Está claro que el inigualable Carlitos ha nacido para los grandes torneos. Y especialmente para los más auténticos y antiguos: Roland Garros y Wimbledon.
En la segunda ronda, todos lo sabíamos, le tenía ganas a su rival. Marozsan. Le había derrotado en Roma en su anterior enfrentamiento.
Tocaba responder. Ponerle en su sitio. 6-1. En el primer set y a favor de El Mito del Palmar, por supuesto.
Y aunque el segundo set es para su rival, la superioridad de Carlos Alcaraz es tan evidente como apabullante.
Está en su terreno, en su salsa, en su elemento. Es el niño que jugaba con la raqueta mientras se comía los bocadillos que le preparaba a su abuela y contaba, con sus amigos, cuantos golpes eran capaces de dar, sin dejar de masticar en ningún momento, hasta que la pelota caía al suelo.
En Roland Garros Alcaraz rescata a ese niño, pero protegiéndole con una armadura única en el mundo: su propio cuerpo capaz de velocidades y reflejos que rozan lo inverosímil. Muchas veces hemos dicho que nos recordaba a Spiderman.
En Roland Garros la cima, la final, pesa muchísimo, importa muchísimo. Hay que llegar ahí para jugar el gran partido.
Pero los pasos previos ya son parte de esa gran final que, en un principio, debería enfrentar a los números uno y dos del mundo, a Alcaraz y a Sinner.
¡Para que veas que voy en serio, y cómo estoy jugando, amigo mío!
Tigre Tigre