El 29 de marzo de 2024, a 2.500 millas náuticas de la isla de La Gomera y a 300 millas de la isla La Deseada en el archipiélago de Guadalupe en el Mar Caribe, moría a los 75 años de un infarto el capitán de la marina mercante y navegante oceánico Javier Babé. Su cuerpo descansa hoy en la profundidad del océano Atlántico.
Javier Babé, junto con siete tripulantes a bordo del velero “La Peregrina”, cumplió así con el reto de cruzar el Atlántico Norte sin más instrumental que el que tenían los marinos hasta finales del siglo XVII, un astrolabio, un reloj de arena, una ballestilla y toda su experiencia náutica. El Reto Astrolabio fue su última hazaña, su despedida definitiva de una vida dedicada al mar. Valgan estas palabras a modo de tributo desde la amistad y la admiración.
Mi amistad con Javier Babé
Javier Babé tenía la extraordinaria cualidad -por escasa y por pasar desapercibida- de hacer sentir a cada uno de sus buenos amigos que su amistad era única, distinta, individualizada y especial. Posiblemente todos nos hemos sentido en algún momento “su mejor amigo”. Y como no era impostación, seguramente es cierto para cada uno. Sus muchísimos amigos pueden dar cuenta de esto, una forma de estar en el mundo inteligente, amable, intensa y generosa.
A Javier le conocí mucho antes de nuestro primer encuentro en enero de 1990. Estaba presente cuando de joven leía con intensidad todos los libros de los grandes navegantes oceánicos de nuestra época, Joshua Slocum, Vito Dumas, Moitessier,...También cuando, estudiando Historia en la universidad, me adentré en las exploraciones oceánicas de españoles y portugueses y descubrí a marinos como Urdaneta, Elcano, o al pontevedrés Pedro Sarmiento de Gamboa -mi héroe favorito- que, después de explorar y fundar una ciudad en el Estrecho de Magallanes -se dice pronto- fue a morir en 1592 en las mismas aguas atlánticas que Javier. Sarmiento de Gamboa tuvo la originalidad de, sabiéndose gallego, decir que había nacido en Madrid. Es posible que a Javier le pasara lo mismo.
Pero Javier también estaba en los relatos de Conrad, Stevenson, London, Melville, o en el pueblo de Lúzaro de Pío Baroja con Santhi Andía… y en las andanzas del naviero Maqroll de Álvaro Mutis. Todos ellos, junto con la estatua de Neptuno en Madrid que más tarde descubrimos le tomó como modelo, adelantaron sin saberlo el encuentro definitivo que agradeceré siempre al destino.
Esto no es literatura…la realidad fue que en el primer encuentro con Javier los dos tuvimos la sensación de ser un reencuentro aplazado. Fuimos desde el primer minuto viejos amigos de siempre. Y así fue y así será. A veces, estas cosas ocurren, consuelan y justifican este frágil vivir.
Nos reencontramos gracias a otro marino, Alejandro Malaspina, del que se cumplía en aquellas fechas el bicentenario de su viaje científico y político a América y a el Pacífico. Yo, embarcado en hacer un documental para televisión española, sin más bagaje que la pasión y unos cuantos libros leídos, estaba algo más que perdido. Necesitábamos un experto que nos hablase de historia de la náutica y en Javier encontramos la persona perfecta que necesitamos. Buscábamos contar cómo la navegación pasó del “arte de marear” de los primeros descubridores del siglo XVI y XVII a la “ciencia de la navegación” en el siglo XVIII, cuando los nuevos instrumentos y la formación en matemáticas y astronomía trataban de dar precisión y seguridad a las singladuras. Empezaba un camino sin retorno.
Pero con Javier descubrimos mucho más, descubrimos la corriente profunda que une la historia de los marinos hasta nuestros días, en definitiva, la historia de cómo se forja un navegante oceánico ahora y siempre. Una estirpe que, a pesar de este mundo virtualizado por las tecnologías, sabrá encontrar su camino para seguir formando parte de esa historia.
