La corrupción en el pasado Mundial de fútbol de Catar ha sido denunciada por diferentes organismos internacionales y oenegés, que han propagado la sospecha de que altos federativos podrían haber entregado el torneo más importante del planeta a una satrapía infecta y autocrática solo por intereses que nada tienen que ver con el deporte. El propio Joseph Blatter, presidente de la FIFA en el momento en que se adjudicó la sede a Catar, llegó a asegurar que la idea fue “un error” por las altas temperaturas que se registran en ese país. De alguna manera, vino a reconocer que no solo la salud de los jugadores podía correr serio riesgo, sino la de los obreros que trabajaron de sol a sol en los andamios durante el largo proceso de construcción de los faraónicos estadios. Ese remordimiento de conciencia del más alto estamento del fútbol internacional quedó patente cuando, en octubre de 2022, un destacado directivo aseguró que la FIFA estaba dispuesta a compensar a los trabajadores heridos en los cientos de accidentes laborales registrados. Sin embargo, cuando la selección de Dinamarca solicitó el permiso para portar unas camisetas con la leyenda “Derechos Humanos para todos” –en protesta por las lamentables condiciones que sufrían los albañiles–, la jerarquía futbolística se negó en rotundo. Es evidente que la hipocresía ha sido la gran triunfadora de la famosa copa de oro de 18 quilates con una base de malaquita que representa a dos figuras humanas sosteniendo la Tierra.
Prensa sin libertad
Sin duda, la libertad de prensa brilla por su ausencia en un régimen teocrático como Catar. Poco antes de inaugurarse el campeonato, la organización Human Rights Watch publicó una utilísima “guía para reporteros” que alertaba sobre lo que los periodistas podían y no podían hacer y decir en el desempeño de su función en un país con fuertes restricciones como la “prohibición de grabar en propiedades residenciales, comercios privados, edificios gubernamentales, universidades, hospitales y lugares de culto”. Cualquier transgresión de la norma se penaliza con cárcel. Las autoridades cataríes no se andan con chiquitas con los corresponsales y enviados especiales, y si no que se lo pregunten al reportero Halvor Ekeland y al cámara Lokman Ghorbani. Ambos formaban parte de un equipo de la televisión estatal noruega NRK cuando fueron arrestados a la salida de un hotel de Doha. El material fue confiscado y ambos permanecieron detenidos durante 30 horas en las que fueron interrogados bajo el cargo de “entrada ilegal en propiedad privada”. La Policía les preguntó sobre cuestiones confidenciales de la labor periodística, como con qué personas se reunieron y por qué motivo. Finalmente, ambos fueron puestos en libertad sin cargos, pero el suceso vino a demostrar que ser periodista en aquel país es una profesión de alto riesgo. Por descontado, las acusaciones de falta de respeto a la libertad de expresión e información han sido desmentidas por el Gobierno de Catar, incluso por el propio emir Al-Thani, que ha lamentado que su país sea víctima de “fabricaciones y dobles raseros” por parte de países poco amistosos con intereses oscuros.
Y en medio de la polémica por la organización del Mundial en Catar cabe preguntarse qué papel ha asumido España, que en los últimos años de Gobierno Sánchez se ha caracterizado por situarse a la vanguardia en la defensa de los derechos civiles. Un país como el nuestro, pionero en avances sociales como el matrimonio de gais y lesbianas y la ley del “solo sí es sí” que aumenta la protección de las mujeres frente a las agresiones sexuales, debería haber mantenido una posición mucho más beligerante y crítica con el régimen de Doha. Sin embargo, el presidente de la Federación Española de Fútbol (FEF), Luis Rubiales –un hombre que aprovecha cualquier intervención pública para mostrarse como gran defensor de los valores humanistas–, ha tratado de navegar y guardar la ropa para no chocar con los intereses de la FIFA y para no irritar al emir y a sus jeques. El día que algunas selecciones plantearon llevar a cabo una acción de protesta contra la homofobia catarí (colocándose el brazalete arcoíris con el eslogan One Love), Rubiales se desmarcó vergonzosamente y no vio necesario sumarse a una iniciativa que hubiese servido al menos para dejar un mensaje de rebeldía contra los autócratas religiosos. Una vez más, el negocio pudo más que la dignidad, la justicia y la decencia.
Rubiales, en el ojo del huracán
La actitud de Rubiales y demás federativos españoles en este Mundial ha dejado mucho que desear, más aún cuando el campeonato ha llegado poco después del monumental escándalo por la celebración de la Supercopa de España en Arabia Saudí, el conocido como Supercopa Files. El 18 de abril de 2022, el periódico El Confidencial publicaba documentos y audios que recogían comprometedoras conversaciones entre el presidente de la FEF y el jugador del Fútbol Club Barcelona y empresario Gerard Piqué. En las grabaciones, quedó al descubierto cómo Rubiales negociaba el pago a la sociedad de su amigo Geri de una serie de comisiones por la organización del torneo en tierras árabes durante los próximos años. En esa negociación, ambos acordaron que dos de los cuatro equipos participantes en la Supercopa fuesen siempre el FC Barcelona (el club del propio Piqué) y el Real Madrid. No fue un proyecto que velara precisamente por la transparencia y la limpieza del mundo del deporte. Por unos días, tanto Piqué como el presidente de la Federación Española fueron el epicentro de un escándalo que dejó seriamente tocada la imagen del fútbol español, ya que Arabia Saudí es una dictadura que, al igual que Catar, también humilla a las mujeres, castiga la homosexualidad y aplica la pena de muerte. De nuevo, los valores idealistas que a menudo predica Rubiales cedían ante el valor del dinero. Un dirigente deportivo que siempre ha presumido de haber relanzado el fútbol femenino en España claudicaba miserablemente cuando la ética con mayúsculas, no la ética de boquilla y de puro postureo, exigía estar al lado de las mujeres de Catar que se ven obligadas a pedir permiso a sus maridos si quieren trabajar o tomar parte en alguna competición profesional. Lógicamente, la próxima vez que Rubiales salga ante los medios de comunicación con uno de sus cacareados sermones sobre la igualdad entre sexos y razas, la justicia social y la paz entre los pueblos, la carcajada colectiva puede ser unánime y antológica. Es un hecho que la credibilidad del dirigente federativo sale malparada y queda en entredicho tras este polémico Mundial.
Fútbol sin escrúpulos
Tampoco el Gobierno español ha estado a la altura de las circunstancias (en la misma línea que la Casa Real española, siempre hermanada y amistosa con el pequeño Estado fundamentalista del Golfo Pérsico). Hay demasiados intereses en juego, demasiadas inversiones cataríes en nuestro país por importe de 5.000 millones de dólares en áreas estratégicas de la economía como la energía, las finanzas, la construcción o la aviación civil. Está claro que Pedro Sánchez, un político que en los últimos tiempos ha tratado de proyectar una imagen personal de líder internacional en la defensa de los derechos humanos, ha preferido no meterse en esa guerra por miedo a romper una colaboración bilateral con Catar que deja pingües beneficios al gran capital. Durante la celebración del campeonato se ha echado de menos alguna declaración mucho más categórica y explícita de Moncloa contra el siniestro régimen de los jeques. Lejos de posicionarse al frente de los países occidentales en la defensa de las libertades, Sánchez ha mantenido un perfil institucional bajo al asegurar que “Catar se está abriendo al mundo y España quiere participar de esta apertura”. Cinco mil millones de dólares han supuesto un precio más que jugoso para comprar el silencio de España en este Mundial. Una montaña de dinero que no conseguirá elevar la imagen de país pequeño y mezquino que hemos dado ante el mundo.