A estas alturas de la vida, el que más y el que menos ya sabe que le están espiando. El espionaje se ha convertido en una actividad comúnmente aceptada. Nos espían y nos dejamos espiar. Nos escuchan y nos dejamos escuchar. Nos miran y nos dejamos mirar. Trafican con nuestros datos personales, nos meten cámaras y chips en la nevera y en el microondas, y las grandes compañías tecnológicas lo saben todo sobre el último dolor que nos ha salido en el epigastrio. A nadie le importa ya si se viola un derecho fundamental como es la intimidad. Vivimos en la sociedad del espectáculo. Todo es teatro, puro teatro, y también negocio. Despelotarse en las redes sociales, vender la propia vida por entregas en Youtube y desnudar lo más íntimo del alma se ha convertido no solo en un alegre pasatiempo sino en un oficio emergente con el que se puede llegar a rico. Aquella historia profética del Show de Trumanse ha hecho realidad, así que ya no nos da ningún miedo ser vigilados por el ojo del Gran Hermano.
El globo chino que espiaba a Estados Unidos probablemente llevaba años paseándose por los cielos de Montana y fotografiando las bases nucleares yanquis sin que nadie le hiciera el menor caso. “Ya están los chinos otra vez con sus cosas”, se decían los generalotes del Pentágono. Y a otra cosa, a otro expediente X. Es filosóficamente imposible que la primera potencia mundial, esa que dispone de satélites capaces de captar el vuelo de una mosca desde el espacio exterior, de enviar cohetes a Marte y de desplegar la “guerra de las galaxias” (un formidable escudo antimisiles orbitando alrededor de la Tierra) haya permitido que el enemigo se pasee por su estratosfera como Pedro por su casa. El Estado Mayor lo sabía, la CIA lo sabía, el FBI lo sabía. Sin duda, Trump también lo sabía (quizá por eso se llevó unos cuantos documentos a su mansión de Mar-a-Lago cuando lo de la victoria de Biden y el asalto al Capitolio). Sin embargo, nadie fue capaz de mover un solo dedo sencillamente porque aquí todo el mundo husmea a todo el mundo en un juego admitido e internacionalmente institucionalizado. Los chinos espían a los norteamericanos y viceversa, Putin a Zelenski, los israelíes a los árabes, los coreanos del norte a los del sur, los marroquíes a Pedro Sánchez con el programa Pegasus y en ese plan.
¿Pero para qué demonios nos espiarán tanto? Para nada, la mitad de lo que averiguan no tiene ningún interés y termina en la papelera. Así que el procedimiento se ha convertido en un fin en sí mismo. Puro maquiavelismo. Si ahora Washington airea lo del asunto del globo es sencillamente porque el contexto de la guerra en Ucrania ha cambiado el orden internacional y le interesa transmitir las imágenes de sus cazas derribando el artefacto con orgullo. Es, ni más ni menos, que una forma de demostrar al enemigo su poderío militar.
La tensión yanqui/china viene de lejos, cuando en 2018 estalló la crisis de Huawei. ¿Lo recuerdan? Estados Unidos acusó a la multinacional de practicar el ciberespionaje con aparatos de uso doméstico. Entonces supimos que los agentes de Xi Jinping nos escuchaban a través de la tostadora mientras calentábamos unas rebanadas de pan para el desayuno o hacíamos la colada en la lavadora. Nos vendieron el mito de que estábamos comprando teléfonos inteligentes cuando aquí la única inteligencia que funcionaba a destajo era la del MSS, el servicio secreto del Partido Comunista Chino. Fue así como el régimen de Pekín tuvo acceso a secretos industriales, a datos de miles de usuarios y a información confidencial de países occidentales considerados enemigos. Trump ordenó el boicot a los productos asiáticos y la guerra de los aranceles, pero en realidad todo fue puro postureo patriota y nacionalista, un brindis al sol, ya que él mismo sabía que el mundo había entrado en una nueva era de la historia en la que cualquier mindundi con unos mínimos conocimientos informáticos puede hackear los servidores de la NASA sin moverse del sofá. Los piratas de Putin, sin ir más lejos, llevan meses poniendo patas arribas los ordenadores de la Administración española. Pero de eso no se habla. Ya se sabe que en tiempos de guerra la propaganda sustituye al periodismo.
Todos estamos siendo vigilados, observados, ojeados, controlados, de modo que no espere usted comprar una aspiradora made in Taiwan sin que le metan también a un topo amarillo en el salón. Así es como funciona el mundo de hoy. Ahora pretenden que contratemos robots de segunda generación como acompañantes, criados y asistentes. Meta en casa un bicho de esos y al día siguiente lo sabrán todo sobre usted, sus secretos más íntimos y hasta cuántas veces se corta las uñas de los pies.
Baltasar Gracián llevaba razón: “Ciencia sin seso, locura doble”. Vamos hacia el colapso de la civilización humana por un atracón tecnológico. Todos estamos pinchados y videograbados, nos tienen controlados desde los de Hacienda hasta los del CNI (véase hasta dónde llegó Villarejo) pasando por los publicitarios, que están al tanto de nuestros gustos consumistas y ya nos mandan los anuncios de slips, con la talla apropiada, directamente a nuestros teléfonos móviles. Somos democracias vigiladas desde que renunciamos a la libertad a cambio del dinero y el confort del capitalismo globalizante. Nos hicimos esclavos del amo y señor chino, que con su tecnodictadura y sus chips prodigiosos que todo lo ven tienen el control absoluto de este enloquecido planeta. Hemos llegado al fascismo de la máquina. Y sin darnos ni cuenta.