Estoy nervioso, encantado: hace seis años que no piso este país y mis íntegras Navidades transcurrirán en él. Nuestras íntegras Navidades. Las de ambos. Las mías y las de mi ex mujer. Nada más aterrizar en el aeropuerto Benito Juárez de Ciudad de México -ya no más el "D.F."; no desde el año pasado-, abrazo a la sonriente Crocoy con todas mis fuerzas, quien tras las espontáneas efusiones de rigor me asegura, algo en voz baja, que se ha traído consigo a Martín Segundo. Intuyo que esta es la primera introducción a su peculiar universo, el de nuestras referencias compartidas, aunque esta vez no acabo de comprender. Será el jet-lag. El Mex-Lag. Entonces reparo en ese individuo alto y con bigote que nos observa a apenas unos pasos con suma discrección: posee una cara de mexicano que tumba. Alto, moreno y con bigote. Se me activa una lucecita: ella solo puede estarse refiriendo al Martín original, y cómo olvidar al más entrañable individuo alto, moreno y con bigote del mundo. Aquel en cuya entrañable compañía Crocoy acudió a recogerme por vez primera, hace ya doce años (cuando tuvo que salir disparada hacia el baño: tras haberme esperado una hora, se orinaba, dejándome a solas con él). Martín (el Primero, el Único), aprovechó aquella ausencia para preguntarme, con su personal mezcla de simpatía y de candor, tan característica de esta tierra, si conocía la serie "Cuéntame", que con tantísimo interés seguía en su casa junto a su mujer e hijos. Resulta que Martín Primero solía realizar toda clase de encargos y trabajos para la familia de ella, prácticamente formaba parte de la misma, su auténtico hombre de confianza. Aunque yo ya tenía entendido que perdió hace relativamente poco a sus dos hijos en un fatal accidente de tráfico, si es que los hay buenos, y prácticamente ya no vive. De hecho suele visitar el panteón de Pachuca para hablarles frente a su tumba, e incluso regalarles cosas. Martín, que solo ansía la muerte, acude al médico y al serle informado de padecer diabetes, se limita simplemente a murmurar: "Bien". A punto de cometer el suicidio junto a su esposa, esta le alertó en el último momento de que una cosa así les alejaría del cielo, según establecen los preceptos de su religión cristiana, y lo dejaron. Por lo que obviamente ya no trabaja más para la familia de mi ex. Sino para un narco. Exponiéndose en lo que puede, al parecer. Tras perecer en vida. Y desaparecer.
Ha anochecido ya, apenas hay más que veinte grados fuera, y ela me revela, de nuevo en voz baja -mientras Martín Segundo agarra educadamente mi equipaje y nos dirigimos al parking-, que acaba de conocerle esa misma tarde. Y yo voy escuchando, asimilando de nuevo su particular modo de hablar, ese acento tan lindo, ese uso de términos y expresiones que, pese a compartir el mismo idioma, resultan completamente distintos para mí. Híjole, ella buscó a alguien que manejara (condujera) en su lugar a través de Ciudad de México a cambio de una cantidad razonable de lana (dinero), dado su temor a utilizar por aquí su propio auto (coche), comprado hace apenas tres meses. "Pues todo en este chingado, fregado (jodido) país parece funcionar a cambio de unos cuantos pesos". Y es que siempre hay alguien dispuesto a desempeñar casi cualquier ocupación o encargo, no abunda el empleo. Y quién podría culparla: Martín Segundo (pero se llama Fabián), nos guía magníficamente, es encantador (bien padre), pero en cinco minutos ya nos hemos incorporado al lento, pesado y preceptivo atasco de tráfico. De hecho parece no existir mayor posibilidad de maniobra en esta intensa, terrible y fascinante urbe, capaz de amedrentar a cualquiera. Mi favorita entre todas las demás. Recuerdo que después de manejar a través de la Avenida Insurgentes sentí que ya podría hacerlo en cualquier parte del mundo, incluyendo la M-30. O Nueva Delhi. Ningún parámetro europeo parece servir de mucho por aquí (¿nuestra caótica Roma? ¿la más que intensa Estambul?; sí, pero a la vez no...).
