Cuando Marruecos se rearma, Ceuta y Melilla tiemblan

17 de Julio de 2021
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Donald Trump y el rey de Marruecos sentaron las bases de la nueva geoestrategia en el norte de África.

En 1991, Marruecos y el Frente Polisario firmaron un alto al fuego avalado por la ONU. A partir de ese momento el conflicto territorial se regularía bajo la Misión de Naciones Unidas para el Referéndum en el Sáhara Occidental (MINURSO), una consulta popular que teóricamente debió celebrarse el 26 de enero de 1992. Sin embargo, nunca se llegaron a poner urnas en esa parte del desierto. El Frente Polisario culpó a Marruecos de los retrasos en la votación. Rabat, por su parte, acusó a Argelia y al Polisario de trasladar saharauis argelinos a la zona para aumentar la población.

James Baker, designado como Enviado Personal del Secretariado General de las Naciones Unidas para el Sáhara Occidental, logró que el Gobierno marroquí y el Polisario firmaran los históricos Acuerdos de Houston, que prometían una salida definitiva al laberinto saharaui. Corría el año 1997. Sin embargo, el primer plan Baker que ofrecía un reparto salomónico de tierras fracasó y el plan Baker II, que se puso en marcha en 2003, tampoco fue aceptado por Marruecos, cuya última propuesta fue una autonomía para los territorios ocupados en lugar del ansiado referéndum. Esta vez fue el Frente Polisario el que se negó.

Baker se mostró claro y rotundo al respecto de la situación saharaui (“no creo que haya solución a esta crisis”) mientras que Mohammed VI se enrocó en su “no” al referéndum al asegurar: “No cederemos ni un centímetro de nuestro amado país y nuestro desierto, no abandonaremos ni un solo grano de su arena”. La solución de construir un muro de más de 2.000 kilómetros que separa de norte a sur el Sáhara Occidental (la parte marroquí de la parte saharaui) no ha sido más que un parche que no ha resuelto nada.

Hoy, cuando las playas de Ceuta vuelven a llenarse de inmigrantes marroquíes, España comprueba con estupor que lanzar a la población africana contra la frontera no es una táctica nueva del rey de Marruecos. Lo que está pasando estos días en la frontera forma parte de una tradición militar, una estrategia de tensión, una forma de entender la política de hechos consumados del reino alauí.

Todos los historiadores coinciden en que la decadencia física de Franco y la situación de debilidad de la España de aquella época dio alas al rey de Marruecos en su ofensiva sobre el Sáhara. A nuestro país le asistía la razón en el proceso que debía llevarse a cabo, ya que el referéndum auspiciado por la ONU era la única salida al conflicto. Pero con el dictador en la cama y entubado, el franquismo moribundo no estaba para convenios y tratados internacionales, sino para intentar salvar los pocos muebles que le quedaban ya al régimen. Obviamente, España se desentendió del Sáhara, se largó de allí por la puerta de atrás, haciendo una infame dejación de responsabilidades y abandonando a su suerte a un puñado de nacionales. De alguna manera, lo que estamos pagando hoy es el desastre colonial que el Caudillo dejó como regalo envenenado para las generaciones venideras de españoles.

Ahora bien, el problema del Sáhara no puede ser endosado exclusivamente a un régimen franquista que no supo hacer una descolonización humanamente razonable. Ninguno de los sucesivos gobiernos de la democracia ha sabido gestionar la patata caliente. Los gabinetes socialistas se han movido entre el reconocimiento de los derechos de los saharauis (con la boca pequeña), y una ambigüedad calculada para no molestar al supuesto socio marroquí. La derecha del Partido Popular, por su parte, ha tratado el asunto con indiferencia o como una cuestión menor del pasado que ya no le incumbe a nuestro país.

