La política y la prensa reaccionaria ya han comenzado la pertinente labor de blanqueo o maquillaje de Giorgia Meloni, la ultraderechista que se ha alzado con la victoria en las elecciones del pasado fin de semana en Italia. Sorprende ver cómo avezados analistas, todólogos tertulianos televisivos y hasta curtidos profesores de universidad van lanzando mensajes tranquilizadores para calmar a la población. “¿Por qué debemos tener miedo a Fratelli d’Italia si no es un lobo tan fiero como lo pintan?”, se preguntan algunos. “¡Pero si Meloni es una señora bien que no tiene nada que ver con Mussolini!”, sugieren otros. “Ya verán ustedes cómo estos hermanos gamberros se van dulcificando y moderando a medida que entren en las instituciones y comiencen a ejercer el poder”, sentencia, en general, el ejército mediático de blanqueadores profesionales al servicio del neonazismo posmoderno.
La formidable y prodigiosa maquinaria de propaganda goebelsiana ya se ha puesto en funcionamiento y nadie podrá pararla antes de que lave el cerebro a media Europa, tal como ocurrió hace un siglo. En realidad, quienes esgrimen tales argumentos amables con el posfascismo son los mismos que lavaron la imagen de los talibanes que reconquistaron Kabul hace poco más de un año. Entonces se nos dijo que los nuevos clérigos que habían bajado de las montañas tras la vergonzante salida del país de los norteamericanos no tenían nada que ver con aquellos otros que, antes de los atentados contra las Torres Gemelas, colgaban a la gente por el cuello en la plaza pública solo por escuchar música, beber alcohol o jugar con cometas. Trataron de convencernos de que los mulás fundamentalistas –los hermanos fascistas de Oriente Medio– habían evolucionado hacia el pragmatismo, de modo que respetarían los avances sociales logrados en Afganistán en los últimos veinte años. La tesis era tan falsa como pueril. Hoy ya hemos visto que las mujeres que deciden no ponerse el burka son detenidas y ajusticiadas con severidad y que la sharía o ley islámica sigue siendo tan dura como siempre. Un fascista no se modera nunca, al contrario, siempre se deja llevar por la espiral de violencia y locura hasta el éxtasis final.
Los propagandistas del nuevo Reich europeo que se avecina nos dicen ahora que Fratelli d’Italia no puede considerarse de ninguna manera un partido de corte autócrata, todo lo más un proyecto nacionalpopulista, un tanto xenófobo y patriotero, vale, pero siempre pacífico, homologable y democrático. No hay más que estudiar la historia del movimiento encabezado por Meloni para comprobar con horror la falacia de esta afirmación. FdI hunde sus raíces en el Movimiento Social Italiano fundado en 1946 por seguidores del exdictador Benito Mussolini. El partido posfascista llegó a convertirse en la cuarta formación política de Italia e incluso apoyó, como socorrida muleta, en las tareas de gobierno de la Democracia Cristiana. En la década de los sesenta entró en declive hasta su inesperada resurrección en los ochenta y su transformación definitiva en Alianza Nacional, allá por 1995.
En esta larga travesía desde el ostracismo hasta el poder, el partido de Meloni jamás ha ocultado sus ideas totalitarias: son caudillistas, xenófobos (optan por cerrar fronteras a la inmigración), ultranacionalistas (babean ante la tricolor), ortodoxos católicos (otra vez la influencia del Vaticano de la que Italia parece no poder librarse), partidarios de la familia tradicional (apuestan por la abolición del matrimonio gay) y declaradamente machistas (la mujer sometida al patriarcado en una sociedad donde el aborto está prohibido). Más tarde o más temprano, este ideario será implantado en Italia. Ningún fascista ha esperado 75 años para, ahora que por fin saborea de nuevo las mieles del poder, moderarse, aborregarse y convertirse en un mal representante de la derechita cobarde, del establishment, del sistema. Sería una absurda pérdida de tiempo.
Sin embargo, podría haber un lugar para la esperanza de los demócratas. Llama poderosamente la atención el silencio de Giorgia Meloni y también de Bruselas, que se mantiene a la expectativa, sin hacer declaraciones oficiales sobre lo que ha pasado este fin de semana para la historia contemporánea. Por lo visto, la líder de FdI se ha tomado unos días libres con el fin de decidir qué rumbo le da a su gobierno en coalición con la Liga del racista Salvini y la Forza Italia del viejo rijoso Berlusconi. De ese mejunje político o gallinero delirante no puede salir nada bueno más que una ópera bufa a la italiana, así que cada paso debe ser meditado con suma precaución. El riesgo de que el engendro salte por los aires y dure menos de un año (como suele ocurrir con todo Gobierno italiano que se precie) es elevado.
Meloni ha aterrizado en el Palacio Chigi casi por casualidad. Una mezcla de rabia popular contra la Europa multicultural, desafección por la democracia y miseria tras tres crisis sucesivas (Lehman Brothers, pandemia y guerra de Putin) la ha catapultado al éxito sin tener que hacer nada del otro jueves. Todo ha sido tan rápido que no ha tenido tiempo de digerir la victoria. Montar un pollo electoral demagógico-populista, envolverse alegremente en una bandera y desfilar por la calle entre cánticos patrióticos e insultos a los rojos es fácil; ponerse a gobernar contra las élites financieras europeas, a riesgo de perder los fondos de cohesión, es otra cosa muy distinta. Ya dio muestras evidentes de apaciguamiento en su primera rueda de prensa tras ganar los comicios, donde la leona enrabietada dio paso a una gatita mucho más mansa y sosegada. Además, los posfascistas de Fratelli d’Italia no tienen experiencia de Gobierno y a poco que pongan en marcha una parte de su disparatado programa electoral pueden enviar el país al garete en cuatro días. De ahí la prudencia de Meloni a la hora de tomar la siguiente decisión. El dilema que se le plantea ahora es: ¿fascismo a calzón quitado, que es lo que le pide el cuerpo, o prudencia y giro al centro por instinto de supervivencia? Esa es la cuestión.
De momento se ha filtrado que Italia seguirá manteniendo sus compromisos adquiridos con la Unión Europea, algo que contradice radicalmente con el propio programa del partido, que propugna un Brexit exprés a la italiana. También se ha apuntado que Fratelli seguirá fiel al eje atlantista que pasa por Varsovia renegando de una alianza con el húngaro Orbán, famoso por sus coqueteos con Putin. Por ahí podría empezar la primera traición a todos aquellos ingenuos nostálgicos que han votado a Meloni pensando que, al día siguiente, ya vestida de Mussolini, daría la orden de iniciar una nueva marcha sobre Roma. Fratelli llega para destruir la democracia desde dentro, de eso no cabe duda, pero la democracia es más fuerte de lo que parece y puede terminar domesticando o incluso engullendo al monstruo populista. No sería la primera vez. Así que no canten victoria los bufones del pasado porque quizá sus peores enemigos sean ellos mismos.