Noto que Crocoy, sentada conmigo en el asiento trasero, está algo cansada, es evidente: recién viene de dar su última clase del año 2016 en su colegio, y acaba de comenzar las vacaciones. Precisamente por esa razón pactamos mi llegada para este mismo día. Pero como nunca le disgustó el sabor de la cerveza (de la chela), incluso en los momentos más insospechados, afirma que no le vendría mal tomar (beber) una buena Negra Modelo, por ejemplo. Cosa que dice igualmente por mí. De hecho si desea acercarse al centro de la ciudad es porque sabe lo mucho que esta me fascina, es evidente. No en vano me viene cuidando desde el principio, desde ya antes de aterrizar, y aún mucho antes de eso. Es más de media tarde y la gente sale del trabajo (chamba). No tarda en atraer mi atención toda esa comida vendida y consumida en plena calle, toda la rica vegetación polucionada que asoma por las esquinas, cada fachada de edificaciones de un solo piso, dos como mucho, y tan precaria en ocasiones, si bien pintada invariablemente de vivos colores. Todos esos establecimientos plagados de rótulos, casi siempre diseñados a mano, que dicen: "Miscelánea", "Abarrotes"; "Vulcanizadora" (palabras que vuelvo a saborear poco a poco). Cada tablero anunciador de tráfico es de color verde y no blanco, como en España. Anunciando en sus diversas calles y avenidas nombres de los próceres de la patria: Benito Juárez, Hidalgo, Morelos...
Si, estoy en México. Y sobre todo vuelvo a estar en México con ella. Contemplo su naricita azteca y me siento tan afortunado. ¿Y cómo podría ser de otra manera? Ella me lo regaló, este país. Así me lo dejó dijo un dia, al principio de visitarla. Y lo cierto es que hubo un tiempo -concretamente, hace unos tres años-, en que pensé que ya nunca volvería a verla jamás. Nuestra historia comenzó aquella tarde en que, paseando por el Ponte Vecchio de Florencia junto a mi madre, esta exclamó, muy en su entusiasmado estilo: "mires a donde mires, todo es maravilloso". Giré la cabeza, casualmente en dirección a alguien que acababa de reparar en esa frase y nos miraba, una chica muy linda y chiquita, mochila azul al hombro, quien acercándoseme me preguntó, señalando la célebre efigie del Che Guevara que lucía en mi camiseta: "¿Sabes quién es Camilo Cienfuegos?". Respondí que no, preguntándole a mi vez si sabía que el hombre que había realizado esa famosa foto del Che, que entonces lucía en mi pecho, jamás cobró beneficios de derechos de autor. Como por impulso e intuición, nos faltó tiempo para intercambiarnos nuestras respectivas direcciones, de hecho confesó dirigirse a la estación de ferrocarril, en dirección a Roma. Nos dijimos adiós y seguí camino junto a mi madre. Antes de salir de aquel puente, sin embargo, dejé a esta completamente plantada: sentí que tenía que darme la vuelta y volver con esa chica, y así lo hice. Sabía dónde se encontraba la estación de tren, dado que nuestro hotel se hallaba casi enfrente. De hecho me hice el encontradizo con ella a la altura de la Piazza de la Signoría, y al minuto siguiente ya estaba ayudándola a acarrear su mochila. Pasamos dos horas juntos, justo hasta el mismo instante en que partió su tren. Y cuatro meses después, el 21 de diciembre del año 2004, me hallaba pisando México por vez primera.
