De Sienna no sé si me gustan más sus famosísimos helados, o las heladeras. Son divinas.
Es lunes por la noche, el segundo lunes del mes de septiembre de 2024. Hace un poco de frío, es casi medianoche y apenas entra gente en el número 62 de la calle Narváez. Y las heladeras están conversando entre ellas.
Oigo la voz de una, de Ángela. Debe estar contando algo divertidísimo, y me atrevo a imaginar que están hablando de hombres. Y todas -Bea, Alicia, Noé y Leila- sonríen felices, absolutamente femeninas, como si fueran las actrices de una obra de teatro concebida como un canto a la vida.
Las observo desde el exterior, desde el patio de butacas que es la zona de las mesas que están sobre la acera. Porque desde donde estoy en verdad el interior de la heladería parece un teatrito: todo iluminado; mientras que los que estamos fuera somos espectadores, casi invisibles en la penumbra.
Aguzo el oído, pero sólo alcanzo a escuchar la música de las palabras sin alcanzar su significado concreto. Y tampoco las veo muy bien a todas, aunque sí suficientemente. Pero las miro, las contemplo, desde lo mejor de mí mismo; y lo disfruto muchísimo.
Es casi medianoche y la obra debe tocar a su fin. Se están vaciando las últimas mesas y a mí me toca también levantarme de mi silla. Cuando lo hago me dan ganas de ponerme a aplaudir; y aunque no me pongo a batir palmas sí que las aplaudo mentalmente.
Y cuando termino mi maravilloso helado de leche merengada, el que suelo tomar habitualmente y todas lo saben, no puedo evitar entrar para que vean mi sonrisa, pues a ellas se la debo. A su alegría, a su magia no impostada. Personas magníficas, mujeres maravillosas, las heladeras de Sienna.
Recordándolas ahora vuelvo a repetir -mentalmente- mi feliz aplauso.