La navegación por estima, es decir, cuando en altamar y sin referencias de tierra navegas haciendo una estimación diaria de la distancia navegada y el rumbo seguido, era tan imprecisa que al punto que se marcaba en la carta náutica, se le llamaba “punto de fantasía”. Es poético, pero terrible cuando te juegas tu propia vida, la de la tripulación, la del pasaje o la carga. La última travesía de Javier trataba de reproducir esas condiciones en una navegación única donde diariamente se compararía su posición estimada por él con la real de un GPS transmitida vía satélite. Cuando murió, la posición por él calculada difería a penas 2 millas de latitud y 20 de longitud de la que marcaba el GPS. Una proeza al alcance de muy pocos.
Esta forma de enfrentarte al gran océano exigía un conocimiento profundo de tu barco y su relación con el medio (con el viento, el mar y sus corrientes, con el cielo, con sus nubes y tempestades, con la madera y el hierro que forman el casco, con las piedras imantadas que flotando marcan el Norte, con el latón de compases y astrolabios, con el cáñamo y el lino que mantienen el velamen en pie y lo impulsan, con la salazón, la galleta y el amontillado..). El conocimiento transmitido y acumulado en miles de horas en cubierta y la curiosidad nunca saciada, han sido la gran escuela de los navegantes. Un universo propio que generó un lenguaje y una cultura nutriéndose de marinos de todas las partes del mundo hasta convertirse en una forma universal de entender la vida. Se renovaba en cada generación de marinos el dicho de la Roma Clásica “navegar es necesario; vivir no lo es”.
Javier Babé fue el capitán de la marina mercante más joven de su generación. En su primer mando toda la tripulación era mayor que él, desde el segundo oficial al último marinero. El recordaba esta época con cierta añoranza. La Marina Mercante es un oficio de prestigio, y en aquella época tenía aún el aroma de las aventuras de antaño. No existían los buques portacontenedores que minimizan el tiempo de carga y descarga; la vida a bordo, la vida en los puertos de África, Oriente Medio, Asia, Europa o América se prolongaba y se vivía con un ritmo inalterado, una logística que de manera obligada se acompasaba al medio y que nuestra época ha convertido en pura tecnología. No existía el GPS, ni los teléfonos por satélite, el parte atmosférico se recibía por radio, el famoso barco K de los telediarios en blanco y negro informaba del devenir del anticiclón de las Azores…El sextante, el cronómetro, las colecciones de cartas náuticas, muchas de ellas dibujadas cien años antes, seguían siendo los ojos que sólo los oficiales dominaban. La estiba de la carga, la averías, las enfermedades o el mal tiempo, prolongaban la estancia en los puertos, siempre impredecible; los innumerables oficios que la navegación generaba formaban un mundo ajeno al urbano. Un tiempo, que, como todos, estaba llamado a desaparecer y Javier, consciente, lo abandonó cuando el oficio de la Marina Mercante mudaba a la mega industria del transporte marítimo.
Después de unos años de vagabundeo oceánico, Javier armó su primer gran proyecto diferenciador, la primera expedición científica española a la Antártida. Corría el año 1982 y la goleta “Idus de marzo” de 32,5 metros de eslora diseñada por él y por los ingenieros Joaquín Coello y Pedro Morales, se puso al servicio de la “Asociación Españoles en la Antártida” liderada por Guillermo Cryns para reivindicar la presencia española ante el Tratado Antártico. Cedo la palabra al propio Javier para intentar comprender lo que supone navegar en esas latitudes.
