Los buques de guerra de la Marina británica dispuestos para salir a patrullar en el Canal de la Mancha. Los camiones españoles agolpándose en largas colas en los pasos fronterizos de Calais. Toneladas de fruta y verdura echándose a perder antes de llegar a las tiendas y centros comerciales. Y millones de contratos firmados entre empresas de Reino Unido y países europeos a la papelera. Son las consecuencias nefastas de un Brexit, que a falta de acuerdo entre Londres y Bruselas, empieza a pasar factura a la economía mundial. El miedo al colapso y al aislacionismo de Boris Johnson y su pandilla de iluminados euroescépticos se percibe ya en las Bolsas internacionales, donde se temen fuertes pérdidas si a finales de año se consuma la ruptura sin un pacto aceptable para ambas partes.
Los trumpistas de este lado del Atlántico han conseguido colocar su discurso fake en la ciudadanía. A fuerza de mentiras, se ha propagado la idea de que lo primero es la defensa de la soberanía y los intereses de los ciudadanos nacionales (patriotismo decimonónico y xenofobia nacionalista); la primacía de los mercados locales por encima de los proyectos comunitarios o globalizantes (autarquía, egoísmo del dinero); el rechazo a las directivas europeas que se consideran imperialistas y discriminatorias (de nuevo la patraña patriotera); y el repudio de cualquier política económica que tenga por objetivo la cohesión y solidaridad social. En realidad, bajo el disfraz de defensor de la libertad y de los valores patrióticos, los euroescépticos esconden un profundo supremacismo, un negacionismo a ultranza, una defensa de los privilegios de las élites y un racismo (económico y filosófico) consistente en la idea de que a los vagos y morenos vecinos “pigs” de los países del sur no se les debe dar ni agua (mucho menos una ayuda o subvención oficial para que puedan avanzar y progresar bajo el noble principio del reparto de la riqueza, que los eurófobos han liquidado con el falso pretexto de la amenaza comunista).
En medio de una pandemia como la que estamos viviendo, la peor noticia para Europa es que ha terminado imponiéndose la ideología ultra, xenófoba y populista de un señor con bombín como Johnson que empezó negando el coronavirus, continuó apostando por el contagio masivo de su población para lograr la inmunidad de rebaño y ha terminado blindando la economía a costa de cargarse el turismo en las Canarias y Baleares. Hoy, desbocado ya el virus, su derrota moral no tiene paliativos y se ha visto obligado a adoptar (a regañadientes) las medidas de confinamiento más restrictivas del mundo occidental.
El virus del neofascismo blando que recorre el viejo continente es sumamente contagioso y la UE tiene un serio problema, no ya al otro lado del Canal de la Mancha, sino en el corazón mismo de la Europa central y oriental, donde se han consolidado los populismos de extrema derecha en países como Hungría, con Viktor Orbán al frente de la Fidesz-Unión Cívica Húngara, y Polonia, con el partido Ley y Justicia. Ambos movimientos ultras han logrado que cale en la ciudadanía el discurso de la “revolución robada”, una teoría según la cual las nuevas élites democráticas no se distinguen de los antiguos jerarcas comunistas, por lo que es preciso desalojarlas del poder para devolver la libertad al pueblo.
El fenómeno antieuropeísta se propaga como la pólvora desde Gibraltar hasta los Urales, como demuestra el proyecto italiano de la Liga Norte liderado por Matteo Salvini, el alemán Alternativa para Alemania, los Verdaderos Finlandeses, el Partido Popular Danés y Vox en España. Gente nostálgica de las fronteras de siempre que tantas guerras nos trajeron. Gente inmoral que asume la guerra de todos contra todos en aras del ideal patriótico y que ha renunciado a utopías como el Estado de bienestar, la socialdemocracia, la igualdad y la paz entre las naciones. La idea de que es preciso rebelarse en las urnas para cambiar la Europa de los burócratas y banqueros ha calado hondo y ahora pagamos el precio del cáncer con un Brexit que salvo milagro de última hora será duro y sumirá a la vieja Europa en una crisis institucional sin precedentes.
La fecha límite para alcanzar un acuerdo es el 1 de enero, pero el temor a la escasez y al desabastecimiento de productos se ha disparado ya en el Reino Unido. Ningún inglés sabe a esta hora cómo va a terminar esta disparatada y enloquecida aventura del Brexit que llega en el peor momento para la humanidad. La situación en la frontera es “catastrófica”, según asegura el delegado regional en el Paso de Calais de la Federación Nacional de Transportistas por Carretera, Sébastien Ribera. “A la anticipación del Brexit se le añade que con la covid-19 no hay turismo, así que las compañías marítimas han reducido las rotaciones y hay menos ferris actualmente. Es el cóctel que nos ha llevado a esta situación, con atascos kilométricos y entre cinco y seis horas de espera para cruzar”, asegura.
La bienintencionada presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, se muestra pesimista ante la posibilidad de llegar a un acuerdo amistoso con Boris Johnson, un hombre tozudo y profundamente reaccionario que según quienes le conocen siempre lleva su patriotismo exacerbado hasta sus últimas consecuencias. El rubio líder anglosajón no dará su brazo a torcer, está dispuesto a todo, incluso a cerrar fronteras y poner a patrullar las fragatas de Su Majestad, lo cual sería nefasto para la economía británica. Con el tiempo, los ingleses irán cayendo en la cuenta de que están solos en su delirio imperialista y del grave error que han cometido votando a opciones políticas construidas alrededor de la patraña, el patrioterismo más zafio y el viejo bulo del Europa nos roba. Cuando entren en el supermercado y se encuentren con que una botella de Rioja o de aceite puro de oliva virgen −el oro español del que habla el chef José Andrés−, están por las nubes, se lamentarán y se les llenarán los ojos de lágrimas. Para entonces los fatuos salvapatrias como Johnson ya no estarán en política, pero su legado político quedará para la historia de la infamia.