En el occidente de Castilla y León, donde el Duero avanza lento hacia Portugal, Zamora se extiende como una postal en piedra dorada. Es una provincia que guarda secretos en cada iglesia románica, en cada bodega subterránea, en cada pueblo que mira al río como quien observa un espejo de siglos.
Zamora es la tierra del silencio de invierno y del estallido sonoro de las procesiones de Semana Santa; de encinas que se pierden en la dehesa y de viñedos que producen algunos de los vinos más intensos de España; de castillos en ruinas que vigilan horizontes infinitos y de cigüeñas que anidan en espadañas medievales.
Quien viaja por Zamora descubre una paradoja: una de las provincias menos pobladas del país, y al mismo tiempo, una de las más ricas en patrimonio, gastronomía y paisajes. Aquí, el tiempo no se ha detenido, pero sí se ha vuelto más lento, más contemplativo.
Tierra de románico y río
La capital, Zamora, es conocida como la “ciudad del románico”: más de veinte iglesias medievales se alzan en su casco histórico, un conjunto único en Europa. Sus piedras se encienden al atardecer con la luz dorada del Duero, mientras la catedral, con su cúpula gallonada, observa la ciudad desde lo alto.
Pero la provincia es mucho más. Hacia el norte, las montañas de Sanabria acogen un lago glaciar que parece infinito. Al sur, las bodegas de Toro guardan bajo tierra los vinos que conquistaron a los Reyes Católicos y acompañaron a Colón en su viaje al Nuevo Mundo. En el oeste, los Arribes del Duero dibujan cañones vertiginosos donde el río se estrecha entre paredes de granito y las águilas reales patrullan el cielo.
Itinerario visual: diez paradas imprescindibles
Catedral de Zamora
Una joya del románico, con su cúpula bizantina recubierta de escamas de piedra. Desde su mirador se domina el río y el puente de piedra que une la ciudad. Al caer la tarde, la silueta se recorta sobre un cielo incendiado.
Iglesias románicas de la capital
San Juan de Puerta Nueva, Santa María la Nueva, San Claudio de Olivares… un museo al aire libre. Sus torres y portadas parecen pequeñas fortalezas urbanas.
Semana Santa de Zamora
Más que un evento religioso, es un espectáculo cultural y sensorial. El sonido de los tambores al amanecer, las capas pardas, los silencios densos en procesión: una experiencia que sobrecoge incluso al viajero laico.
Toro y sus bodegas
Sobre un espolón que domina el Duero, la Colegiata de Toro brilla con su pórtico policromado. Bajo el suelo, laberintos de bodegas centenarias guardan los vinos de Tinta de Toro, intensos y potentes.
Lago de Sanabria
El mayor lago glaciar de la península ibérica. Sus aguas verdes reflejan las cumbres y bosques circundantes. En verano, se convierte en playa de montaña; en invierno, en espejo helado.
Puebla de Sanabria
Un pueblo medieval de calles empedradas, casas de pizarra y un castillo que domina el horizonte. De noche, iluminada, parece un belén tallado en piedra.
Arribes del Duero
Un cañón fluvial que separa España de Portugal. Sus miradores —como el de Fermoselle— ofrecen panorámicas vertiginosas de paredes graníticas, viñedos en bancales y el río convertido en cinta de plata.
Villalpando y Tierra de Campos
Llanuras infinitas donde los palomares circulares salpican el paisaje. Aquí la luz lo llena todo, y los atardeceres tiñen de rojo los horizontes sin fin.
Benavente
Cruce de caminos en la Edad Media, conserva la torre del Caracol —hoy Parador Nacional— y una plaza mayor que bulle en días de mercado, entre tapas, quesos y vinos.
Sierra de la Culebra
Territorio mítico del lobo ibérico. Aunque los incendios recientes golpearon duramente este ecosistema, sigue siendo uno de los lugares con mayor densidad de lobos en la península. Sus noches, acompañadas de aullidos lejanos, son un recuerdo indeleble.
Una provincia que se descubre con calma
Zamora no es un lugar de visitas rápidas. Es una tierra para recorrer despacio, dejarse perder por pueblos semivacíos, escuchar el rumor del Duero desde un puente medieval o compartir una tapa de bacalao a la tranca en una taberna local.
En tiempos de velocidad y ruido, la provincia ofrece lo contrario: un viaje hacia lo esencial. En Zamora, como dice un viejo refrán local, “no se gana el mundo en un día, pero se puede encontrar la eternidad en un atardecer sobre el Duero”.