Solo que ahora es el 19 de diciembre del año 2016 y ámbos hemos cambiado. En todo este tiempo se han sucedido varios avatares, separaciones, silencios, pero vuelvo a estar aquí y esa misma plaza del Zócalo al cual nuestro Martín original nos acercó a plena luz del día (amén de la casa de Frida Kahlo; óptima manera de comprender, de un primer vistazo, el colorido y el alma de este país), constituye un tráfago irremediable. Ahí vemos la imponente catedral, el palacio de la gobernación, ambas a un tiro de piedra del Templo Mayor de Tenochtitlán, cumbre de la civilización azteca, urbe construida sobre la laguna de Texcoco y provista entonces de canales y puentes. Lugar al que llegó un más que asombrado Cortés en 1519, encontrándose dramáticamente con Moctezuma. Cortés sería quien la destruyera. Y por cierto, aunque en las telenovelas no contemplamos más que a los güeros -a los blancos-, aquella civilización original pervive por todas partes en el mestizaje. Pues a los indígenas, sociológica y materialmente hablando, los verdaderos propietarios y herederos de esta tierra, digamos que les vienen zurzando desde entonces. Pero son tan interesantes los tipos y rostros que observo deambular por la acera (banqueta) de la calle, ajenos a lo mucho que aprecio volverles a ver. Procuro no perderme nada, pendiente a la vez de ella, quien a su vez continúa pendiente de mí. Preferíamos este Zócalo-gigante -plaza central de la ciudad-, vacío por completo, no con este tradicional árbol con bolitas navideñas. Árbol enorme, claro. Aquí la escala humana y la urbanística son distintas. Como aquella gran banderotota dispuesta en su mitad, que tanto nos gustaba (la bandera tricolor constituye una auténtica obsesión por aquí).
Martín Segundo trata de girar (doblar) por la Avenida 5 de mayo, que con un poco de suerte podría conducirnos a alguna cantina o bar, siempre de camino hacia el Palacio de Bellas Artes o la torre Latinoamericana, solo que un oficial de tráfico nos lo impide: han cortado el centro y tras dar una interminable vuelta a la manzana (cuadra) a paso de caracol, convenimos en encaminarnos de una vez por todas a esa Pachuca que tan bien conocí.
Antes, no obstante, conviene resignarse a atravesar el absurdo tapón de botella que conforma la salida norte de una Ciudad de México que ha cambiado no solo su nombre sino el color de los taxis (bochos). Antes eran escarabajos verdes, verdadera seña de identidad, canjeados ahora por unos discretos vehículos mezcla de blanco y rosa. Vuelven a rodearnos medios de transporte de todo tipo, como esas combis, pequeñas furgonetas de paradas continuas y en donde multitud de pasajeros, hacinados como sardinas, suelen dejarse llevar de un lugar a otro, cabizbajos de sueño. Solo de pensar en el modo en que tantísima gente suele aguantar semejante atasco día tras día, resulta abrumador, casi impensable. Algunos vendedores ambulantes ofrecen sus artículos en plena carretera. De pronto curioseo en los billetes de peso mexicano que tengo en la cartera: el de cien es rojo, está dedicado a Nezahualcóyotl, contiene su efigie y, en el dorso, una estampa del magnífico Templo Mayor (cuyas ruinas, ya digo, pegadas a la catedral, pueden aún visitarse; algo que, como tantos otros detalles, yo desconocía antes de venir). Nezahualcóyotl fue el monarca de la ciudad-estado de Tetzcuco, en el México antiguo. Ejerció el poder y se desempeñó notablemente como poeta, erudito y arquitecto. De hecho, en letra muy pequeña, el billete incluye el siguiente poema:
"Amo el canto del zenzontle, pájaro de cuatrocientas voces.
Amo el color del jade y el enervante perfume de las flores,
pero más amo a mi hermano: el hombre".
De entre todos los billetes en circulación, una mitad se hallan dedicados a políticos, al igual que los nombres de muchas calles (el sempiterno Juárez, el heróico Morelos, el Hidalgo fundacional), aunque la otra consagra a artistas como Sor Juana Ines de la Cruz en el doscientos y, en el de quinientos, a los mismísimos Diego Rivera y Frida Kahlo. Y pienso que ello es un bonito detalle, digno de una tierra sin igual. Los mexicanos aman preservar sus glorias, es evidente a cada paso (por no hablar de la omnisciente imagen de la Virgen Guadalupana, pero esa es otra historia). Sobre todo comparado con la sosería de los billetes de euro.
