Sobrecogen las imágenes de los bomberos en pleno salvamento de personas bajo los escombros tras el terremoto de Siria y Turquía. La tecnología, los drones y las cámaras de alta definición nos introducen con tanto realismo en el escenario de la tragedia que resulta imposible escapar y no sentir escalofríos cada vez que los equipos de rescate sacan a alguien malherido de algún edificio colapsado. Y en medio de ese caos, la televisión emite la secuencia de un niño de corta edad con la cara embadurnada de polvo blanco que tras ser extraído de una montaña de ladrillo y piedra nos regala una hermosa sonrisa al sentirse vivo y a salvo.
Fue menos de un minuto de televisión, apenas un suspiro entre los urgentes y apresurados titulares del día, la guerra de Putin, la sempiterna crispación política española y las patadas criminales a Vinicius. Pero qué lección de vida. En esa tierna sonrisa del niño turco rescatado (me gustaría saber cómo se llama para enviarle un cálido abrazo, un beso, un juguete, algo) se concentra el inmenso drama de nuestra especie. En esa sonrisa de un niño que vivió largas horas abrazado por la muerte está la grandeza y la miseria de nuestra odisea. Los que vimos esa sonrisa en la pantalla del televisor ya no podremos olvidarla nunca.
El milagro ocurrió en Hatay, en la región de Kahramanmaras, epicentro del seísmo donde desde hace días se ha instalado un infierno de ruinas y nieve. Cada hora que pasa se pierden las esperanzas de encontrar con vida a las personas que quedaron atrapadas bajo las casas tras el brutal seísmo. Las cifras arrojan un balance aterrador. Más de 19.000 fallecidos; al menos 69.000 heridos, muchos de ellos con secuelas que sufrirán de por vida; medio país enviado a la Edad Media en lo que dura un pasajero estertor de tierra. Y no nos olvidemos de Siria, donde puede haber miles de personas sepultadas en vida y a donde no está llegando la ayuda humanitaria. El destino se ha cebado con aquella tierra dejada de la mano de Dios, como si los pobres sirios no tuviesen ya suficiente maldición con el sátrapa de Bashar al-Ásad, la guerra civil, el Estado Islámico que avanza en todos los frentes, los crímenes de los mercenarios rusos del Grupo Wagner y una miseria tercermundista que ha arraigado, como una plaga endémica, en aquel olvidado país.
Este será recordado, sin duda, como uno los peores terremotos de la historia. En los próximos días la cifra de muertos irá creciendo hasta límites difícilmente asumibles. En algún momento, cuando se haya abandonado toda esperanza de encontrar supervivientes, las excavadoras tendrán que entrar en las zonas afectadas para evitar que los cadáveres se descompongan y propaguen las temidas epidemias, la segunda parte de todo cataclismo sísmico. Entonces sabremos la magnitud real de la catástrofe. Pero la noticia hoy no debe ser la heroica resistencia del pueblo turco frente a la adversidad, ni cómo cada ciudadano se ha remangado, dejando a un lado sus trabajos y sus vidas, para echar una mano en las tareas de rescate, ni ese grupo de bravos bomberos españoles que están allí, sobre el terreno, con sus perros (a los que ayer, por fin, el Parlamento les reconoció sus derechos), sacando a gente de las entrañas de la hecatombe. El titular ni siquiera puede ser por qué Erdogan, el siniestro Erdogan, permitió que millones de viviendas se construyeran sin las más elementales normas antisísmicas a cambio del pago de una tasa. La noticia pasa por la sonrisa de un niño llena de un misterio insondable, la sonrisa de un pequeño que ha estado metido durante días en un infierno gélido como de otro mundo. Bajo un polvo que obstruye la garganta y los pulmones; enredado en un amasijo de hierros desvencijados que le agarraban como garras de un monstruo metálico queriéndose clavar en su tierno cuerpecillo; rodeado de una oscuridad silenciosa e infinita y sin sus padres quizá desaparecidos para siempre. Sin agua, sin comida, sin luz durante cincuenta horas, que debe ser una breve eternidad para esa mente infantil que lo comprende todo sin entender nada. Una gigantesca tumba de mala suerte y de mala muerte para una criatura inocente. ¿Quién es ese ángel valiente que ha dado al mundo una lección de entereza ante la fatalidad y la muerte? ¿Dónde vive, cómo se llama, por qué nos sonríe como si hubiese salido del parvulario cuando en realidad emerge del cataclismo más cruel y sangriento de la historia?
La televisión, siempre tan cruel, sabe que las audiencias pegan mucho subidón cuando la historia tiene como protagonista a un niño en peligro y no deja de emitir, en bucle, rescates milagrosos de criaturas exánimes sostenidas, como muñecos de trapo, por desesperados bomberos. La tragedia accidental vende, la guerra vende, el sufrimiento humano vende. Pero todo eso da igual. Ahora que vemos cómo los niños ucranianos mueren gratuitamente por el delirio de un nazi psicópata; ahora que cientos, miles, millones de niños perecen de hambre en el Tercer Mundo sin que las cámaras de los reporteros se acerquen a ellos porque nos hemos insensibilizado ante la injusticia social, ante la codicia y ante un modelo económico perverso donde muchos sucumben para que unos pocos vivan a cuerpo de rey, la sonrisa agradecida y feliz de ese niño turco desconocido debe hacernos comprender que no hay nada más hermoso que la vida y esa fuerza enigmática, instintiva e incontenible que nos lleva a resistir como sea, a ayudarnos los unos a los otros y a luchar contra la adversidad desde el mismo día que salimos del útero de nuestras madres.