Mbappé estuvo en una secta

05 de Junio de 2024
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Mbappe

Vivimos en el siglo de las sectas. Qanon corroe de odio y superchería la democracia yanqui; las monjas cismáticas de Belorado se separan del Vaticano; y los partidos políticos se convierten en entes cerrados, tribales, endogámicos. Durante todos estos años, Kylian Mbappé no ha estado jugando en un equipo de fútbol (véase el PSG), ha estado metido en una secta. Él quizá no lo sepa aún (las personas abducidas por los grupos sectarios no son conscientes de dónde han estado hasta que logran salir de la pesadilla), pero el hombre va tomando conciencia a medida que van pasando las horas, reflexiona sobre su pasado y asume que ya es jugador del Real Madrid.

Ayer, la estrella futbolística del momento hizo unas reveladoras declaraciones a la prensa: “Me siento liberado, aliviado y orgulloso”. Lo de orgulloso se entiende, a fin de cuentas, va a fichar por el club deportivo más laureado de la historia y no por cuatro chavos. Pero eso de que se sienta “liberado y aliviado” da que pensar. Y mucho más después de escucharle decir que el último año con los jeques de Al-Khelaifi ha sido un infierno. Advertencias, amenazas, chantajes, todo para evitar que fichara por Florentino. Incluso le hicieron ver que no jugaría más, condenándolo al banco del jubilado. “Me lo dijeron violentamente a la cara. Sin Luis Enrique y Luis Campos no hubiera puesto un pie en el campo. Me salvaron. Esa es la verdad”. Hay muchos secuestrados con una vida más digna.

Estamos sin duda ante una confesión personalísima del crack que puede traer cola en lo deportivo y en lo político. La UEFA debería tomar cartas en el asunto contra estos clubes-estado que tratan a sus futbolistas como cautivos de una caravana de camelleros. Y Macron no debería hacer la vista gorda y los oídos sordos ante lo que está pasando en la Francia de la liberté, egalité y fraternité. A Mbappé lo han tenido metido en una jaula de oro, un esclavo entre jaimas de lujo y delicias árabes, pero esclavo, a fin de cuentas. Y la pregunta es: ¿a cuántos jugadores del Paris Saint-Germain y de otros clubes financiados por las economías arábigas le están aplicando este régimen de vida propio de estados antidemocráticos, medievales, autoritarios?

Basta ya de sultanes con maletín y jet privado en el mundo del deporte; basta ya de jeques que se compran una taifa futbolera para instaurar la sharía deportiva pura y dura. Hoy es un equipo histórico francés el invadido por el colonialismo financiero ismaelita. Mañana puede ser el Betis, el Sporting o el Bujalance. Y así, poco a poco, vamos desvirtuando la competición, vamos convirtiendo nuestro fútbol en un extraño y despersonalizado zoco persa donde se mezclan las inversiones globalizantes con el crudo, el Corán a palo seco y el tráfico de estrellas rutilantes. Conviene recordar que Qatar Investment Authority, el holding que está detrás del club parisino, se convirtió en el dueño absoluto del PSG en 2012, después de comprar el cien por cien de las acciones (primero un setenta, después el treinta por ciento restante) en una operación relámpago como aquellos asaltos de los corsarios berberiscos que sembraron el terror en el Mediterráneo.

No entraremos aquí a valorar en la escasa ética que mueve a estos clubes-estado, relucientes escaparates mediáticos para países donde la mujer es humillada, los homosexuales son cosidos a latigazos y los inmigrantes mueren en el andamio por el faraoncillo de turno. Arabia, Catar, Abu Dabi, qué más da la franquicia o el sello con denominación de origen. Esta gente, estas dinastías del turbante y las gafas negras, se han empeñado en apoderarse a tocateja de nuestros gloriosos y centenarios equipos de fútbol, y cualquier día le quitan el escudo de toda la vida al Manchester City de Guardiola y plantan la bandera con la media luna o el logo de la petrolera de turno. Los derechos humanos, y no el pelotazo (nunca mejor dicho), deberían alumbrar la competición deportiva, pero hace ya tiempo que claudicamos, enarbolando la bandera blanca y entregando nuestras tierras, nuestros verdes prados futbolísticos, al nuevo colonizador.   

Mbappé no era una persona, era un esclavo en calzoncillos sin saberlo. Le habían llenado la cartera de petrodólares y vaciado la cabeza de ideas propias. Año tras año, Florentino llamaba a su puerta, él se dejaba querer (“el Real Madrid es el equipo de mis sueños”, decía), pero al instante aparecía el carcelero beduino con un cheque en una mano y las normas de la secta, de obligado cumplimiento, en la otra. Y otro año más perdido con Les Bleus. El París ha dilapidado miles de millones cada año en busca del vellocino de la Champions, un proyecto tras otro a la basura, pero al final, de una forma o de otra, la orejona siempre termina en las vitrinas de Chamartín después de un gol del feliz Lucas Vázquez, el honrado Nacho o el realizado Carvajal. Un fiestón madridista amenizado con un buen pata negra y regado con los caldos de la tierra, manjares repudiados por los integristas del poder árabe.

Sabemos que ahora que Abascal avanza con su nefasto discurso racista (“más muros y menos moros”) quizá no sea políticamente correcto abogar por un fútbol genuinamente europeo, auténtico, libre de las multinacionales de la África opulenta, que también existe. No nos entiendan mal. El fútbol es patrimonio de la humanidad, del inglés y del marroquí, del francés y el senegalés, del alemán y el nigeriano. Pero una cosa es que la pelota ruede, uniendo culturas y razas, y otra que la piratería del capitalismo berberisco nos invada, imponiéndonos su modelo de vida reaccionario y ultrarreligioso. No sabemos si Mbappé triunfará en el Madrid o será un bluf como otros muchos que no soportaron la presión (mucho nos tememos que la madre lo trata como a un niño y el Bernabéu es un escenario grandioso solo apto para hombres). Pero al menos, durante un tiempo, podrá experimentar la sensación de ser una persona dueña de su destino, no el enésimo atrapado por una secta destructiva que aliena al ser humano, poniéndolo mirando a la Meca. Bienvenido a la libertad.

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