El Midi o mediodía francés es el territorio del sur de Francia. Con acento occitano, catalán y vasco, es una fértil región donde hoy se sitúan algunas de las airadas protestas de agricultores franceses que amenazan con bloquear París con tractores y camiones. Aquello siempre fue un bastión socialista, incluso comunista. Hoy eso está cambiando. El Languedoc-Rosellón ha caído en manos de la “fachosfera”, como diría Pedro Sánchez. La extrema derecha se está infiltrando en las zonas rurales, transformando la mentalidad y la ideología de las gentes que allí viven. La crisis, y la globalización con sus profundas contradicciones, han sumido a un área antes boyante económicamente en una depresión casi endémica y sin salida. Hay rabia y malestar, indignación y odio popular. Y han encontrado en los jerarcas de Bruselas, en los ecologistas, en la izquierda woke y en los agricultores españoles –a los que acusan de emplear productos fitosanitarios que ellos no pueden usar, sufriendo los rigores de la competencia desleal–, los chivos expiatorios perfectos para canalizar toda la frustración.
Las imágenes de manifestantes encapuchados volcando camiones murcianos y andaluces parecían cosa del pasado, pero han retornado con fuerza. Hay autopistas cortadas, piquetes, campamentos, barricadas. Cargas de los gendarmes. Los chalecos verdes se presentan a sí mismos como un movimiento ciudadano espontáneo y apolítico, pero detrás hay más, mucho más. Hay grupos ultras manipulando y azuzando el odio contra el establishment, contra una Europa unida a la que culpan de todos los males del país, contra España, el tradicional enemigo. El patriotismo nacionalista que resucita hasta en el último rincón del viejo continente. Todo ello ha cuajado en el abono perfecto para que el nuevo fascismo posmoderno eche raíces en el campo francés. Una semilla de maldad que pretende acabar con el Gobierno Macron y dar el golpe definitivo a la democracia.
El ministro Planas niega las acusaciones de competencia desleal y recuerda que el campo español se ha modernizado para convertirse en más competitivo que el francés. Las asociaciones agrarias galas no le compran el discurso. Como tampoco lo compran los sindicatos del campo españoles, que están hartos de la crisis crónica en la que ha entrado nuestro agro. Al igual que los ultras franceses están liderando y capitalizando las protestas en el país vecino, aquí es Vox el que moviliza a los autóctonos. La España vaciada hace tiempo que cayó en manos de la extrema derecha, un proceso calcado al que está ocurriendo al otro lado de los Pirineos. Es el campo revolviéndose contra la ciudad; el pasado tradicional contra el futuro incierto; la leña y el carbón contra el hidrógeno verde. Un grito de rebelión contra la modernidad de grupos sociales y políticos que sueñan con volver a la grandeur de la Francia de los viejos tiempos. Y como telón de fondo los estragos que el cambio climático ocasiona al sector, que pierde miles de millones cada año por las malas cosechas. Jean Huillet, líder de las manifestaciones vitivinícolas de los años 70, asegura: “Hemos perdido casi la mitad de los productores de Languedoc-Rosellón. Y dado el lamentable espectáculo que estamos viendo por parte de nuestros políticos, la AN está al acecho, cosechando los frutos de la justa ira de los viticultores. Esto es un desastre”.
La AN (en francés Rassemblement National, RN) es la Agrupación Nacional de Jordan Bardella, un tipo trajeado con pinta de comercial sin escrúpulos que en 2022 sustituyó a Marine Le Pen al frente del partido. “Esta es una elección de civilización: nación contra mundialización”, ha dicho el personaje, caudillo del partido ultra que estos días remueve la bilis de los agricultores franceses. Hasta el 2018, el Frente Nacional del clan Lepen controlaba el cotarro fascista. Hoy el movimiento patriotero se ha diseminado y ha cambiado de nombre, pero las ideas retrógradas siguen siendo las mismas. Junto a Sébastien Chenu y Julien Sanchez, Bardella se convirtió en portavoz de la formación después de la derrota de Marine Le Pen en las elecciones presidenciales de 2017. Es el hombre en el que las masas obreras y rurales desencantadas han depositado las últimas esperanzas de cambio. Alguien que, paradojas de la vida, ha utilizado su despacho de diputado del Parlamento Europeo para acabar con Europa y recuperar la soberanía nacional, el control de las fronteras francesas. Salvando las distancias, es el Abascal francés que tanto empieza a gustar a los agricultores de la zona que estos días arde en conflictos sociales. Y el proyecto va como una moto. En las elecciones legislativas de 2022, el RN se alzó con la victoria en las tres circunscripciones del departamento del Aude. Hoy sus líderes avivan la ira popular contra la inflación, contra la pérdida de poder adquisitivo, contra la subida de precios del combustible por la guerra en Ucrania, contra la inmigración y las restrictivas políticas medioambientales impuestas en los últimos años. Un cóctel explosivo.
El proceso de radicalización del agro francés no se diferencia demasiado del que en 2016 sufrieron millones de obreros norteamericanos de la General Motors, la Ford, la Chevrolet y tantas multinacionales descapitalizadas. Una legión de desclasados del sueño americano en la cola del paro que decidió abrazarse al gran tótem del odio Trump. Aquel año, llevado en volandas por proletarios de la industria yanqui renegados de Marx, cambió la historia en la primera potencia mundial. El magnate neoyorquino conquistó por fin la Casa Blanca. Los negacionistas del cambio climático y los chamanes de la conspiranoia de la secta Qanon, más los bulos de la Fox, aceleraron el terremoto, la catarsis sociológica.
Hoy la tierra quemada del Midi francés ya no es roja, empieza a ser de un furioso azul bajo un horizonte crepuscular de fuego y odio. Cientos de tractores cercan París, poniendo en jaque al Gobierno. Los salvapatrias del populismo empiezan a ganar la batalla. El fascismo recoge un cosechón con lo que ha sembrado desde hace años. Bajo el eslogan “debemos devolver la dignidad a nuestra profesión” (una protesta legítima) también hay mucho de chovinismo, de nacionalismo, de xenofobia. De nostalgia por el Régimen de Vichy. Dios, patria, orden y franco francés, eso es lo que anhelan miles de agricultores que no es que estén viviendo en la indigencia precisamente, sino en maisons de regia piedra caliza con aparcamiento, piscina y jardín. En esos casoplones de la soleada campiña francesa se siguen comiendo las mismas delicatessen de la nouvelle cuisine. Pero ya no satisfacen igual. Estos días, los camioneros españoles están sintiendo esa convulsión, ese rechazo atroz y visceral contra el sistema, en sus propias carnes. Francia tiembla. Y si Francia se desmorona, Europa, tal como la conocemos hoy, deja de existir.