Confieso que cuesta escribir sobre cuanto uno ha vivido, ya sea porque tras cada imagen pervive una emoción o un sueño roto.
Esa debe ser la razón por la que muchos mueren abrazados a una fotografía o por la que Mallory conquistó la cima del Everest y nunca se halló la imagen de su familia en la cartera que acompaña a su cadaver aterido.
Pasados los años, uno descubre que tal vez uno se encontraba justo en ese lugar, para justificar el reverso y, en mi caso, porque yo no conocía el mar y Nole me llevó a descubrirlo.
Fue una noche de tormenta en Manhattan, en la que todo el estadio gritó el nombre de su rival, Rafael Nadal, (lo de Rafa ya queda obsoleto).
Aquella noche Urdangarin y su esposa Cristina, se empecinaban en lo que parecían insultos en serbio a Nole, que así pondera el poder y el periodismo deportivo patrio a sus idolos en detrimento de los ajenos.
De todos los protagonistas de la historia del deporte, sin duda el más universal fue Muhammad Ali, que llegó a perder la corona mundial, por su aversión a la guerra del Vietnam, donde no quiso alistarse. Fue sojuzgado por antipatriota y su nombre tachado de los cuadros de honor que aligeran las notas de sucesos.
Pero, salvo dicha excepcion, Djokovic es el más grande deportista de la historia.
Pocos recuerdan que cuando la masa enfervorizada atenazaba a los rebeldes del COVID, él se negó a vacunarse y justo por eso llegó a ser encarcelado en Australia, en aquel Park Hotel convertido en prisión; y sin pausa deportado.
Al año siguiente, Djokovic volvía a Melbourne y ganaba el Open de Australia, mientras aun hay quien busca el justificante de la vacunación de Rafa, entre tantos archivos y documentos desclasificados, que siempre son atribuidos a hackers rusos.
Este año, en el que la pista central de Roland Garros regalaba una pisada al manacorí, Nadal fue incapaz –en su discurso inicial- siquiera de referirse al honor de haber podido enfrentarse al serbio en buena lid; hasta que pudo observar -incrédulo- que se hallaba –junto a Federer y Murray- esperando a salir a una pista donde la honra era patrimonio de otro.
Ayer, nadie contó que tras la última derrota en Paris, Djokovic se arrodilló y manchó sus labios del rojo de la arcilla de su pista central.
Los serbios, como los palestinos o los gazaties, son la escoria que no tendrán quienes les escriban en los medios publicitarios de Occidente; pero hoy, aunque sea una lagrima en la lluvia, quiero referirme a él. Condenado por creer en las proezas justas, nunca tendrá una pisada, aunque el aire que se respire sea el de las causas por las que merece la pena luchar.
Debe ser que la existencia versa sobre el elogio de la ceguera.