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El niño de Víznar y la última esperanza de la República

Encuentran los restos de un menor de entre 11 y 14 años asesinado durante la Guerra Civil

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Estaba allí abajo, en el frío barranco de Víznar, sepultado bajo un lecho de olvido. Solo, en su mortaja de tierra, con un lápiz y una goma de borrar en el bolsillo; solo en su sueño eterno de juegos y risas vilmente truncado. Dos disparos de hierro sonaron en medio de la nada. Dos disparos. El crimen fue en Granada, en su Granada.

Al niño de Víznar, de 11 años, quizá 14 (nadie sabe con certeza qué edad tenía), lo fusilaron unos salvajes. ¿Pero quién era este chiquillo, qué pasó allí, qué viene a decirnos? ¿Por qué lo arrancaron de sus padres para quitarle la vida? ¿Por qué lo hicieron, por qué? En la cuna del hambre, mi niño estaba…

Sin duda, este pequeño desconocido, el ángel sin nombre que se llevó consigo su secreto y el de la historia de España, viene del Más Allá con un mensaje de justicia y concordia. Frente a la pistola bestial del falangista, un lápiz inocente. Frente a la mala baba de los verdugos, un rostro cándido y luminoso. Frente al odio atroz, los ojos que no comprendían nada y lo comprendían todo. Nadie debería matar a un niño, ni siquiera en medio de la guerra más cruel, como fue la nuestra.

¿Cómo pudieron vivir los asesinos con semejante crimen a sus espaldas? Había que matar a ese niño porque era la semilla más peligrosa, la simiente roja de un mundo mejor, más civilizado y culto, ya liberado del yugo fascista. Matando el presente, mataban el futuro. Solo que no lo consiguieron, porque hoy los huesos del niño brotan de la tierra fresca como un tallo robusto, ese mismo tallo que no dejaron crecer, ese tallo que cortaron de raíz con un estampido de sangre y fuego. Al alba mataron a Federico, un niño grande y rebelde también, un niño que jugaba traviesamente con su lápiz y un papel, y por eso molestaba. La poesía es el arma más letal que existe. Un verso puede sacudir la Tierra entera como un terremoto. De la mina y la madera más noble nacen las palabras, el conocimiento, la razón y la verdad. Todo eso que, en aquellos tiempos oscuros, era como el ajo para los vampiros del nazismo con su letanía del abajo la inteligencia, viva la muerte. La República Española no fue más que eso: un niño con un lápiz al que no dejaron crecer; la última esperanza para un pueblo bárbaro sin las cuatro reglas bien aprendidas (entre ellas, el no matarás); un viejo maestro de acá para allá con su carromato cargado de libros, su pizarra y su candil. El alumno miraba al viejo pidiendo respuestas y este, silencioso y trémulo por la inmensa tragedia que venía, no las tenía. Eso, y poco más, fue la República.

Mataron a un niño (en realidad mataron a muchos como él) y no sabemos por qué. Mataron a ese niño cuando la luz asomaba, tal como escribió don Antonio. Qué gesta de raza valiente, qué heroicidad, qué patriotismo. Unos hombres hechos y derechos clavándole el cañón de hielo en la sien al ángel del lápiz. ¿Qué crimen había cometido el rapaz, dibujar unos monigotes de papel, soltar unos ripios infantiles peligrosos, colorear de morado una bandera nacional? ¿Qué llevó a las alimañas a apretar el gatillo en lugar de perdonarle la vida? ¿Acaso los criminales no tenían hijos, es que no habían sentido la ternura, el amor, la misteriosa y cálida felicidad que experimenta quien sostiene a un niño entre sus brazos?      

Caprichos de la historia, justo cuando el fantasma del niño retorna de entre el millón de muertos, justo cuando la memoria nos trae el recuerdo del pequeño mártir de la libertad, el valenciano Mazón y su cuadrilla de blanqueadores del franquismo aprueban una infame ley de concordia que entierra la memoria sin condenar la dictadura, humillando a las víctimas y proclamando otra vez la falsa victoria del bando nacional, que en realidad fue una derrota, solo que aplazada cuarenta años. Justo cuando la frívola Espe Aguirre manipula el reloj de la historia, colocando las manecillas de la Guerra Civil en el 34 y no en el 36, vuelve el espíritu de este pequeño combatiente pasivo, de este pequeño republicano al que matan una y otra vez cada poco tiempo, a tiros o a leyes injustas, sin conseguir acabar con él. Aguirre interpreta la historia como le sale de los ovarios, que para eso es Grande de España, pero, ya puestos a revisionar, que ponga el contador del odio español cien años antes, con la primera guerra carlista (1833, Dios, patria y rey), que tampoco fue una broma. Porque la condesa descalza de cultura quizá no lo sepa, pero este país no ha salido del XIX y el pronunciamiento; este país sin acabar es una guerra civil perpetua y sin fin, una lucha secular entre los liberales con sus derechos humanos y los absolutistas con su caciquismo taurino, sus tradiciones atávicas y su irracionalidad.  

Manolín, Paquito, Juanín… Nunca sabremos cómo se llamaba este enigmático niño de Víznar, el niño del lápiz y la goma de borrar. El maquis de apenas palmo y medio que más terror infundía al fascismo por lo que tenía de mensajero de una esperanza nunca perdida, de una España más justa, más ilustrada y mejor. Uno quiere ver en ese hijo del olvido el símbolo perfecto de una democracia que pudo ser y no fue porque la segaron de raíz, sin dejarla crecer. Bajo un túmulo de flores estaba el niño. Solo, frío, abandonado, pero no muerto, porque la verdad vuelve siempre. Ya lo escribió Miguel Hernández: ríete niño, que ya estás con nosotros. Porque tu risa me hace libre.  

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