Hay arena en el suelo. Arena auténtica, de playa, de esa sobre las que se quedan varadas las sirenas cuando deciden dejar de nadar para tomar el sol y descansar. Hay conchas y agua. Y también sirenas. Estamos en el Pavón, en el mítico teatro de la calle Embajadores, con sus seiscientas butacas y multitud de espacios: el ambigú, los pasillos, las escaleras, salas en las que simplemente estar. Y también infinitos recovecos a los que sólo tienen acceso quienes trabajan en el teatro de Pepe Maya.
Pepe Maya, que al ritmo de su respiración sabia y tranquila, hace magia: está convirtiendo el interior del teatro en un inmenso mural: los pasillos, las escaleras, rincones insospechados, y hasta los cuartos de baño. Por eso hay arena en el servicio de señoritas del Pavón, arena pintada que es capaz de hacerse pasar por arena de verdad. Hay también un pelícano y un búho, medusas, paisajes en torno a los inodoros, ninfas deslizándose en el agua azul.
-¡Señor, qué hace usted aquí?
-He venido a ver las pinturas. Creo que se deben a la mano de Carlos C?
-Yo no sé quien es Carlos C, pero este es el servicio de señoras y aquí usted no puede entrar.
Negociemos. Cuando esté vacío, cuando una mano blanca tire de nosotros y nos haga entrar para ver al pelícano y a las ninfas, escuchar la risa tranquila del mar.
-He venido sólo para eso.
-¿Ha pagado usted una entrada de teatro sólo para ver el servicio de señoritas?
-Sí.
-Lo comprendo. La verdad es que es una maravilla. Por mí no hay ningún problema. Puede usted pasar y quedarse el tiempo que quiera.
Sonrío. Cuando salga mi anfitriona me quitaré la ropa -no toda, llevo un bañador debajo del pantalón- y me pondré a nadar, a mancharme la piel de arena. En el Pavón, en el teatro Pavón, hay mucha magia, muchas pinturas sublimes, y cualquier cosa puede pasar.
Excelsior.