El obrero metalúrgico, el sindicalista que no se rinde nunca, el socialista Lula da Silva, está plantando cara al ultraderechista Bolsonaro en las decisivas elecciones brasileñas. El hitlerito carioca creía tener la reelección en la palma de la mano, pero contra todo pronóstico le ha salido un duro competidor, el sufrido fajador Lula al que todos daban por muerto y enterrado. Durante años las fuerzas reaccionarias, o sea los poderes fácticos del país, más el ejército, las élites financieras, las sectas ultraortodoxas bolsonaristas y la Justicia corrupta han tratado de hundir al gran Lula mezclándolo en un caso de corrupción supuestamente relacionado con el gigante energético Petrobras, un feo asunto en el que se habló de sobornos a políticos y empresarios con dinero procedente del crudo.
Tras sufrir múltiples acusaciones, Lula fue arrestado en el año 2016. La Policía entró en su casa y se lo llevó preso como a un vulgar ratero, allanando el camino al poder del nuevo fascismo latinoamericano. “Me sentí un prisionero en mi país”, declaró amargamente en aquellos días el perseguido mesías de la izquierda brasileña. Sus enemigos le acusaron de haberse metido en el bolsillo 8 millones de dólares entre pagos por conferencias, viajes y regalos. Cuatro años más tarde, y tras un calvario judicial, el juez lo declaró inocente y de paso le dio un tirón de orejas a la Fiscalía por sus “absurdas acusaciones repletas de suposiciones”. Fue un fallo “pedagógico”, según dictaminó el propio tribunal, que de esta manera quiso dejar claro que lo de Lula había sido una caza al hombre.
El nuevo totalitarismo del siglo XXI ha encontrado un auténtico filón en este tipo de montajes contra los líderes de la izquierda internacional. Jueces al servicio del movimiento ultra, cloacas policiales, espías mercenarios a sueldo (hasta las clases de zumba se pagan ya con fondos reservados), montajes y chantajes de todo tipo (también de índole sexual) se llevan a cabo casi a diario en la mayoría de los países occidentales, esos que se jactan de gobernarse con democracias castas, limpias y puras. España tampoco ha quedado a salvo de esa caza de brujas, cruzada o lawfare (guerra judicial) emprendida por la extrema derecha contra los líderes progresistas. Pablo Iglesiasy otros pesos pesados de Unidas Podemos saben mucho de esas maniobras orquestales en la oscuridad muñidas por los poderes reaccionarios.
El pasado 2 de marzo, un Lula da Silva resucitado volvió a presentarse a la presidencia del Brasil. Ni él ni Bolsonaro lograron el cincuenta por ciento de los votos necesarios para acceder a la Presidencia, de modo que las espadas siguen en todo lo alto de cara a la segunda vuelta a celebrar el próximo 30 de octubre. Pero sin duda, y pese a los intentos del posnazismo brasileño por enturbiar los resultados electorales con sus insinuaciones antidemocráticas de pucherazo, la victoria correspondió a Lula. Puede que el éxito no sea definitivo, puede que Da Silva caiga en la próxima ronda. Pero sus palabras han sido un revulsivo para despertar al país de la pesadilla ultraderechista y a día de hoy ya podemos decir que el sindicalista que con sus huelgas puso en jaque a la dictadura militar del 64 es el ganador moral de estos comicios. Superar al adversario político por más de seis millones de votos, aunque sea en un país tan vasto y extenso como Brasil, solo puede considerarse como un campanazo en toda regla. Podría decirse que la favelas han ganado esta primera batalla crucial, o sea la gente harta del racismo de Bolsonaro, de sus sermones de meapilas seminarista de colegio mayor, de su cruel homofobia y su machismo, de su negacionismo científico (no parará hasta arrasar el Amazonasde norte a sur, causando un daño irreparable al planeta) y de su supremacismo a ultranza que defiende los privilegios de los más poderosos, condenando a los niños pobres a jugar descalzos al fútbol en las playas de Río de Janeiro.
Queda una batalla encarnizada en la que se dirimirá no solo el futuro de Brasil, sino buena parte de la subsistencia del planeta. Hay lugar para la esperanza. Sabemos que la segunda vuelta está en manos de ese veinte por ciento de abstencionistas (clases medias y altas) que podrían movilizarse por miedo a que gane la izquierda. Pero los partidos alternativos, mayormente el Movimiento Democrático Brasileño y el Partido Laborista se han posicionado claramente de lado de Lula y han dado instrucciones a sus votantes para que ejerzan el voto útil contra Bolsonaro (este sí que es un autócrata de los pies a la cabeza y no el Sánchez que pretende pintar Abascal en sus esperpénticas intervenciones parlamentarias).
Si Lula gana, el tsunami podría ser inminente en toda Sudamérica. Diez gobiernos de izquierdas serían un bastión importante para detener el trumpismo fascista. Pedro Castillo en Perú; Andrés Manuel López Obrador en México; Alberto Fernández en Argentina; Nayib Bukele en El Salvador; Luis Abinader en República Dominicana; Gabriel Boric en Chile; Xiomara Castro en Honduras; y Gustavo Petro en Colombia formarían un bloque de progreso que permitiría hacer pensar a los demócratas de bien que no todo está perdido. Y quién sabe si, con el tiempo, la onda del terremoto Lula no termina por llegar también a la vieja y cansada Europa entregada de forma indecente al fascismo más atroz que trajo la guerra y las cámaras de gas a mediados del pasado siglo. Por soñar que no quede. De momento esa posibilidad de revolución real y pacífica, quizá la última antes del advenimiento total del fascismo, rebrota con la resurrección de un hombre que ha sabido rehacerse, forjándose de nuevo a la sombra de las lúgubres celdas brasileñas. La extrema derecha creía que se habían quitado de encima a Lula. Sin embargo, no estaba muerto, estaba de parranda y dando guerra política. Tiembla Bolsonaro, dictadorzuelo de pacotilla, nazi de sambódromo, porque el pueblo despierta por fin.