Es un hecho probado que el rey Juan Carlos utilizó el asunto del Sáhara como moneda de cambio para asentar su reinado y mantener lazos de buena vecindad con el siempre incómodo vecino Marruecos. A partir de ahí, las relaciones entre el monarca español y Hassan II siempre fueron excelentes (Juan Carlos se refería a su homólogo como su “hermano”) y la cooperación económica y comercial fundamental. No obstante, el juego de las apariencias, las delegaciones empresariales y viajes de negocios, las cenas de gala y las reuniones en la cumbre entre ambas casas reales no han podido ocultar el tumor latente que supone el Sáhara Occidental. Más allá del postureo diplomático, lo único cierto es que con el tiempo el problema saharaui, lejos de resolverse, se ha convertido en tabú para todos los gobiernos que se han ido sucediendo en democracia desde 1977. Así, Adolfo Suárez defendió el derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui, pero circunstancias obvias le impidieron llegar más allá (obviamente el ruido de sables y un golpe de Estado como el del 23F le obligaron a aparcar cualquier asunto internacional).

Felipe González, por su parte, creó grandes expectativas de resolución del conflicto, incluso llegó a viajar a los campamentos de refugiados saharauis, donde arengó a aquellas gentes desesperadas de esta manera: “Sentimos vergüenza de que el Gobierno de España no haya solo hecho una mala colonización sino una peor descolonización, entregando el territorio en manos de gobiernos reaccionarios como los de Marruecos y Mauritania. Sabemos que vuestra experiencia es la de haber recibido muchas promesas nunca cumplidas. No prometeros algo sino comprometerme con la historia. Nuestro partido estará con vosotros hasta la victoria final”. Hoy todo el mundo sabe que Felipe regresó a Madrid y aquello quedó en poco más que unas hermosas palabras. España entró en la OTAN y en Europa, se estrecharon lazos de amistad con Estados Unidos y de nuevo nos olvidamos de aquellos pobres españoles abandonados a su suerte en algún lugar del desierto. Quizá sea por eso que a Felipe González los saharauis lo recuerdan como el gran traidor de toda esta historia.

Aunque formalmente siguió defendiendo el referéndum de autodeterminación, José María Aznar tampoco resolvió nada, es más, dejó el conflicto en barbecho o en segundo plano. Es bien conocida la pasión anglófila del presidente popular (se volcó en el Eje Atlántico, hizo seguidismo de la política de Washington y metió a España en una guerra ilegal contra Irak) de tal manera que todo lo que oliese a África y a musulmán le producía cierta urticaria. Así que Aznar continuó con la larga tradición de hacer la vista la gorda en el Sáhara Occidental. Para los anales de la historia quedará su mítica frase “ya he dicho todo lo que tenía que decir sobre este asunto” cuando un periodista le preguntó en 2003 sobre el plan Baker (hoy muerto y enterrado) que ofrecía a los saharauis una primera fase de autonomía dentro del estado marroquí antes de llegar al polémico referéndum en el plazo de unos años. Por lo visto, España seguía lavándose las manos.

Paradójicamente, superado el aznarismo, un líder progresista y amante de las reformas como José Luis Rodríguez Zapatero fue quizá el más conservador en todo este asunto del protectorado, ya que por momentos pidió a los saharauis que se olvidaran de la consulta popular y les invitó a adoptar “fórmulas imaginativas” para resolver el viejo conflicto. La posición provocó la inmediata y airada respuesta del Frente Polisario, que exigió una rectificación inmediata. Otro conflicto que añadir a la larga lista de despropósitos de la diplomacia española.

De Mariano Rajoy poco más cabe decir salvo que siguió contemporizando con la patata caliente del desierto. En cierta manera es lógico, no pasará a la historia el gallego como un hombre audaz en la resolución de problemas y conflictos internacionales.

