La perfección permanente carece de magia y no es novedad. Dicho de otro modo: aburre. No negamos que Max Verstappen ha estado inmenso en Spa, que ha sido más fuerte incluso que la lluvia, que ha sacado a su compañero casi medio minuto después de salir en sexta posición. Todos eso es cierto y lo aplaudimos.
Pero ¿y el misterio, la competición, la emoción de no saber quién va a ganar? Gana Verstappen y pierde la F1.
Y por eso, para nosotros que llevamos mucho tiempo mirando la Máxima, lo verdaderamente grande hoy han sido Alonso y Hamilton. Bonito que hayan acabado uno detrás de otro. Bonito que vayan prácticamente igualados a puntos en el campeonato. 149 puntos Alonso y 148 puntos Hamilton. Aguanta el bicampeón y no deja de soñar con la 33, mientras que el heptacampeón quiere un mundial más.
Divino como le ha quitado la vuelta rápida a Max. Apoteósico. Inolvidable. Quitarle algo a Dios.
Ya es imposible que Hamilton o Alonso, a no ser que el destino hiciera una pirueta muy extraña, que ninguno de los dos puedan alzarse este año con el mundial.
Pero verlos ser grandes cuando las circunstancias les empujan hacia abajo resulta estimulante y ejemplar. Mirarlos nos recuerda que no hay que rendirse nunca, que hay que ser siempre fiel a uno mismo y no perder la fe en la propia capacidad (la que tengamos, la que nos haya dado el destino o hayamos logrado a fuerza de luchar).
La prueba de su grandeza, la de ambos, es que George Russel, ese pilotazo alucinante, no ha conseguido quedar por delante de ninguno de los dos.
No todo puede ser Abu Dabi 2021; pero ojalá si lo pudiera ser. Ojalá.
Tigre tigre.