Desde hace casi dos años, la guerra en Gaza ha colocado a Estados Unidos en una posición cada vez más incómoda: la de proveedor incondicional de apoyo militar, político y logístico a Israel, incluso cuando las evidencias de abusos contra civiles, genocidio y de crímenes de guerra se acumulan en los despachos de Naciones Unidas y en los informes de organizaciones de derechos humanos. Durante meses, el debate público en Estados Unidos se había centrado en las transferencias masivas de armas (39.200 millones de dólares en ventas militares activas y otros 4.170 millones en transferencias desde octubre de 2023). Sin embargo, el informe más reciente de Human Rights Watch añade un matiz que desestabiliza el relato oficial: la complicidad ya no se limita a la munición, sino que alcanza al corazón de la cooperación militar.
El señalamiento es directo. HRW sostiene que los militares estadounidenses que han compartido inteligencia, participado en la planificación operativa israelí o asesorado en ataques específicos, pueden ser responsables penales de los crímenes de guerra cometidos con esa asistencia. El argumento jurídico no es nuevo: el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (CPI) establece que cualquier persona puede ser responsable si “ayuda, incita o asiste de otro modo” en la comisión de un crimen bajo su jurisdicción. Pero la novedad radica en la franqueza con que se documenta la integración de personal estadounidense en operaciones israelíes.
No se trata de especulaciones. En octubre de 2024, el entonces presidente Joe Biden reconoció que miembros de las fuerzas especiales y de la inteligencia de Estados Unidos ayudaron a Israel a localizar y atacar a líderes de Hamás, incluido Yahya Sinwar. Más recientemente, la propia Casa Blanca admitió que Israel consultó a Washington antes de reanudar una serie de ataques aéreos el 18 de marzo, en los que murieron más de 400 personas en un solo día. Si tales operaciones constituyen crímenes de guerra (como sugieren expertos en derecho internacional por su carácter indiscriminado), la línea de responsabilidad alcanza a los asesores y estrategas estadounidenses que las facilitaron.
El caso más simbólico se produjo con el bombardeo al hospital Al-Nasser, que dejó veinte muertos, entre ellos cinco periodistas. El ataque se suma a la larga lista de hospitales, escuelas y campos de refugiados destruidos en Gaza. Aquí, el argumento legal se entrelaza con el político: la doctrina estadounidense, que insiste en “apoyar a Israel en su derecho a defenderse”, choca frontalmente con las imágenes de fosas comunes y cadáveres de civiles.
La impunidad como política de Estado
Los militares estadounidenses podrían enfrentarse a procesos judiciales en tribunales internacionales o en países con jurisdicción universal como Alemania o Bélgica. En la práctica, esa posibilidad es remota. La CPI, desbordada y sujeta a fuertes presiones políticas, difícilmente se atrevería a desafiar abiertamente a Estados Unidos. Y Washington ha demostrado en el pasado (amenazando con sanciones a jueces de la CPI cuando se investigaban abusos en Afganistán) que está dispuesto a defender con agresividad su inmunidad autoimpuesta.
Mientras tanto, el cálculo político interno sigue favoreciendo la continuidad del apoyo. La administración actual y el Congreso comparten un consenso casi absoluto: Israel es un aliado estratégico en Oriente Próximo, y cualquier cuestionamiento serio a su conducta podría interpretarse como una debilidad frente a Irán y sus aliados. El resultado es una contradicción difícil de sostener: Estados Unidos se presenta como garante del orden internacional basado en normas, pero actúa como sostén de un aliado acusado de vulnerarlas de manera sistemática.
Complicidad integral
Lo que emerge es un cuadro de complicidad integral. Washington no solo entrega armas y financiamiento; ofrece inteligencia que afina la puntería de misiles, respaldo diplomático que bloquea resoluciones en Naciones Unidas y cobertura política frente al creciente repudio global. Cada elemento por separado podría verse como parte del juego geopolítico. Pero juntos forman un paquete que convierte a Estados Unidos en parte beligerante del conflicto, con todo lo que ello implica en términos legales y morales.
La pregunta de fondo es si el pueblo estadounidense es consciente de lo que se hace en su nombre. Como advierte Sarah Yager, directora de HRW en Washington, “Estados Unidos no solo es parte en el conflicto, sino que también podría ser responsable de crímenes de guerra. El pueblo estadounidense está pagando las consecuencias y no creo que tenga idea de lo que está haciendo su propio país”.
La historia enseña que las guerras por delegación rara vez terminan sin coste político para quienes las financian y respaldan. En Gaza, ese coste está escrito en el número creciente de civiles asesinados, en la erosión del prestigio internacional de Washington y en la sombra cada vez más larga de una posible complicidad legal.