Maradona o la necesidad del mito para sostener la civilización humana

27 de Noviembre de 2020
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Decía Albert Camus que los mitos tienen más poder que la realidad. Y quizá sea ahí, en el componente evasivo o escapista de un mundo siempre doloroso y lacerante que nos rodea, donde radica la explicación de por qué el ser humano necesita de mitos como del agua para vivir. Desde bien pequeños nos enseñan a consumir historias legendarias de héroes y heroínas no solo porque nos emocionan, nos entretienen, nos enseñan y nos elevan el espíritu −aunque solo sea por un momento−, sino porque el mito que se proyecta hacia la eternidad es el elemento fundamental sobre el que se asienta la civilización humana. La tribu crea al mito (y no al revés). Es así, mediante relatos más o menos reales o fantásticos sobre atletas, guerreros, artistas y sabios, como se construye la historia cultural de una sociedad. O en palabras de Robert Graves, el mito es una manera de insertar imágenes en una forma de pensamiento cultural.

Por eso el mundialmente llorado Diego Armando Maradona es ya un icono, un tótem, un mito. O al menos lo fue durante el siglo XX −el que lo vio reinar sobre sus verdes dominios del estadio de fútbol−, ya que en los últimos años se había convertido en una sombra de lo que fue. Desde el principio la historia de Maradona, como la de Aquiles, Julio César, el Rey Arturo o Napoleón, tenía todos los ingredientes para convertirse en leyenda. Nacido en Villa Fiorito −un barrio situado a pocos kilómetros del centro de Buenos Aires sumido en la pobreza, la droga y la delincuencia− su única arma para abrirse camino en la vida fue una pelota de fútbol. A ella se aferró como a su mágica Excálibur para sobrevivir, imponer su fuerza y su talento y extender su imagen icónica sobre el mundo entero.

Hoy muchos se preguntan cómo puede ser que un hombre caído en el pozo negro de la adicción, en las cloacas de la camorra napolitana, en la vergüenza del maltrato machista y en la evasión fiscal, puede haberse convertido en un referente cultural en todo el planeta. Nada de lo que se haya escrito sobre la decadencia de Occidente explicará el misterio sin resolver. Desde tiempos inmemoriales, el ser humano se ha identificado con unos pocos elegidos, con sus vicios y virtudes, a los que ha querido emular. Por eso la causa del fenómeno Maradona quizá haya que buscarla, una vez más, en la dura infancia que le tocó vivir, en sus orígenes más humildes. Dieguito pasó del arroyo pestilente del extrarradio de una gran ciudad como Buenos Aires a la limusina con champán, de no poseer nada a tener el mundo a sus pies e incluso a ser reverenciado como una especie de dios o chamán. Millones de personas, parias de la famélica legión de todo el mundo, lo admiraban precisamente por esa razón, porque pese a haber alcanzado la fama, la gloria y el dinero, jamás se olvidó de su ascendencia plebeya, ni del olor rancio a madera quemada, ni del hedor a húmedo callejón de Villa Fiorito. Ahí radica el espíritu maradoniano que se extiende como un símbolo por todo el orbe, futbolero o no. Hoy son muchos los que recuerdan la generosidad de El Pibe, un auténtico cajero automático con piernas que nunca daba la espalda a un viejo amigo de aquellos años de infancia. De hecho, ese fue uno de los grandes errores de su vida: haber sido fiel a aquella pandilla de muchachos de la Bombonera (no siempre recomendables) que terminaron arrastrándolo al inframundo de la cocaína.

Hoy, mientras las portadas de los periódicos lloran su muerte, sabemos que Maradona fue el Che Guevara del fútbol que acribillaba a golazos al pérfido enemigo inglés invasor de Las Malvinas; un Fidel Castro del balompié que plantaba cara al gringo supremacista y prepotente. El 22 de junio de 1986, cuartos de final del Mundial de México, Diego Maradona ganaba su batalla definitiva, la que lo consagró para la historia con aquella carrera sobre el ardiente Estadio Azteca en la que fue sorteando ingleses, uno tras otro, hasta anotar un gol imposible cuya belleza y plasticidad ningún futbolista ha conseguido ni conseguirá superar jamás. El espacio-tiempo se detuvo por un instante haciendo añicos las leyes fundamentales de la naturaleza. Lo que hizo Einstein abriendo nuevas puertas a la ciencia lo consiguió El Pelusa en aquel eslalon para la eternidad con constantes cambios de ritmo, perfección técnica inusitada y una magia nunca antes vista en un estadio de fútbol. Poco antes del mítico minuto 55, el nuevo Zeus del fútbol había marcado aquel gol ilegal, “la mano de Dios”, que acrecentó aún más su leyenda. Inglaterra sufría dos derrotas en una: la de la humillación a manos del pícaro bonaerense y canchero; y la del potente hombre-bala, un misil o “barrilete cósmico” que atravesó el estadio azteca a veinte kilómetros por hora y que dio de lleno en la línea de flotación de la Royal Navy, vengando las atrocidades cometidas por el Imperio de su Majestad en Las Malvinas. Había nacido el mito que trascendía los limites del deporte.

Desde aquel día glorioso, Maradona fue mucho más que un pelotero, fue un héroe de guerra para todos los argentinos. Desde entonces se convirtió en un “futbolista-político”, un referente social como en su día lo fue Jesse Owens −el atleta negro que con sus récords mundiales en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 amargó la fiesta racista a Adolf Hitler−, o el boxeador Muhammad Ali, otro icono al que las minorías étnicas y los pobres sin futuro idolatraban como un líder contra la injusticia y la opresión.

Según el antropólogo Claude Lévi-Strauss, todo mito nos pone ante el misterio de una pregunta existencial (el nacimiento, la muerte, el dolor, la victoria y la derrota, la verdad de la vida); está formado por contrarios irreconciliables (creación contra destrucción, vida frente a muerte, dioses contra hombres, el bien contra el mal); y nos reconcilia con nosotros mismos tras esa lucha interna conjurando nuestra angustia. De ahí la catarsis. Al dios Maradona lo hemos visto arrastrarse por el fango de la droga, atropellar y disparar perdigonazos contra periodistas, ser acusado de abuso sexual y perder la cabeza con sus borracheras. La autodestrucción personal, el destino fatal y el malditismo suelen acompañar a los grandes mitos, como aquellos semiodioses de la Antigua Grecia que eran capaces de lo mejor y de lo peor. “El Diez” era humano, quizá demasiado humano, y por eso precisamente lo adora el pueblo. Por esa razón miles de argentinos desfilan estos días por la Casa Rosada, entre sollozos y lágrimas, para dar su último adiós al fenómeno. Maradona no fue ningún dios digno de adoración como dicen sus adeptos de la Iglesia maradoniana (entre otras cosas porque los dioses no existen), solo fue un hombre con más defectos que virtudes a quien la gente eligió por circunstancias del destino para llevar la pesada corona. Esa aura de vulnerabilidad, de carnalidad, de mortalidad, es lo que hace que algunos héroes se conviertan en leyendas eternas y sean amados por la tribu de generación en generación.  

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