Fondeados como estábamos, la tranquilidad del surgidero se convirtió en escasos minutos en un infierno. Se pasó de calma total a vientos que estimamos muy por encima de los cien nudos. Las anclas, incapaces de aguantar el barco, comenzaron a garrear, derivando peligrosamente hacia la costa. El molinete de anclas no podía con la tensión de las cadenas y, por otra parte, tampoco había tiempo para virarlas. En cubierta era difícil mantenerse sin ser arrastrado por el viento; abrir los ojos era casi imposible. Con los dos motores a toda potencia, arrastrando las cadenas, ciegos por el agua, que desprendida de la superficie nos golpeaba como si de materia sólida se tratara, dando las órdenes al timonel gritando con todas las fuerzas en su oído, sin que apenas pudiera entender las palabras, tratábamos de evitar la cercana costa. Con los motores a punto de reventar para conseguir gobierno, buscábamos desesperadamente la angosta salida de la bahía. El movimiento superficial del agua creaba una distorsión de falsos ecos que hacían del radar un instrumento prácticamente inútil, y el ecosonda, también distorsionado por el hervor del agua, nos dibujaba un irregular fondo que, en muchas ocasiones, rozaba peligrosamente la quilla. En un momento dado pudimos reconocer el témpano que varado semicerraba la bocana; fue lo que necesitábamos, aproamos a él y, sorteándolo por pocos metros a nuestro estribor, nos vimos en aguas libres, ya lejos del efecto fohën, con un viento 6 o 7 que nos parecía una ventolina veraniega.
Una prosa transparente y clásica que invita a leer todo el relato de Javier y homenajear así a los 23 tripulantes (entre ellos Alfonso Jordana, buen amigo) y a todos los que contribuyeron a esta increíble expedición.
El siguiente proyecto vital de Javier como hemos dicho fue su colaboración con TVE en el programa “La Expedición Malaspina”. Para ello Javier encontró en “La Peregrina” con 22 metros de eslora, casco de acero, formas clásicas y marineras, un ketch a la altura de su ambición vital: capaz de cruzar el Atlántico decenas de veces y soportar los peores vientos y, a la vez, dormitar apaciblemente en puerto Meloxo, en la península de O Grove en Galicia, en la isla Culebra de Puerto Rico o en cualquier fondeadero tranquilo y a ser posible, caribeño.
“La Peregrina” como antes la “Idus de Marzo” fueron saltos al vacío, a la aventura, al riesgo personal y financiero, pero con la inteligencia y la confianza que Javier tenía y generaba. Pero el programa de Malaspina nos trajo sobre todo a su familia, a Cristina, Hugo y Óscar un trío insuperable, a su altura. Cristina hizo posible con naturalidad que Javier pudiera hacer la vida que hizo, la que quiso, hasta el final.
“La Peregrina” se convirtió en su hogar y en una herramienta de trabajo noble y leal, en una escuela náutica y también en un lugar abierto siempre para los amigos. En el barco conocí a Ana María y lo pasamos tan bien, tan pletóricos, que todavía lo recordamos juntos. Nuestros hijos han tenido la oportunidad de vivir nuestra admiración y amistad con ellos. Una buena lección de vida.
El barco fue una biblioteca flotante, pues Javier era un insaciable e inteligente lector. Leía mucho porque todo le interesaba. Compartimos muchos libros y discusiones variopintas de lo divino y de lo humano. Yo le aportaba libros difíciles de encontrar, “raros”, y él y lecturas en las que nunca me hubiese adentrado. Se reía con cariño de mis pedanterías y yo de su afán imposible por querer parecer siempre el último marinero a punto de naufragar en la barra del bar portuario. En todos los ambientes nos encontrábamos cómodos porque en todos aprendíamos algo. Javier era un conversador nato que tenía la rara cualidad de saber escuchar. Y como hemos visto, un narrador ágil, inteligente y cargado de sabiduría. La verdad es que Javier era muy divertido por inteligente.
En los años siguientes al programa de Malaspina intentamos poner en marcha nuevos proyectos juntos que tenían en la navegación el centro natural. Algunos ciertamente ambiciosos como fue “El lago español”, nada menos que contar la historia del descubrimiento del océano Pacífico por los españoles entre los siglos XVI y XVIII y recorrer sus mismas derrotas. En “El Caribe, un mediterráneo tropical” queríamos recorrer con “La Peregrina” los territorios y culturas que se dan cita a la vez en ese espacio y sus mezclas, una especie biografía cultural -creencias, gastronomía, músicas, razas, costumbres, literaturas- y humana de esa geografía fantástica convertida en protagonista. O navegar de Norte a Sur por todas las islas que componen la dorsal atlántica, desde las islas Feroe hasta Tristán de Acuña. Para ser justos, vistos en perspectiva, parece increíble la confianza que teníamos en su viabilidad. Es verdad que tuvimos poca suerte con los interlocutores. Al final, cada uno se refugió en lo que conocía, él en sus travesías atlánticas -más de cuarenta- que parecían ya rutina y yo en la rutina, está sí que auténtica, de un trabajo en Madrid.