Y así hemos llegado hasta nuestros días. Pedro Sánchez ha recibido una herencia envenenada, como se ha podido comprobar cuando la ministra de Asuntos Exteriores, Arancha González Laya, autorizaba la polémica hospitalización de Ghali, una decisión que casi nos cuesta una guerra con Marruecos. De nada ha servido que un hombre de izquierdas como el hoy dimitido vicepresidente segundo Pablo Iglesias insistiera una y otra vez en la necesidad de celebrar un referéndum de autodeterminación en aplicación de las resoluciones de la ONU. Todo sigue igual que siempre o quizá algo peor, ya que las derechas (PP y Vox) han iniciado una de sus feroces campañas contra Sánchez acusándole de haber generado una crisis diplomática con Marruecos por haberse puesto de lado del Frente Polisario. En realidad, las bravuconadas patrioteras de Pablo Casado y Santiago Abascal forman parte de la habitual demagogia y postureo de los partidos conservadores españoles, ya que hasta el rey Felipe VI, nada sospechoso de rojo podemita, reclamó hace cinco años, durante su intervención ante la 71ª Sesión de la Asamblea General de Naciones Unidas, el derecho a la autodeterminación del Sáhara Occidental. Una vez más, el bloque PP/Vox queda en evidencia.

Ceuta y Melilla

Sin duda, la decisión de Mohamed VI de abrir la frontera indiscriminadamente para permitir el paso de inmigrantes lleva implícito un mensaje amenazante para nuestro país: España debe reconocer la soberanía marroquí sobre el Sáhara como ya ha hecho Estados Unidos. Sin embargo, el contencioso saharaui enquistado quizá no sea el peor foco de conflictos entre España y Marruecos, sino la histórica reivindicación de la monarquía alauí sobre Ceuta, Melilla y las Islas Canarias. Rabat siempre ha codiciado las plazas españolas en suelo africano al considerar que son las perlas que le faltan, las joyas que le quedan para completar el viejo sueño del Gran Marruecos. ¿Tienen nuestros vecinos razones sólidas para seguir con un sueño expansionista que les asalta de forma recurrente y cíclica? La historia no les da la razón, ya que los territorios en disputa siempre formaron parte de la Corona de España.

En lo que se refiere a Ceuta, en 1640 no siguió a Portugal en su secesión y prefirió mantenerse bajo la soberanía de Felipe IV. En 1656 se concedió a la ciudad Carta de Naturaleza y se le otorgó el título de “Fidelísima”, que vino a unirse al estatus de ciudad “Noble y Leal”. En 1668, el Tratado de Lisboa firmado entre España y Portugal reconoció la soberanía española sobre Ceuta. Obviamente, Marruecos ni siquiera existía. Pese a todo, a partir de 1956, fecha de la independencia marroquí, nuestros vecinos del norte de África reclaman la soberanía sobre la ciudad, una petición que España jamás ha negociado. Desde ese momento, las desavenencias, insinuaciones y crisis diplomáticas a cuenta de Ceuta han sido constantes.

Parecida evolución histórica ha seguido la ciudad de Melilla. La expansión de portugueses y castellanos en el norte del Reino de Fez durante el siglo XV culminó con la entrada de Pedro de Estopiñán en la ciudad (1497), que pasó a depender del Ducado de Medina Sidonia y a partir de 1556 de la Corona española.

Respecto a las Islas Canarias, el dominio español se remonta al siglo XIV y a la primera era de las grandes exploraciones, cuando los europeos (mayormente mallorquines, portugueses y genoveses) empezaron a recalar en ella y a someter a las poblaciones indígenas. Tras una serie de conquistas de particulares y señores feudales, los derechos sobre las islas fueron cedidos de los Reyes Católicos en 1477.

Hoy, la Constitución Española de 1978 reconoce la integración de todos estos enclaves, como comunidades autónomas de pleno derecho, en la estructura territorial del Estado. No obstante, el ansia expansionista de Marruecos no conoce límites y continúa practicando la política del chantaje y la amenaza de cuando en cuando contra el Gobierno español de turno. Prestigiosos analistas políticos ya han interpretado la reciente crisis migratoria y diplomática desatada en la playa ceutí de El Tarajal como una primera fase en el gran plan o guion trazado por Marruecos, que en cualquier momento puede iniciar una ofensiva para reclamar ante la comunidad internacional la propiedad de todos estos territorios bajo bandera nacional española desde hace siglos.

