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El COVID y la sanidad pública

25 de Febrero de 2023
Actualizado el 02 de julio de 2024
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El modelo de la sanidad pública, al cual llegamos muchas décadas después que la mayoría de nuestros vecinos europeos, sufrió una primera oleada de ataques cuando el ultraliberalismo intentó convertir una parte de la misma en negocio privado.

Nos referimos, claro está, a la prestación del servicio sanitario con medios y personal propios, o a través de empresas privadas y no a la gestión de los medicamentos, o de los recursos materiales y equipamientos sanitarios, que eso siempre ha sido campo privado.

Una segunda ofensiva se produjo cuando algunos gobiernos autonómicos del PP, a finales de los 90 y principios del nuevo siglo, convirtieron la sanidad española en un campo de experimentación de modelos que privatizaban la gestión directa de la sanidad pública a través de fórmulas como los conciertos, los PFI, la gestión privada, mixta y cuanto se les ocurrió por el camino.

El resultado final fue que unos cuantos consejeros de sanidad, especialmente los procedentes de la Comunidad de Madrid, terminaron ejerciendo como importantes expertos sanitarios al servicio de las grandes corporaciones a las que abrieron camino. La crisis económica desencadenada en 2008 contribuyó a facilitar el deterioro de la red pública sanitaria. Así, cuando llegó la pandemia nos pilló en las peores condiciones posibles y el sistema se tensionó hasta límites inaceptables. La atención sanitaria en las grandes ciudades quedó colapsada.

El mundo quedó parado durante meses. Esos más de 4.000 millones de viajes anuales que se realizaban en avión, quedaron en un paréntesis y se generalizaron los confinamientos, en un intento de evitar la expansión descontrolada de la pandemia.

Nuestros mayores quedaron desatendidos en sus residencias, pese al esfuerzo de movilizar un número mayor de unidades de cuidados intensivos. De repente ya no había ninguna otra enfermedad. Se ralentizaron los tratamientos de todo tipo de enfermedades crónicas y graves, así como la detección y diagnóstico de las mismas.

En los próximos años pagaremos el precio de esta debilidad del sistema sanitario público en forma de muertes que pudieron ser evitadas. Durante muchos meses la casi totalidad de las camas hospitalarias en lugares como Madrid se emplearon para intentar contener el golpe de esa enfermedad desconocida que nos invadió sin consideración alguna, sin anunciarse, sin avisar de su llegada.

Este tipo de cosas ocurren, hasta el momento, cada muchos años. Nuestras vidas son cortas, nuestra experiencia abarca pocas décadas. Nadie tenía la experiencia necesaria para ponerse al frente del combate. Dimos muchos palos de ciego intentando encontrar las mejores medidas para proteger, prevenir, controlar al virus.

No sabíamos nada sobre síntomas graves, efectos secundarios, cronificaciones indeseables. No sabíamos nada de los trombos, problemas respiratorios que no respondían a los tratamientos habituales. No teníamos respiradores, ni tan siquiera mascarillas y un puñado de desalmados hizo negocio con nuestra enfermedad y nuestra muerte. Pagamos mascarillas a precio de oro.

Hubo que improvisar tratamientos inventados por expertos en pandemias, o ensayados por el personal hospitalario. De pronto todos adquirimos prácticas de limpieza impensables hace bien poco tiempo y hasta ridículas.

El personal sanitario realizó un esfuerzo que rayaba el heroísmo, sacrificando su propia vida familiar. La ciencia encontró, en el uso de la Inteligencia Artificial, el tratamiento de los grandes datos sanitarios y la utilización de los algoritmos, la oportunidad de analizar, conocer la enfermedad, sus debilidades y encontrar fármacos y vacunas en un tiempo muy corto. Una experiencia que será muy útil para hacer frente a nuevos brotes y nuevas enfermedades.

Pero, pese a todo, no aprendemos de los errores. Pasada la pandemia queremos volver a la fiesta salvaje de la que veníamos. Si tuviéramos dos dedos de frente, nos volcaríamos en tener un servicio público sanitario fuerte y una investigación pública poderosa, capaz de utilizar la abundantísima información clínica disponible, para crear instrumentos que nos permitan tomar decisiones adecuadas, prevenir la enfermedad y salvar vidas.

El uso del algoritmo y de la Inteligencia Artificial serán muy importantes, pero por encima de ellos están las personas, la transparencia y la limpieza en la utilización de nuestros datos como pacientes. No me refiero sólo a la utilización empresarial de esos datos, la mercantilización de nuestras vidas, el negocio que se basa en nuestras necesidades, sino sobre todo, al objetivo prioritario de mejorar los diagnósticos, los tratamientos, las terapias y la curación de las personas.

La pandemia ha sido una experiencia brutal, pero el olvido es muy fácil, una tentación poderosa, aunque todos sabemos que es un lujo que no podemos permitirnos. Porque volverá un COVID, con otro nombre y necesitaremos una poderosa sanidad pública que venga en nuestro auxilio.

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