Es difícil de explicar todo lo que se aprendía a bordo con Javier. Era un profesor nato porque unía a la experiencia real un enorme conocimiento teórico y una cultura extensa. La autoridad de Javier a bordo en todos sus barcos era indiscutible. Su conocimiento, su seguridad, se trasladaba y se reconocía de manera natural por todos los tripulantes que tuvieron la suerte de navegar con él. Daba instrucciones -no me atrevo a usar la palabra órdenes porque, aunque es la correcta en lenguaje marinero, el ordenar era contrario a su naturaleza un tanto anarquista-, con toda la tranquilidad en cualquier situación por complicada que fuera. Recuerdo que en 1993 en Venezuela nos pilló por la popa el huracán Bret, el único que en los últimos setenta años había seguido la ruta del sur impactando directamente en el continente. Puedo decir que mi hermano Alejandro y yo lo pasamos como si estuviéramos en una situación de realidad virtual. El huracán era real pero el conocimiento y temple de Javier también y allí estábamos con vientos de cien kilómetros por hora como si estuviéramos en la ría de Pontevedra, disfrutándolo. La calma después de la tempestad nos pilló cantando a pleno pulmón “la niña de la estación” de Concha Piquer.
Javier persiguió durante años rememorar la navegación no instrumental, primero con una regata desde Canarias y después con el increíble proyecto con la dorna “La Irmandiña” para cruzar el océano reproduciendo lo más posible las durísimas condiciones de vida del siglo XVII, incluyendo la ropa, la alimentación, la bebida y, por supuesto, los medios de navegación de la época.
Con ese mismo espíritu, sentido común, rigor y confianza se embarcó en su último proyecto para vencer el destino de unos años realmente difíciles, marcados por enfermedades duras y crueles. Y lo logró. Cruzó el Atlántico navegando de estima, sin tecnología, demostrando su determinación, su profundo conocimiento del arte de navegar, de las rutas oceánicas y de su barco, “La Peregrina”. Como hemos dicho, Javier clavó su posición en altamar después de 2.500 millas de navegación. El Reto Astrolabio pertenece ya a la historia de la navegación oceánica. A tres o cuatro jornadas de navegación de isla Deseada, una pequeña isla descubierta por Cristóbal Colón en su segundo viaje en 1493 y objetivo del reto, el corazón de Javier llegó al final de su viaje. Acompañado por Cristina, rodeado por viejos y buenos amigos -Toli, José, Nito, Jobó- su cuerpo, en una ceremonia tantas veces repetida en la historia de la navegación, fue lastrado con el ancla de respeto y depositado en el mar como era su deseo más íntimo y que el destino quiso cumplir.
Pero hay otros muchos momentos para recordar y todos los que navegamos con él acumulamos cientos de experiencias que nos acompañarán siempre. “La Peregrina” ya tiene otras singladuras previstas y miles de millas por la proa, nuevos rumbos con el mismo espíritu. Gracias a Cris, las recaladas en Culebra, en Azores, o en O Grove continuarán y nos reuniremos los amigos; la ausencia de Javier será ya amable. Sus amigos de la “Irmandiña” seguirán navegando por las rías en su honor. En esos momentos, a pesar de la morriña, brindaremos por él y, quizás, nos emborracharemos una vez más por la suerte de todos de habernos encontrado.
…
Fueron días felices, como tantos otros, de esos que viven los amigos, que recuerdan los amigos, que nos llenan de alegría y de melancolía a la vez, cuando sientes el paso del tiempo. Te gustaría que volvieran, regresar como antaño a navegar con él, volver a los bares y, apoyados en la barra con una Estrella de Galicia en la mano, prolongar la vida por la conversación interminable, por el afecto, por la confianza y la admiración, como si fuéramos dioses inmortales. En definitiva, dar lo mejor de nosotros mismos sin necesitar nada más, ver en el otro un puerto seguro en el que confiar. Eso, creo, es la amistad.
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