Durante casi dos años, la Franja de Gaza ha sido escenario de un conflicto cuya persistencia ha pulverizado las esperanzas de la población civil. Se cumplen ya 600 días de hostilidades ininterrumpidas, y la desesperación se ha hecho tangible: decenas de miles de personas, fruto del hambre y la penuria, se agolparon la semana pasada ante uno de los cuatro centros de distribución de ayuda humanitaria impulsados por el Gobierno israelí y sus aliados estadounidenses, en una operación completamente al margen de la ONU. Lo que debía ser un salvavidas acabó en una estampida con casi cincuenta heridos por fuego real.
Quien siguió desde las primeras filas los acontecimientos esa mañana, Jonathan Whittall, jefe de la Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU en los territorios palestinos ocupados (OCHA), lo interpreta como una clara muestra de “castigo colectivo” y de un empeño deliberado por “acelerar el ataque a la dignidad humana” de los gazatíes. Más allá de la tragedia puntual de los heridos, Whittall subraya la gravedad de un modelo de reparto concebido desde la desigualdad de fuerzas: cuatro puntos fijos, protegidos por contratistas de seguridad privados norteamericanos, a los que solo podrán llegar aquellos que, literalmente, puedan permitirse el riesgo de acercarse.
La distribución de ayuda no responde tanto a una necesidad de asistencia como al control exhaustivo de cada ración. “Es una escasez artificial”, afirma Whittal con dureza. “El nuevo esquema va más allá de la pura gestión logística. Se ha diseñado para limitar el acceso, para que solo quienes superen un determinado filtro sobrevivan”. Y añade un dato estremecedor: uno de esos centros se ubica cerca del lugar donde las tropas israelíes asesinaron a quince sanitarios y los sepultaron en una fosa común. Para Whittall, esa proximidad adquiere un valor simbólico siniestro: “Es la encarnación de lo que está ocurriendo en Gaza. Allí se decide quién vive y quién muere, y bajo qué condiciones”.
La condena de la ONU no se ciñe al reproche retórico. El pasado abril, el mismo Consejo de Derechos Humanos emitió un dictamen provisional en el que ordenaba la suspensión inmediata de cualquier plan que implicara el uso de la ayuda como instrumento de coerción. Medidas que, según Whittall, han sido simplemente ignoradas. A la par, la ONU recuerda que Israel, en virtud del derecho internacional humanitario, está obligado a respetar la dignidad de los civiles, evitar los desplazamientos forzados y facilitar el acceso incondicional a socorro en todas las zonas afectadas por el conflicto.
Las autoridades israelíes, por su parte, han respondido esgrimiendo acusaciones infundadas contra Hamás, al que acusan de desviar toneladas de víveres destinadas a la población. OCHA, sin embargo, ha desmentido tales afirmaciones por falta de pruebas y ha destacado que, en el último alto el fuego, la ayuda coordinada a través de la ONU supuso solo el 35% del aprovisionamiento total: el resto entró por otros canales sin supervisión externa.
Con la población de Gaza al borde de la inanición (la mitad de sus habitantes son niños), el plan de reubicar la distribución en puntos restringidos aparece como una sentencia de condena lenta. El responsable de OCHA advierte de que la ventana para evitar una hambruna masiva se cierra con rapidez y reclama “un flujo de ayuda amplio, predecible y sin obstáculos” a través de múltiples pasos fronterizos, tal y como sucedió en campañas anteriores. Mientras tanto, las panaderías han dejado de funcionar, los hospitales están desarmados y las fuentes de agua potable resultan cada día más escasas.
El nuevo modelo, critican las agencias humanitarias, no solo vulnera los principios de imparcialidad y neutralidad, sino que institucionaliza las restricciones impuestas por el Ejército israelí. Esto convierte la acción “humanitaria” en un componente más de la estrategia militar. “La supervivencia en Gaza se ha transformado en un privilegio que solo se concede a quienes cumplen con un plan cuya lógica —en palabras de un ministro israelí— consiste en ‘conquistar, despejar y quedarse’”, denuncia Whittall.
Ante esta realidad, la ONU ha rechazado participar en el operativo, calificándolo de “logísticamente inviable” y “contrario a los principios humanitarios”. Los organismos de ayuda han hecho un frente común para reiterar que no colaborarán en un esquema que utilice los alimentos como arma de presión política y demográfica. Aplazado el acceso de la ONU, Whittall insiste en que las mismas agencias de Naciones Unidas están preparadas para reactivar cuanto antes el sistema de socorro tradicional: “Podemos llevar ayuda directamente a las familias, como lo hemos hecho durante años. No nos lo permiten”, afirma con indignación.
La exigencia de una respuesta internacional más contundente recorre, asimismo, el llamamiento de las organizaciones no gubernamentales que operan en el terreno. Reclaman a los gobiernos del mundo imponer presiones políticas y económicas sobre Israel y Estados Unidos para que cesen las restricciones y se cumpla de una vez la orden de la Corte Internacional de Justicia, que ya dictaminó medidas provisionales para proteger a la población civil en Gaza.
Así, a 600 días de un conflicto que parece no tener fin, el patrón se repite: las balas y el hambre deciden el destino de la gente. Y lo que fue concebido como un plan de auxilio se convierte en un instrumento de exclusión y castigo. Esta investigación revela hasta qué punto la ayuda humanitaria ha quedado subsumida bajo la lógica de la guerra, y cómo, en última instancia, la supervivencia en Gaza depende de una contienda donde los alimentos ya no son un derecho universal, sino un privilegio precario y controlado. Es exactamente el mismo procedimiento que utilizaban los nazis en los guetos de judíos, como el de Varsovia.