Se cae el mundo. Los comentarista de todas las televisiones del planeta se quedan sin palabras y apenas les sale un grito ahogado de la boca.
-Got It.
-C'est fait.
-Yǐjīng shíxiànle.
Y Nadal vuelve a ser Nadal. Se mueve como un toro sobre la pista. Parece más grande y más alto que Zverev.
Qué momento inolvidable, qué momento genial. I
Ya no importa si al final pierde o gana este partido, si acaba llegando a la final de Roland Garros y llevándose el trofeo por décimo quinta vez.
Eso no importa. Ahora ya no importa. Lo trascendente, lo mágico, lo que hace que el mundo se detenga, es que vemos a Nadal tan poderoso como siempre jamás. Si no es este año será el siguiente. O incluso no será.
Pero no importa. Pausamos los relojes y el tiempo y las expectativas en ese preciso momento exacto. Cuando Nadal le rompe a Sverev el servicio en el segundo set. Y volvemos a pausarlo todo cuando en el tercero -de modo incontestable- se lo vuelve a romper.
El resultado final del partido ya lo sabe todo el mundo.
Que nadie se queje. Todos hemos visto a Rafael Nadal volviendo a ser Dios. Volviendo a volar.
Tigre Tigre