En verdad que no tardamos en llegar a esa Pachuca, situada a apenas a 70 kilómetros, y capital del estado de Hidalgo. O es que saboreo cada tramo, cada comentario de ella, y la distancia no me importa. Nunca dejó de ser tan, tan importante en mi vida. Convivimos juntos en Madrid, calle del Pez, durante dos años. Incluso llegamos a casarnos por lo civil en Aranjuez, con el fin de que ella lograra su nacionalidad y ya no tuviera que ausentarse cada tres meses a su país (o a Canadá, donde reside su padre). Aranjuez era el lugar donde más rápido podía uno hacerse con una citación matrimonial, experiencia que bautizamos cierta tarde de julio como "la ceremonia del quedarse". No queríamos mencionar la palabra "boda", y dicha ceremonia apenas se prolongó por más de ocho escasos minutos de reloj: teníamos demasiadas ganas de invitar a nuestros amigos a unas cuantas cervezas en la terraza de la cafetería Rivera, situada enfrente del juzgado, donde permanecimos emborrachándonos plácidamente hasta la noche.
Martín Segundo comenta los numerosos Oxxos que asoman en cada parada de carretera, estigma comercial de la república. Los Oxxos son esos establecimientos mezcla de "chino" de Madrid, pero más elegante, con tienda 24 horas de postín. Y aunque a mí me gusta esta ciudad en la que ya vamos entrando, Crocoy no desaprovecha la menor oportunidad de resaltar su fealdad y ramplonería, que algo de ello hay. Pachuca de Soto, la Bella Airosa, parece no obstante haberse lavado la cara. Crocoy me confirma que ha habido un plan de rehabilitación general, y sí, incluso ella reconoce que no está tan mal. Equivale a un Albacete o Ciudad Real español -con todos mis debidos respetos a tan dignos y respectivos lugares-, por lo que no puede compararse a la belleza de otras ciudades de los estados más o menos vecinos, como Puebla, Querétaro, Guanajuato o Morelia (sin duda una de las que más nos gustaron, tirando hacia mi tercera visita).
Tras despedirnos muy amistosamente de Martín Segundo-Fabíán, decidimos tomar algo, y elegimos un lugar muy chic -del tamaño de un vagón de tren, asientos elegantes-, y comer así cualquier cosa. Pero acabamos levantándonos de allí: tienen la puerta abierta, por alguna extraña razón esta no se puede cerrar, tal y como nos dice la camarera (mesera) y entra frío. El caso es que esta sonríe amistosamente ante nuestra desbandada, como si la encontrara muy lógica. Lo verdaderamente lógico sería cerrar esa puerta, averiguar por qué no puede cerrarse, conservar como sea a los clientes, no en vano no había nadie, pero no se lo decimos. A apenas unos pasos, con parking incluído -y un oficial vestido solemnemente para la ocasión; en este país les privan los detalles ceremoniosos; han llegado a darme un recibo oficial en un baño público-, encontramos una hamburguesería agradable. Pedimos un par de ellas y nos dedicamos a charlar de nuestras cosas. Llega al fin la comida, el mesero acarrea consigo un tubo amarillo de mostaza y otro rojo de ketchup. Deposito algo de ketchup en mi plato, hago lo mismo con el de mostaza pero no sale la sustancia prometida, sino el más rojo y sangrante ketchup. Pensando que es un error -ahí Crocoy me mira como diciendo: "en fin, tú mismo"-, me acerco al mesero y en el tiempo que se tarda en decir "perdona, pero el bote de mostaza contiene ketchup", él permanece inmóvil, sonriéndome estático con una mezcla de candor y conocimiento pleno y absoluto de esa realidad. "Este... Es que no hay", alega. "¿No hay mostaza?", replico sorprendido, bajo las múltiples fotos de apetecibles, rutilantes hamburguesas que decoran las paredes del local. "Este... No, pues no hay...", me confirma, como disculpándose. Y antes de preguntarle la razón de haber llenado, con toda premeditación, un tubo amarillo con aquella sustancia roja (como para dar a entender que sí hay mostaza; evidencia condenada a desvanecerse tan pronto como la primera muñeca de cualquiera inicie el inevitable y consabido giro invertido sobre el plato), comprendo que esa precisa actitud general y particular ante la vida me la conozco de antes, de todas y cada una de mis anteriores visitas al país azteca. Nunca he conocido un sector servicios más dubitativo ni servil, a la par que contradictorio en sus formas.
- "¿Lo ves?", me dice ella.
"Sí", le confirmo. "He llegado a México".