“Lo que yo quiero son realidades. No les enseñéis a estos muchachos y muchachas otra cosa que realidades. En la vida sólo son necesarias las realidades”, esto escribía Charles Dickens al principio de Tiempos difíciles.
La realidad es el mejor absurdo, porque enseñar la realidad es enseñar aquello que nunca nos paramos a mirar en esta sociedad neo-imbécil-capitalista que está abocada a la posverdad y la desrealización. La Brecha Teatro produce su particular Día de Furia, donde nada parece salir como debía, traduciendo el esquema vital de la mayoría de nosotros cuando intentamos cumplir lo que parece que son nuestros sueños de estabilidad laboral y social. El espectador se sienta en la butaca y comprueba que el buen sentido del humor no hace ninguna gracia, aunque no pares de sonreír. Realmente se ríe tu subconsciente, viéndose retratado día tras día en una carrera jeroglífica hacia ninguna parte.
El texto de Soler es primoroso, depurado, descarnado, roto, vivo e hiperrealista hasta lo surrealista. Quizá ese buen texto hace que algunas partes de la obra sean un tanto narrativas para luego colapsar hacia un frenesí físico, dejando claro que el cuerpo y la mente, que la palabra y el gesto están disociados en esta propuesta, separados con un bisturí lleno de temor, de ansiedad, de llegar a… de tener que… de tiempo que no se maneja. El tiempo se gasta, desparece en manos de las tres actrices que no llegan a entender cómo atrapar los segundos de su propia vida.
Una idea de mujer que nada tiene que ver con las manidas reinterpretaciones pseudoestéticas del mundo instagrammer. Carmen Soler plantea una mujer tan real que es apenas conocida. Luego, una cosa que me suele gustar poco, y es que los directores sean a su vez actores (he visto demasiados despropósitos y demasiados egos subiditos)… Sin embargo Soler está a la par de sus compañeras, Olga Goded y Belén Chanes. Las tres hacen de una y trina, haciendo una espectacular demostración de trabajo corporal, emocional, gestual y textual. Tres actrices excelentes demostrando que no hace falta nada más sobre un escenario que técnica, talento y verdad.
Como Joyce nos enseñó en su infumable novela, un día puede servir para relatar toda una vida, todo un estado. La obra vuelve estos días a El Umbral de Primavera, en Lavapiés (Madrid). Aconsejo que, quien esté un tanto dubitativo sobre si reírse o no de su propia realidad vaya a ver esta propuesta teatral, tan efervescente como interesante, tan seria como desternillante. Quizá, como hice yo después de verla, sientan unas ganas irrefrenables de dejarse caer en ese Azul unos días, sintiendo la felicidad de nuestra propia locura, de nuestra propia estupidez, tan inconexa y absurda como preciosa.