Hubo un momento en el que apenas podía reprimir las ganas de ponerme a bailar.
Ya el día anterior, la del miércoles cinco de febrero, me relamía ante la perspectiva. En mi cabeza se desplegaban carteles luminosos anunciando la gran velada. Gran Velada, como en el boxeo. En una esquina, con calzón de Edad Tardía, el gran Landero, en la opuesta con calzón de Padre y Pistolero, Soler, El Anfitrión… Imaginaba y sonreía.
Pero ni mi imaginación, que tiene fama de torrencial, podía adivinar cómo iba a discurrir la gran velada.
Y sin embargo el propio jueves estuve tentado de no ir: me dolía la cabeza y me sentía fuera de punto, aún atrapado por el eco de la reciente operación de una doble hernia…
-¡Esté como esté no me lo pierdo por nada del mundo! -me rebelé en voz alta.
Y qué bien que me hice caso. Sé que todo está grabado y seguro alguien lo subirá a Youtube o similares, y por eso me voy a permitirme no perderme, extenderme demasiado, dando detalles o dibujando anécdotas; aunque como muestra al final de este artículo pegaré el enlace a una breve película en formato cuadrado que empieza con unos calcetines rojos, que traen suerte a su propietario, y que en apenas tres minutos dibuja ya el clima de lo que iba a ser la Gran Velada Literaria entre Landero y Soler, Soler y Landero (tanto monta, monta tanto).
Sin embargo sí quiero dejar constancia de un momento inesperadamente grande, que me hizo sentir como si estuviera viviendo en el interior de una novela, o película: un tipo que estaba sentado a mi lado, a quien no conocía de nada pero que tenía una vibración buenísima (pero buenísima, buenísima), se levantó, y calló a los púgiles de las letras para ponerse a hablar él; se sentó al borde del escenario (como si estuviese en las escaleras de cualquier sitio) y explicó que él era el editor de La pistola de mi padre, que era él quien había elegido al autor, y no viceversa, y -necesito añadir- que además hablaba como si fuera de otro rincón del universo: pronunciando las eles como si fueran elles. El tío, el tipo, el editor, se llamaba, y llama, Manuel Turégano, y fue él quien hizo que, un par de horas después, cuando ya estábamos todos en el primer bar, me entraran esas ganas de bailar incontenibles con las que he abierto este texto. Y fue también él, sentado al pie del escenario, en las escaleras de ningún sitio, con sus eles convertidas en elegantísimas elles, quien -en mi opinión- marcó el tono y nos hizo sentir a todos que era importante bebernos cada palabra de Rafael Soler y Luis Landero, porque estábamos ante la demostración, la prueba incontestable, de que la literatura, la gran literatura, es pasión y vida.
-Si alguien del público quiere preguntar algo, puede hacerlo, pero ya vamos muy mal de tiempo.
¿Muy mal de tiempo? Pero si esto acaba de empezar, si yo plantaba aquí una tienda de campaña y me quedaba a vivir tres vidas seguidas. Si apenas hará quince minutos que ha comenzado.
Los relojes, en desacuerdo conmigo, aseguraban que yo no me entero de la realidad y que ya había pasado más de hora y media.
Sucedió en la SGAE, Sociedad General de Autores de España, el jueves 7 de febrero de 2025. La sala sin una sola silla libre. Un centenar de personas y casi todos escritores. ¡Qué ambientazo! ¡Qué alegría! La pistola de mi padre aunándonos a todos, haciéndonos familia.
Me quedé con media docena de nombres y teléfonos. Y ya casi a medianoche me fui a casa en un autobús acompañado por una musa. Sesenta libros llevaron y sesenta libros vendieron los de Ediciones Contrabando. Nunca había visto a un editor tan parecido a cómo yo imaginaba debía ser un editor, antes de hacerme profesional y conocerlos a casi todos; ni siquiera tenía ese nivel Jorge Herralde, quien me llamaba hijo cuando yo le llamaba padre.
Aunque… (ruego se me permitan los puntos suspensivos) la clave, las manos -invisibles- que sostuvieron esa burbuja perfecta y felicísima, era la dueña del nombre que más veces repitió durante toda la noche el autor protagonista del acto: Lucía.
(vean el pequeño video y contágiense de la alegría)
Excelsior.