Coria y Torrejoncillo: un viaje a la memoria sagrada de Extremadura

El equilibrio entre lo monumental y lo cercano confirma la certeza de que el patrimonio no solo se mide en piedras y retablos, sino en la capacidad de un pueblo para mantenerlo como parte esencial de su identidad

24 de Agosto de 2025
Actualizado el 25 de agosto
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Coria y Torrejoncillo Iglesia San Andres
Iglesia de san Andrés Apóstol en Torrejoncillo | Foto: Turismo Extremadura

La provincia de Cáceres guarda en su geografía monumental una riqueza patrimonial que dialoga con los siglos y con la identidad de sus pueblos. Dos ejemplos singulares son la Catedral de Coria y la Iglesia de San Andrés Apóstol en Torrejoncillo, templos que, aunque distantes en su magnitud y en su resonancia histórica, comparten una esencia común: ser custodios de la memoria, la fe y la vida comunitaria de la región.

La Catedral de Santa María de la Asunción de Coria se alza imponente sobre un solar que conoció antes la huella de visigodos, musulmanes y románicos, convirtiéndose en un crisol de estilos y tradiciones. Sus obras comenzaron en 1498 bajo la dirección del obispo Pedro Ximénez de Préxamo y se prolongaron durante más de dos siglos hasta culminar hacia 1748. El resultado es una síntesis de gótico tardío con detalles platerescos y un campanario barroco diseñado por Manuel de Lara Churriguera. El edificio no ha estado exento de heridas históricas: el terremoto de Lisboa de 1755 dejó huellas profundas en su estructura, recordando que incluso las piedras más sólidas son vulnerables al temblor del tiempo.

En su interior, la catedral despliega un patrimonio que habla del poder de la Iglesia en la diócesis cauriense y de la riqueza artística de los siglos modernos. El retablo mayor, obra de Alejandro Carnicero en el siglo XVIII, impone por su teatralidad barroca. En los laterales, los sepulcros episcopales, como el de Diego Copín de Holanda o el de Lucas Mitata, subrayan la continuidad de una tradición funeraria que mezclaba el arte con el prestigio religioso. El coro mudéjar, las rejas renacentistas y los retablos menores completan un universo donde la piedra y la madera dialogan con lo sagrado. Pero si hay un objeto que convierte a Coria en un destino de peregrinación cultural es el famoso Mantel de la Última Cena, reliquia custodiada en su museo catedralicio, cuya aura de misterio y fe trasciende los siglos y coloca a la ciudad en el mapa del patrimonio religioso mundial.

Muy distinta en escala, aunque no en simbolismo, es la Iglesia de San Andrés Apóstol en Torrejoncillo. Construida entre 1550 y 1686, su edificación fue lenta, marcada por la escasez de recursos, pero siempre fiel a un diseño inicial trazado por Pedro de Ibarra, arquitecto ligado a la diócesis de Coria y a la Órden de Alcántara. En su sobriedad se adivina la constancia de un pueblo que, pese a las dificultades, levantó un templo digno y sólido, mezcla de gótico tardío y elementos renacentistas. La portada principal, coronada por la hornacina con la imagen de San Andrés, refleja ese equilibrio entre lo monumental y lo cercano.

El interior guarda una riqueza inesperada: una nave de tres tramos con bóvedas de crucería granítica, pinturas murales atribuidas a Juan de Ribera en la sacristía, un Juicio Final que recuerda la función didáctica del arte religioso. Declarada Bien de Interés Cultural en 2014, la iglesia no solo es valorada por su arquitectura y patrimonio material, sino también por el universo simbólico que la rodea. Su fiesta de La Encamisá, celebrada cada 7 de diciembre, une liturgia y tradición popular en un ritual que convierte al templo en epicentro de identidad comunitaria y emocional.

Ambos edificios, la gran catedral diocesana y la iglesia parroquial de un municipio extremeño, forman parte de un mismo relato: el de un territorio que ha sabido proteger y resignificar su pasado. Mientras la Catedral de Coria impresiona por su monumentalidad, sus reliquias y su capacidad de atraer visitantes y estudiosos, la Iglesia de San Andrés en Torrejoncillo habla de la fe cotidiana, del esfuerzo colectivo y de la comunión entre patrimonio material e inmaterial. En Coria, la historia se escribe en mayúsculas y con resonancia universal; en Torrejoncillo, se susurra desde lo íntimo y lo popular, pero con una fuerza más trascendente.

El diálogo entre ambos templos recuerda que Extremadura es tierra de contrastes y de herencias cruzadas. Allí donde se levanta una catedral que quiso competir en esplendor con las grandes sedes peninsulares, también florece una iglesia que, sin pretensiones grandilocuentes, se convierte en guardiana de la memoria viva de su gente. Y es en ese equilibrio entre lo monumental y lo cercano donde la región encuentra una de sus mayores riquezas: la certeza de que el patrimonio no solo se mide en piedras y retablos, sino en la capacidad de un pueblo para mantenerlo como parte esencial de su identidad.

 

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