital a un ser querido, otros por ser universitarios en plenos exámenes… La cuestión es que esta sencilla mujer que soy se encontraba allí, rodeada de familia y de los amigos que el tiempo hizo que el cumpleañero atesorase.
Con el sol del sur acariciando nuestros cogotes la magia del bien querer surgió. Lo injusto de las mochilas que cada uno de nosotros trajimos al encuentro se volvió liviano por un día. Y fueron las ganas de sonreír, las ganas de hacer feliz a alguien que se lo merece, las que movieron en un lazo infinito la varita mágica de las emociones en ese lugar de preciosas vistas. Y se convirtieron en protagonistas las sonrisas, los abrazos, los brindis y la esperanza de que el año próximo sea igual de especial.
Pareciese que bailáramos solos con los vestidos que en cada instante nos pone la vida, pero no. Las personas que nos rodean con su fuerza y ganas de hacernos más felices nos cubren con chales de tul, zapatos de cristal y aromas que perfuman el alma. Y volvemos a sentir la música en el interior, en un compás de salsa o merengue del corazón. Esa que se escucha cuando agradecemos saber y querer estar vivos.
Esta carta en forma de columna pretende ser una epístola de gratitud, porque cada vez que tengo la gran fortuna de estar junto a aquellos que se dejan mirar, aprendo que cada día cobra más sentido, que cada abrazo me sienta mejor, que brilla más la luz de mi ser, que soy de esas personas que sabe perfectamente que sola nunca está si observo el ingente tesoro que nos rodea.
Lo que la convivencia nos regala no son conflictos, son ganas de entendernos y permanecer juntos. Lo que la enfermedad (aunque se llame cáncer) nos trae, no es únicamente sufrimiento, es darle aun más valor al día a día, siendo plenamente vivido para sanar y así, vivir contagiando a quienes están ahí para todo. Y lo que la muerte se lleva es solo un cuerpo, no la vida entera que bebió a buches quien se fue antes de lo esperado. Vivencias que se dejaron en el maletero de los coches y que, en fila india, contemplaban cómo sus dolientes eran en ese momento felices.
En definitiva, un simple cumpleaños donde el comer y el beber hubieran sido los protagonistas, fue no solo una celebración, se convirtió en un acto de acción de gracias a la vida, a la amistad y a la ilusión de compartir un día muy especial.
Gracias a todos y cada uno de vosotros por dejarme miraros con todo mi cariño.