Ahora bien, ¿tiene alguna posibilidad el régimen de Rabat de lograr sus propósitos? ¿Es posible que algún día su socio preferente Estados Unidos decida atravesar un peligroso Rubicón, apoyando las descabelladas exigencias de Marruecos? Lo que está claro es que cada nueva maniobra marroquí sobre Ceuta y Melilla, cada nueva oleada de inmigrantes lanzada contra la frontera sur, coincide con un momento de extrema debilidad de España, como ya ocurrió con la Marcha Verde, cuando el régimen de Franco se descomponía al mismo tiempo que el dictador se debatía en medio de los últimos estertores. Puede decirse que pocas veces en cuarenta años de democracia nuestro país ha dado tantas muestras de profundo agotamiento como en la actualidad. El bloqueo político, la crisis económica galopante, la decadencia de la monarquía borbónica, la crispación, la guerra de partidos, la obsolescencia de unas instituciones que precisan de reformas urgentes y el proceso de independencia en Cataluña han decidido al rey Mohamed VI a abrir un nuevo frente contra el Gobierno de Madrid. Algunos le animan, como Carles Puigdemont, que desde Waterloo lanza la idea descabellada de que Ceuta y Melilla son propiedades marroquíes.

Es evidente que algo se está moviendo al otro lado de la frontera, mientras nuestros agentes de inteligencia del CNI siguen enterándose de más bien poco de lo que ocurre por allí. Así, Driss Lachgar, secretario general del partido socialista marroquí (Unión Socialista de Fuerzas Populares, USFP) dirigió hace solo unos días al presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, una carta en la que le insta a negociar el statu quo en las ciudades autónomas. “Creemos que es hora de empezar a debatir con calma y sensatez el futuro de Ceuta y Melilla, teniendo en cuenta los intereses de las poblaciones española y marroquí que viven allí”, asegura la misiva. Si ese es el discurso que mantienen los socialistas marroquíes, los supuestamente más amistosos, tolerantes y pacifistas, sin duda hay lugar para la inquietud.

Los últimos informes de seguridad que maneja el Gobierno español revelan que Marruecos se está rearmando para consolidar su supremacía regional. El régimen de Rabat ha adquirido armamento por importe de más 5.000 millones de dólares y está acometiendo inversiones para desarrollar una incipiente industria militar. Sus Fuerzas Armadas se están modernizando con cazas F-16, blindados Abrams, helicópteros Apache, baterías antimisiles, buques y drones, entre otro material. En ese contexto, llama la atención que el servicio militar vuelva a ser obligatorio en el país después de mucho tiempo.

No hace falta ser un avezado experto en inteligencia secreta para concluir que la carrera armamentística que ha emprendido Marruecos no solo tiene como objetivo lograr la hegemonía respecto a su más directo rival en la zona, Argelia, sino desafiar a España en un futuro no demasiado lejano. Todas estas claves se desprenden del informe Marruecos, el Estrecho de Gibraltar y la amenaza militar sobre España, elaborado por el Instituto de Seguridad y Cultura, que avisa de que “tanto los intereses económicos como la integridad territorial de España pueden verse seriamente amenazados en el futuro”. Y advierten: “Que dos países vecinos de España puedan entrar en una situación prebélica, o al menos de alta hostilidad y tensión, debe ser una prioridad para la seguridad nacional y requiere un análisis específico”.

Lógicamente, el brusco y desafiante giro en política exterior de Marruecos, situando Ceuta y Melilla en la agenda de la negociación, nunca hubiese sido posible sin el beneplácito de Estados Unidos. En efecto, poco antes de que Donald Trump saliera de la Casa Blanca tras perder las elecciones ante Joe Biden, el magnate neoyorquino renovaba su tratado de amistad con Marruecos en el que reconocía la soberanía del reino alauí sobre el Sáhara Occidental a cambio de que Rabat normalice relaciones diplomáticas con Israel. Una vez más, el futuro de la integridad territorial de España se jugaba en Washington.

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