La complicidad de Biden con el sadismo de Netanyahu

04 de Marzo de 2024
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Los aviones C-130 de Joe Biden han dejado caer 38.000 raciones de comida sobre Gaza, donde dos millones de personas corren serio riesgo de morir de hambre. El plan fast food del inquilino de la Casa Blanca solo puede interpretarse de dos maneras: una, como forma de calmar su conciencia ante el genocidio del pueblo palestino a manos de los israelíes; otra, como intento desesperado de no hundirse en el ranking de popularidad, que le haría perder el voto demócrata de cara a las elecciones de noviembre, donde Donald Trump amenaza con volver para arrasarlo todo.

La postura de la Administración norteamericana desde que comenzó la limpieza étnica ordenada por Netanyahu ha sido vergonzante y bochornosa. Al inicio de la guerra, tras los atentados de Hamás, Washington se colocó fielmente, codo con codo, al lado de su socio hebreo en Oriente Medio. Biden dijo aquello de que Israel tenía derecho a defenderse ante los brutales ataques que costaron más de un millar de muertos durante el 11S israelí y aquella declaración fue tanto como darle a los ultras del Likud una patente de corso o licencia para matar. Sin embargo, poco a poco, después de que el mundo ha ido comprobando con estupor que la respuesta militar israelí no ha sido más que una operación de castigo y exterminio (ya van más de 30.000 palestinos asesinados) el Gobierno yanqui ha ido modulando su posición hasta el día de ayer, cuando altos funcionarios estadounidenses, por boca del secretario de Estado Blinken, recordaban a Israel su obligación de llegar a un acuerdo de alto el fuego para detener el sufrimiento de la población inocente. Blinken, con cara de circunstancias (ya ni él mismo se cree sus intervenciones ante la prensa), insistía en la necesidad de aumentar el flujo de ayuda humanitaria. A Gaza hace semanas que no llegan ni cien camiones diarios, cien camiones de miseria cuando deberían entrar miles para abastecer de productos de primera necesidad (alimentos, agua, medicinas y ropa) a los dos millones de personas víctimas del salvaje asedio del régimen de Tel Aviv.

La operación aérea de USA viene a demostrar que el abuelete de la Casa Blanca, supuestamente progre, no duerme por las noches sabiendo lo que está haciendo el amigo sionista al otro lado del orbe. El gran drama de los demócratas, en la actualidad, es que sus políticas internacionales no se diferencian demasiado de las que proponen los republicanos. El conservadurismo es prácticamente el mismo, los conflictos sangrientos siguen enquistándose como siempre (CIA mediante) y el orden mundial es cada vez más desorden, caos y gallinero. Los tiempos convulsos que nos han tocado vivir, los más oscuros desde la Segunda Guerra Mundial, requerían de un político audaz y enérgico que diera un paso adelante, de una vez por todas, para romper con el aislacionismo y poner en su sitio a los ultras judíos, incluso dándoles un ultimátum de ruptura de relaciones diplomáticas y sanciones económicas. Pero eso, lamentablemente, no está ocurriendo. El vejete, sleepy Joe, como lo llama el villano Trump, proyecta la imagen de un mandatario débil, trémulo, por momentos fuera de la realidad. Si no es capaz de encontrar la puerta del escenario en un mitin en Wisconsin, ¿cómo va a encontrar la salida a una guerra que va ya para un siglo? Imposible. Sus juegos de guerra, su doble lenguaje triste y desolador, los movimientos de la Sexta Flota contra los piratas hutíes (una banda de desarrapados), son una auténtica decepción para la humanidad, que había depositado en él la última esperanza de resolución del conflicto palestino.

Mientras Biden, el tembloroso e insomne Biden, no puede ocultar su parálisis (que en el fondo es la parálisis o colapso de la primera potencia del planeta, una superpotencia senil), los gazatíes siguen cayendo como moscas insignificantes, bajo las bombas israelíes, en las colas del hambre. El presidente (un Obama para blancos mucho menos icónico y mediático, pero igual de inoperante) no ha movido un solo dedo para frenar el infierno en la tierra que se ha desatado en la Franja, el horror, el horror, como decía aquel señor Kurtz, el personaje central del conradiano relato El corazón de las tinieblas.

Desde que llegó a la Casa Blanca como último bastión contra el trumpismo neofascista (bastión que al final se ha quedado en enclenque muleta), Biden no ha hecho nada efectivo por frenar la orgía de sangre que, como un poderoso Yahvé de la guerra injusto y cruel, ha ordenado Netanyahu. Por no hacer, el líder yanqui no ha sabido ni convocar una conferencia internacional de paz para Oriente Medio, uno de esos paripés como el que organizó Felipe en el 91 y que sentó en la misma mesa a Mijail Gorbachov y a Bush padre. “Arafat, dispuesto a estrechar la mano a Shamir”, titulaba entonces El País,arrojando un rayo de esperanza a la civilización. Las buenas palabras y el sentimiento de hermandad de la música por la paz de Barenboim duró lo que tardó en llegar el siguiente asentamiento judío ilegal en la zona. Aquella cumbre aportó poco o nada a la resolución del conflicto –más allá de la operación de imagen para el felipismo y para Juan Carlos I, que ejerció de anfitrión creando el clima cálido con su natural campechanía– pero al menos sirvió para que dejaran de matar palestinos durante un tiempo.

Hoy, cuando los niños gazatíes mueren de hambre y las mujeres dan a luz a bebés malnutridos, en solares y descampados, no nos queda otra que denunciar el tacticismo maquiavélico de Biden, su tolerancia del genocidio y su complicidad con los asesinos. Cuenta el New York Times que Trump avanza imparable hacia su reelección y que será presidente en noviembre por aplastante mayoría, si es que el Tribunal Supremo de Colorado no lo inhabilita antes por insurrecto y sedicioso. En realidad, poco importa ya si el poder lo ocupa el desaprensivo psicópata del pelo pajizo o el decepcionante Matusalén que se balancea apaciblemente en la mecedora, en el porche de la Casa Blanca como un jubilata con gorra de béisbol, mientras las bombas y las excavadoras consuman el exterminio del pueblo palestino. Y luego, cuando estalla la bomba en Nueva York, se preguntan por qué los árabes odian tanto a los americanos.

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