Hacían falta muchas sillas, montañas de sillas. A veces hasta casi veinte. Tenía la casa llena de ellas. Ahora ya no hacen falta. Pero las sillas siguen viviendo por la casa. Apenas dos o tres se han ido a la basura por viejas, rotas o gastadas. Acabo de acariciar el respaldo de dos de las mejores y más antiguas, de madera mimosamente barnizada. Y he recordado aquella época en la que las sillas me ayudaban a ganarme el pan, y hasta la cerveza. Daba clases, en mi casa, de magia literaria. Sería mentir si lo dijese de cualquier otra manera. Magia literaria. Me ufanaba de ser capaz de sacarle un cuento deslumbrante a cualquiera. Sigo siendo capaz de hacerlo. Aún mantengo una alumna a través de la brujería de Internet, y tiene que ser así porque vive en Australia. Y ayer recibí a un viejo compañero de colegio con el que hice muchas veces magia, literaria, y aún más magia.
Pero dudo que vuelvan a hacer falta tantas sillas. Hasta veinte alumnos alrededor de la mesa, veinte aprendices sería una expresión más exacta, yo siempre con prisa por acabar la clase, para volver a estar conmigo mismo, pero no fallaba, nunca fallaba.
Las sillas. Por toda la casa. Como si aguardaran. Seguras de que antes o después las circunstancias harán que vuelva a necesitarlas. Y quizás sí. ¿Quién soy yo para guardarme sólo para mí mismo mi pequeña magia?